no supiera que es imposible, diría que ponía LSD a sus batidos matutinos.
—Alquilaste un estudio en Sheperd´s Bush, ¿no? ¿Sigues allí? —preguntó con suspicacia.
—Notting Hill, en realidad. Compré una casa. Mía del todo —dije triunfal.
¡Chúpate esa!
—¡Excelente! A nuestra edad es mejor ir teniendo una residencia estable. Por lo que pueda pasar.
Caitriona siempre decía “a nuestra edad” como si tuviésemos una prótesis de cadera y siete nietos.
—Pero debe de ser un poquito estresante vivir ahí, ¿no? Tantos turistas y el Carnaval… ¡Yo me volvería loca!
—Para nada. Es de lo más tranquilo —dije desatinadamente.
La Comadreja soltó una risita.
—Mi hermana y su marido acaban de comprarse una casa en Holland Park. Tienen un jardín privado enorme. Una vez hasta les pidieron la casa para grabar un anuncio. Y han reformado una habitación en exclusiva para mí, con baño y todo.
—Debes de estar muy contenta. Me alegro por ti. —Intenté mostrar mi mejor cara de entusiasmo.
Nos guarecimos de la lluvia en el portal de un restaurante. La gente me daba codazos al entrar y salir. El vapor con olor a comino que salía del mostrador donde los transeúntes recogían la comida me estaba empezando a dar náuseas. Me pregunté si ya me estarían asaltando los efectos secundarios del embarazo. Alguien había dejado atado en la puerta a un perrito, que no paraba de ladrar. Estuve tentada de entrar a regañarle a sus dueños, pero me contuve. No quería proporcionarle a la Comadreja más material sobre la loca de Olivia Bennet. Pero Caitriona notó mi preocupación. No se le escapaba una.
—Olivia, no le pasará nada. Es un perro… —comentó con una sonrisa torcida—. Por cierto, no he vuelto a ver ninguna novela tuya en las librerías. ¿Ya no escribes?
Apreté los labios y vi como los ojos le brillaban. La Comadreja llevaba un horrible paraguas de florecillas y mariposas. Observé sus zapatos con hebilla de Camper color mostaza. Era la repera. Llevaba ropa pseudohippy e iba a conciertos de cuerda y mercados medievales, pero cuando veía a alguien pedir por la calle y tú le dabas dinero decía: “Olivia, nos seas ingenua, esta gente no trabaja porque no quiere”.
—Sí, claro que escribo, pero las clases me quitan mucho tiempo.
Una familia india pasó por nuestro lado. El padre iba pegando voces con un paraguas gigante bajo el que se cobijaba toda la familia. La madre me golpeó con cien bolsas de Primark y se disculpó de forma muy respetuosa. Deseaba largarme de allí, pero no quería ser grosera. Claro que a Caitriona no le importaba serlo sometiéndome el tercer grado. Entonces entornó los ojos y puso morritos. El toque de gracia final.
—¿Y qué tal llevas… lo de tu divorcio? —preguntó con carita inocente.
Mi párpado derecho empezó a temblar. Esta era siempre la guinda final. La pregunta incómoda a la que nunca sabía qué responder. Otra persona, alguien mucho más valiente que yo, y con gran dosis de amor propio le habría dicho. “¿Sabes qué, Caitriona? ¿Por qué no te conectas a internet, a uno de esos chats para frikis y perdedores, buscas un tío tan soso y feo como tú y metes tus narices en sus calzoncillos en lugar de meterla en la vida de los demás?”.
Pero no lo hice. Ante todo, yo era una buena chica. Siempre iba a ser una buena chica y era mejor aceptarlo.
—Bien. ¡Entre el trabajo y las novelas apenas tengo tiempo de pensar! —Fingí una risita muy patética.
—Claro… claro… —respondió ella con condescendencia.
Pude ver al lado de su cabeza cómo se dibujaba un gráfico con nombres de mujeres que yo conocía. Olivia Marie Bennet estaba abajo del todo con un enorme cero como una casa y el pósit de una carita triste, indicando que era la mayor perdedora de toda Inglaterra.
