Clara Núñez

Dame un respiro


Скачать книгу

Unas memorias adolescentes más o menos autobiográficas que habían sido número uno en las críticas del Times y The Guardian, y sorprendentemente para mí había sido un gran éxito de ventas tanto en el público joven como en el adulto. Lo escribí cuando aún estaba casada. Con las ganancias de los primeros años compré la casa de Notting Hill para Daniel y para mí.

      Aquel verano yo paseaba por el barrio después de hacer unas compras. Bajé por Ladbroke Road. Los cantos góspel de la pequeña parroquia que había en la esquina se escuchaban desde la calle. La comunidad que allí se reunía era mayoritariamente negra. Las mujeres se vestían con ropas muy elegantes y coloridas, y por las noches iluminaban la fachada de violeta, dándole un aspecto muy neoyorkino. Más abajo me encontré con un albergue para estudiantes y mochileros, la mayoría jóvenes recién llegados a Londres que vienen a buscarse la vida. Eso era lo más que gustaba de Notting Hill, que vivía mucha gente diversa.

      Caminé hasta el final de la calle, donde descubrí el coqueto pub Ladbroke Arms, cuya terraza siempre estaba abarrotada a esas horas —y que más adelante se convirtió en un segundo hogar para mi grupo de amigos— y crucé hasta llegar a una zona muy tranquila de casas elegantes con cuidados jardines y gatos caseros bien alimentados. La calle estaba en pendiente, por lo que aquella exclusiva zona residencial pasaba desapercibida a simple vista. Apenas se oía el ruido del tráfico de Holland Park porque los jardines privados amortiguaban el sonido. Era un pequeño pueblecito en mitad de Londres.

      En cuanto vi el letrero de Se vende me enamoré. Una encantadora casa victoriana de tres plantas, con enredaderas, buhardilla y jardín. Hyde Park estaba solo a diez minutos a pie —donde podríamos ir con los niños—, había varias guarderías y la zona comercial estaba muy cerca. ¡Dios mío! ¡Si hasta teníamos una comisaría de policía al lado! Concluí que era el sitio ideal para vivir. Entré e hice una oferta al dueño, aunque sabía que era un arrebato que lamentaría al llegar a casa. Era el lugar perfecto para formar una familia. Los niños jugarían en el jardín, yo escribiría en la buhardilla y Daniel podría tener su guarida masculina en el sótano para ver el fútbol con sus amigos. Necesitaba algunas reformas, pero no importaba. En el fondo compré esa casa en un intento desesperado por salvar mi matrimonio. Me aferré a la idea de que un precioso y cálido hogar resolvería los problemas que ya teníamos como pareja.

      A Daniel no le sentó nada bien aquella sorpresa. El que yo hubiera pagado la entrada de la casa sin su permiso y con mi dinero era una ofensa para su masculinidad. Pero acabó aceptando a regañadientes. Mientras los obreros hacían las reformas en la casa y arreglaban tuberías y goteras, las auténticas goteras de mi matrimonio crecían, hasta que la casa quedó perfecta y mi matrimonio en ruinas.

      Cuando una relación no funciona, no funciona. Aunque te vayas de viaje a París o compres una casa de cuento de hadas.

      Pero es muy fácil engañarse a una misma.

      Acabé pagando yo sola la hipoteca. Ya que la idea de comprar la casa fue mía, la abogada de Daniel se mostró inflexible en eso. Tras las reformas la casa quedó preciosa y me dio pena ponerla a la venta. Así que acabé mudándome sola allí, sin marido y sin hijos. Con mis plantas, mi máquina de escribir y un armario y una cama de matrimonio demasiado grandes para una soltera.

      Desde entonces había intentado escribir varias cosas, pero no terminaba ninguna. Ahora llevaba unas doscientas páginas de una nueva novela que sabía que terminaría abandonando.

      Sé que lo de escritora suena muy romántico y bohemio. ¿Qué escritor no ha oído alguna vez “¡A ver cuándo me pasas algo tuyo! ¡Me encantaría leerlo!”? En todos los años que llevo escribiendo no recuerdo una sola vez que alguien se haya leído una sola página de algo que le haya enviado. Bueno, quizás una página. Pero oye, que no pasa nada. Con el tiempo dejas de sentirte herida en tu ego de artista.

      Como escribir me daba vértigo decidí limpiar la casa. Restregué con tanto ahínco una mancha de vino tinto del parqué del salón que dejé un círculo más claro que el resto. Por suerte tenía varias alfombras —regalos de mi madre, todas en distintos tonos fucsias— con las que tapar aquel desastre. Esa noche necesitaba tranquilidad por encima de todo. Una lasaña casera y una buena película. Desconectaría el teléfono y me tumbaría en el sofá. Como decía Escarlata O´Hara: “Después de todo, mañana será otro día”.

