Clara Núñez

Dame un respiro


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a Daniel Larkin.

      Al poco de mudarme a Notting Hill, Sharon me visitaba con regularidad. Tenía miedo de que no me alimentara bien. Siempre venía con exquisiteces de Marks and Spencer y alguna estrafalaria prenda de ropa de Camden para animarme. Ropa que yo jamás me ponía, por supuesto.

      Una tarde me tocaba colocar los libros en las estanterías del salón y Sharon me ayudó, sin parar de pedirme libros prestados, cuanto más profundos y gordos, mejor —que nunca se leía, pero yo siempre se los dejaba—. Al cabo de dos horas de trabajo mecánico Sharon sugirió ir a cenar al pub del Soho, con Jason, Ingrid y los demás. En el bolso rosa de peluche llevaba dos libros míos y el hombro derecho se le caía hacia abajo por el peso. Mi amiga era muy menuda y el novelón de dos tomos de Los Miserables pesaba mucho más que ella.

      —Oli, sabes que estamos a menos ocho grados, ¿verdad? —me preguntó mi mejor amiga al verme salir sin guantes y sin gorro. Algo que yo jamás haría.

      Ella llevaba su minifalda de quinceañera, esta vez una de cuadros escoceses, pero unos gruesos guantes de lana y un gracioso gorro de lana de colores con una borla en la punta.

      —¿Y tu gorro y tus guantes? —dijo con esa mirada maternal que últimamente me dedicaba.

      —No puedo cogerlos —respondí sin mirarla.

      Sharon se cruzó de brazos.

      —Están guardados en un cajón que no puedo abrir, ¿de acuerdo?

      Mi amiga me miró con interés.

      —¿Por qué? ¿Está roto?

      —No, simplemente no puedo abrirlo —le respondí entre dientes y a punto de mandarla a hacer puñetas. Pero me obligué a no enfadarme porque me había estado ayudando a quitarles el polvo a los libros toda la tarde de aquel domingo lluvioso en lugar de estar en el sofá con su novia viendo películas bajo la misma manta.

      —Entiendo… —dijo con una sonrisa irónica.

      Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Darcy enseguida apareció, bostezando, intuyendo que yo no me encontraba bien. Sharon se sentó al lado y mi gato se subió sobre ella, buscando atención.

      —Hay algo en él que no quiero ver y cada vez que lo abro me hace sentir mal. Es un libro y una pulsera que me regaló Daniel en nuestra luna de miel. Los guardé allí el día de la mudanza y no los he vuelto a sacar. Están dentro de una bolsa, pero aun así no puedo ni mirar la bolsa. Debes pensar que estoy loca.

      —Para nada. Tiene mucho sentido —dijo mi amiga encendiendo un cigarro.

      La lluvia se hizo más intensa y se veía a varias personas pasar por la calle tapándose con periódicos o refugiándose en los portales. Los domingos lluviosos Daniel y yo solíamos ver películas antiguas y pedir comida china.

      Hice un gran esfuerzo por no llorar.

      —Sé que debería sacar la bolsa y tirarla o regalarla. Pero el día que la mire y no sienta que me quedo sin aire significará que lo he superado. Es como la prueba de oro definitiva.

      Sharon dio una gran calada al cigarro y se cruzó de piernas. Llevaba una pequeña carrera en las medias verdes.

      —Yo tiré una aspiradora de cuatrocientas libras. Mi novia por esa época, Carmen, la pintora exheroinómana portuguesa, me acompañó a comprarla cuando vino a Londres a verme, porque yo no entiendo mucho de aparatos, ya lo sabes. La llevó a mi casa en coche. Y esa noche fue la primera noche que… bueno… Ya sabes.

      La mirada de mi mejor amiga se perdió en un lugar remoto de su mente. Entonces supe que las relaciones pasadas se superan, pero jamás se olvidan. Yo superaría mi divorcio, pero de vez en cuando el recuerdo del Innombrable me seguiría afectando.