—Me alegro de verte, Olivia. Y acostúmbrate a llevar paraguas con este tiempo, mujer. ¡Esto es Londres! Bye, bye! —dijo mirando mi lamentable aspecto y perdiéndose entre la multitud con su horrible paraguas.
¿Cómo es posible que yo, que soy una mujer adulta, inteligente y con un buen empleo, me deje avasallar por esta idiota?
Llena de rabia y avergonzada de mí misma continué mi camino imaginando a Caitriona Primrose Peters devorada por los zombis de The Walking Dead.
Capítulo 4
Un enorme cartel en la entrada de la facultad rezaba: Festival de las Letras 2016. Jane Ormond, la jefa de las limpiadoras, me abrió la puerta y, como buena ama de llaves que había sido en su juventud, no me hizo ninguna pregunta, ni miró descaradamente mi aspecto de refugiada de guerra. Hoy no había clases. Por motivo del festival todo el mundo tenía cosas que preparar. Las chicas de la limpieza estaban colocando mesas redondas donde el domingo pondrían centros de flores, ya que en ellas los escritores invitados firmarían sus ejemplares y los editores charlarían con los alumnos sobre sus manuscritos.
Este año, con motivo del festival, el tradicional árbol navideño había sido decorado con fotos, dibujos, citas y poemas que habían hecho los alumnos de sus autores predilectos. Había quedado muy original. Me sentí tan orgullosa de mis pequeños polluelos… Las hormonas del embarazo y el ambiente navideño hicieron que me emocionara un poco.
Jane Ormond se acercó a mí con gravedad en su rostro y, a pesar de que estábamos solas, me habló en susurros:
—En algunos han escrito cosas indecentes… —dijo en voz baja y mirando a ambos lados.
Me aguanté la risa. Jane era ya toda una institución en la universidad. Llevaba casi toda su vida trabajando aquí. Algunos alumnos la temían y todo el profesorado la respetaba. Seguro que tras su muerte su fantasma seguiría vagando por los pasillos, velando por la respetabilidad y el honor de la universidad.
Traté de calmarla. Le dije que no eran más que bromas inocentes, eran jóvenes y era Navidad. No era para tanto. Pero cuando me marché la vi junto al árbol recolocando algunos adornos y poniendo los pecaminosos bien escondidos.
Simon Curley, el joven jardinero, estaba recortando los setos, con la cabeza rapada bajo un gorro de lana negro, escuchando rap con sus cascos. Me llegó un ligero aroma a marihuana.
—¡Buenas tardes, profesora Bennet! —gritó, quitándose los cascos y esbozando una gran sonrisa.
Lo que daría por una calada… Pero colocarme con Simon en los jardines de la facultad era lo peor que podía hacer en estos momentos. Aunque estaba segura de que él aceptaría encantado, y que incluso me tiraría los tejos, pues lo había hecho en más de una ocasión.
El viejo y eficiente Owen estaba encerando el suelo y me previno antes de que resbalara. Pasé con cuidado por el enorme corredor principal. En las paredes de madera colgaban los retratos de todos y cada uno de los rectores y rectoras de la Universidad desde sus inicios. Había elegantes vitrinas con trofeos, medallas y fotografías de la graduación de los alumnos. Al entrar allí me sentía como en casa. Llegué hasta mi despacho y abrí el cajón donde estaban los relatos de mis alumnos. Eran siete. Fui a la sala de profesores a por un café bien cargado y un sándwich de rosbif de la máquina expendedora. Eran las dos de la tarde y la barriga me hacía ruidos. Ya que no quería comer por mí, al menos tenía que alimentarme por el bien de la alubia.
Me senté en el sillón de mi despacho cerca del enorme radiador y cogí el primer relato. Era de la dulce y preciosa Emily Greenleaf. Escrito en tercera persona cercana, ni una falta de ortografía, y argumentalmente perfecto. Pero carente de emoción. Era como un cóctel de autores que ella idolatraba: Jane Austen, las Brontë, E.M Forster… Y no tenía nada nuevo, nada que lo hiciera especial. La mayoría de los relatos eran iguales, llenos de palabras rimbombantes y frases cultas y profundas pero anodinos. Demasiado intelectuales para mi gusto. Debía ser objetiva y justa, pero estaba demasiado