      Capítulo 3

      A pesar de que llovía tuve que salir a la calle a comprar los ingredientes para la lasaña. Mi nevera estaba vacía. Solo había medio cartón de leche, dos yogures y un trozo de queso gruyer con pinta sospechosa. En la despensa: un paquete de porridge y un bote de Marmite que compré cuando mis padres me visitaron la primera vez y que jamás había vuelto a abrirse. Mi padre era uno de esos ingleses de pura cepa que siempre se toman una tostada con Marmite por las mañanas. Yo jamás he entendido cómo hay gente a la que le gusta ese engrudo con sabor a alquitrán. Pero los ingleses somos un poco así. Una peculiar mezcla entre lo rancio y tradicional y lo ultramoderno. Y Londres era igual. Pasabas de los rascacielos de La City y jóvenes trajeados a toparte con una viejísima pero entrañable cottage donde un señor de ochenta años cuida su jardín.

      Hice una parada en la tienda paquistaní del final de la calle y le compré un par de latitas gourmet a Darcy. Tal y como lo había ignorado durante más de una semana debido a mi constante estado de pánico se merecía los mayores mimos. Aquella iba a ser nuestra noche, los dos solos disfrutando de una sesión larga de manta y la serie de Orgullo y Prejuicio de la BBC, donde rebobinaría doscientas veces para ver a Colin Firth salir empapado del lago.

      Agarré las llaves antes de salir de casa y mi segunda reacción fue abrir el cajón de la cómoda del salón y sacar mis guantes y mi gorro de lana de color turquesa. Pero entonces recordé lo que había también en ese cajón y mi estómago se llenó de una especie de líquido espeso y grisáceo, como cemento. Fui a mi dormitorio y agarré otro juego de guantes y gorro que me había comprado mi madre la Navidad anterior. No me gustaban porque eran terriblemente infantiles, con lazos adornados con diamantes de imitación. Pero me los puse a regañadientes.

      El primer sentimiento que a uno le viene a la mente cuando le hablan de un divorcio es la tristeza. Pero no es eso. Es algo mucho peor. Es el sentimiento del más absoluto fracaso. Tu mente no puede asimilar que has pasado diez o quince años de tu vida con alguien que estaba destinado a ser un agujero en tu álbum de fotos. Y lo que más te duele es que esa persona forma parte de tu vida, de momentos muy importantes, y los recuerdos no se pueden borrar. Entonces te encuentras frente a un dilema. ¿Era feliz de verdad o era solo una quimera? ¿Viví todos esos años una mentira? ¿Era yo la única enamorada en esa relación? Y lo más corrosivo de todo, la pregunta que se repite en tu cerebro noche tras noche tras noche al meterte en la cama: ¿Cómo pude estar tan ciega? ¿Cómo soy tan lista para unas cosas y tan estúpida para otras?

      Lo primero que hice cuando me separé del Innombrable fue algo infantil y universal: tirar todas sus cosas. Estaba atravesando la fase uno: la ira. Pero no solo eso, también decidí deshacerme de todas las cosas que me recordaban a él, que me di cuenta de que eran casi todas. Incluido un feo imán con forma de nutria de una gasolinera que le dieron a Daniel por repostar allí y que yo le robé de la guantera para recordar nuestra primera cita. Yo tenía veintiocho años y él treinta y cuatro. Su aspecto algo descuidado, de chico rebelde, su risa y lengua mordaz me cautivaron enseguida. Daniel era un seductor nato. Pero lo hacía sin descaro, con pequeños detalles, para que casi no te dieras cuenta de que ibas cayendo en sus redes. Y que hubiera puesto sus ojos en mí, teniendo una fila de veinteañeras suspirando por él, le dio un chute a mi autoestima de antigua adolescente gordita.

      Aquel día no fuimos a ningún lugar bonito ni romántico. Pero yo estaba tan atontada mirando sus ojos negros que no me importaba ver pandillas de adolescentes pasándose porros o caminar por túneles subterráneos llenos de grafitis, porque Daniel sujetaba mi mano con fuerza. Hice unas cuantas fotografías con mi Polaroid y luego fuimos a por unos kebabs. Los comimos en el coche y Daniel puso una emisora nostálgica para treintañeros. Se quitó la chupa de cuero y me inundó su olor, masculino e intenso. Entonces, me atrajo hacia