      Carmen había sido el primer amor de Sharon. Se conocieron en Italia, cuando Sharon estaba allí estudiando de Erasmus en último curso de Antropología. Carmen era la anfitriona de una rave en una casa de campo, tenía diez años más que Sharon y mucha más experiencia que ella. No era guapa, pero sí muy sensual, de piel morena y cuello esbelto, con el pelito corto y rizado, y nunca llevaba sujetador. Siempre llevaba los labios pintados de rojo, así como las uñas, y un collar de perlas auténticas decoraba su pecho moreno. Fue la primera mujer con la que se acostó. Estaba locamente enamorada de Carmen, tanto, que se mudó a vivir con ella a Roma cuando solo llevaban saliendo un mes. Pero una vez allí la atracción de Carmen hacia ella se esfumó. La dejaba sola muchos días y más que su novia se comportaba como si fueran compañeras de piso. Invitaba a amigos a casa sin avisarla y se comía toda la comida sin comprar más. Sharon se sintió sola y triste en un país que no era el suyo y se maldijo a sí misma por ser tan ingenua. Una noche Carmen se llevó a una chica a casa y le propuso a su novia hacer un trío. Sharon estaba agotada de trabajar en un andrajoso restaurante todo el día y de ocuparse de las tareas domésticas porque Carmen se pasaba el día pintando o de juerga.

      —Una mañana me miré al espejo y no reconocí a la persona que tenía delante. Entonces hice la maleta y volví a Inglaterra. Pensé que todas las relaciones serían así. Cuando conocí a Ingrid tenía miedo de dejar de ser yo misma, de volver a pasar por lo mismo, pero la vida con Ingrid es tan sencilla, Oli… Yo soy muy independiente, ya lo sabes. Cuando nos fuimos a vivir juntas pensé que se iría todo a la mierda, pero no fue así. Fue todo tan natural… Ingrid es tan genial… Sé que a veces da miedo con esas pintas de “reina del hielo” que tiene, pero es un encanto, nunca se enfada por nada y tiene pequeños detalles como dejarme pósit con mensajitos por toda la casa o golosinas dentro de mi bolso. Es tan mona.

      Le dediqué a mi amiga la mejor sonrisa que encontré.

      —Lo siento, Oli. Tú estás fatal por lo de Daniel y yo presumiendo de novia.

      —No seas tonta.

      Agarré a Sharon de la mano.

      —Ayer llené una bolsa de basura entera con cosas que me recordaban a Daniel y las guardé en el trastero. Libros que me regaló, toda la ropa que me puse en nuestras primeras citas, película que vimos juntos, platos y copas en los que él había comido, la manta del sofá y un osito Teddy porque la primera vez que vino a mi piso de soltera lo puso delante de su cara y empezó a poner voces graciosas. Mi madre me dijo “¡Olivia! ¿Han entrado a robar en tu casa?”. Y yo pensé, sí. Me han robado la dignidad y la ilusión de vivir.

      Tras unos segundos más de silencio, Sharon se levantó del sofá y me ofreció la mano. Yo casi había olvidado que mi amiga estaba allí.

      —Venga, vamos a emborracharnos.

      * * *

      Ya estaban abiertos los puestos del mercado de Portobello Road y aproveché para comprar naranjas y tomates. Llevaba puesto un feo chubasquero azul oscuro y unas botas de caucho verdes. Mi madre me habría matado al verme de esa guisa, pero la capucha me tapaba el pelo sucio —y el feo gorro fucsia—, lo que me recordó que también debía comprar champú. Además, cuando llueve la gente se fija menos en los demás y yo no tenía ganas de entablar conversación con nadie.

      —¿Olivia?

      Me giré con tal fuerza al reconocer aquella voz que casi me disloqué el cuello, y tiré varias manzanas del puesto de Mark y Julie, que me disculparon sin problema, pues les compraba tanto género y hablaba tanto con ellos de mi vida que eran prácticamente mis segundos padres.

      Henry O´Donnell, profesor de Historia de mi universidad, en mi barrio, a las once de la mañana. Con su cabello azabache, sus gafas de pasta, su chaqueta de pana y su bandolera cruzada, era la imagen andante del típico guaperas intelectual. Solo que él era auténtico, no impostado, como todos esos jóvenes modernos que pululan por el Soho, con gafas sin graduar, pajaritas de colores y patillas al estilo The Beatles. Tenía treinta y dos años. Era de Dublín y prácticamente acababa de aterrizar en Londres.

      —Henry, ¿qué haces tú por aquí?

      Esto no podía estar pasando…

      —Perdido. No encuentro