RUIZ JUSUÉ
Don Teodoro nació en Barcelona (España) el 27 de diciembre de 1917. Pasó buena parte de su infancia y juventud en Reinosa, donde su familia siguió viviendo cuando él marchó a Valladolid para hacer sus estudios de Derecho.
En esa época, estalló la Guerra Civil española, un drama que marcó con su huella a toda una generación de jóvenes. José Orlandis, que lo conocería en años sucesivos, trazó un perfil de la figura de Teodoro Ruiz, tras su fallecimiento en el año 2001 en Palma de Mallorca. Entre otras cosas, apuntó las consecuencias de esa guerra en la generación de Teodoro: «De los 68 estudiantes de Derecho que componían, en 1936, el curso de Teodoro en la Universidad vallisoletana, sólo 14 quedaban con vida, cuando, en 1939, volvieron a abrirse las aulas».
Es de destacar uno de los momentos que Teodoro tuvo que afrontar en plena guerra civil, habiendo llegado hasta las puertas de la muerte. Cuenta José Orlandis:
El 18 de julio de 1936 sorprendió a Teodoro de vacaciones con su padre y hermana en una hostería de las montañas de Cantabria. A los pocos días, una partida de milicianos se presentó allí a practicar un registro y en el bolsillo de la chaqueta del joven Teodoro apareció un carnet y unas octavillas comprometedoras.
—¡Hemos cazado a un pez gordo! —clamaron los milicianos, anunciándole que iban a fusilarle inmediatamente—. Pero, para que se vea que somos unos caballeros —le dijeron—, dinos cuál es tu último deseo, que te concederemos lo que nos pidas.
—Me gustaría tomar una taza de chocolate —fue la desconcertante respuesta del condenado.
Según confesó después más tarde, fue lo primero que se le ocurrió para ganar unos instantes y prepararse a “bien morir”.
Pero en aquellos enloquecidos meses de verano de 1936, podían suceder las cosas más insospechadas. Y así ocurrió en esa ocasión. Mientras el pelotón de milicianos se llevaba a Teodoro al comedor para preparar la taza de chocolate, uno de los cabecillas se quedó en la habitación vigilando al padre de Teodoro. Pronto, por el acento, advirtieron —prisionero y vigilante—, que ambos eran asturianos, oriundos de dos valles vecinos, y hasta tenían amigos comunes.
—¿Por qué vais a matar a ese pobre muchacho que habrá podido hacer una chiquillada, pero que de pez gordo no tiene nada? —se atrevió a insinuar el afligido padre.
—Déjalo de mi cuenta —respondió el miliciano.
Mientras Teodoro apuraba su taza de chocolate, advirtió que los milicianos hablaban entre sí y, sin más aviso, montaban en los coches y desaparecían. Por puro milagro, había salvado la vida.
Quedaban aun años de Guerra Civil, en los que la modesta carrera militar de Teodoro no pasó del ascenso a cabo.
Cuando por fin llegó la paz, se reavivó el natural deseo de terminar cuanto antes la carrera y abrirse un camino en la vida.
Cuando yo le conocí, Teodoro tenia novia formal, y decía sentirse ya harto de aventuras. Pero se equivocaba totalmente, porque sería Dios el que se encargaría ahora de complicarle la vida[5].
Al acabar la Guerra Civil española, se extendió el apostolado del Opus Dei a Valladolid, Zaragoza y Barcelona, tres ciudades universitarias que ofrecían posibilidades de conocer a jóvenes que entendieran el mensaje del Opus Dei.
El 30 de noviembre de 1939, el fundador y Ricardo Fernández Vallespín viajaron a Valladolid. Habían llevado consigo una lista de estudiantes, amigos de gente conocida en Madrid. El plan consistía en hablar con todos los que pudieran sobre los ideales y la formación espiritual que ofrecía el Opus Dei.
Por la mañana el Padre[6] dirigió la meditación. Se centró en la llamada de Cristo a los apóstoles: «Nos encontramos en Valladolid —comentó— para trabajar por Jesucristo, luego ya hemos tenido éxito en nuestra empresa. Si no consiguiéramos ver a ninguno de estos muchachos, no por eso nos consideraríamos fracasados».
De hecho todos los jóvenes que tenían en su lista, salvo uno que no estaba en la ciudad, se presentaron en el Hotel Español, donde se habían alojado. Escrivá habló con ellos del amor a Dios, de santificar sus estudios y de ayudar a sus amigos y parientes a acercarse más a Cristo.
Al cabo de un par de meses, el 27 de enero de 1940, el fundador, Álvaro del Portillo, Francisco Botella y Vicente Rodríguez Casado volvieron a Valladolid en un auto de segunda mano que se averiaba con tanta frecuencia que llegaron a la ciudad hacia las 3 de la madrugada.
Se alojaron en el Hotel Español. Allí, en una habitación, se reunió un grupo de jóvenes. Entre ellos había uno de veintidós años que estaba terminando Derecho, llamado Teodoro Ruiz Jusué, que había ido con su amigo Juan Antonio Paniagua, estudiante de Medicina. Todos los jóvenes convocados mostraron interés por la presentación que hizo Portillo del mensaje del Opus Dei, por una charla de Francisco Botella sobre la importancia del trabajo profesional, y por otra exposición de Rodríguez Casado acerca de la vida de los primeros cristianos.
Pasado el tiempo, Teodoro rememoraría así su primer encuentro con el Padre: «Apenas iniciadas las presentaciones, enseguida tomó la palabra nuestro fundador para explicar el motivo de su presencia en Valladolid y las principales características de la labor apostólica que se trataba de realizar. Comenzó diciendo que había que ser cristianos de verdad, y nos dio una explicación de qué significa vivir en serio la vida cristiana. Hoy nos parece muy claro y lo vemos hasta lógico, pero en aquella época constituía una novedad absoluta, porque se daba entonces mucha importancia a las manifestaciones externas de piedad, y quizá se descuidaba la importancia de trato personal de cada alma con Dios».
La idea de cultivar una vida interior de relación personal con Cristo mediante la oración y el sacrificio era novedosa, pero más lo era el mensaje del Opus Dei sobre el trabajo profesional: medio para alcanzar la santidad y hacer apostolado, y ámbito de práctica de virtudes como la laboriosidad, la lealtad, el compañerismo y la alegría. Era la primera vez en su vida que Teodoro oía hablar de que Dios contaba con sus luchas diarias, con el estudio del Código Civil y con su amistad para llevar la redención de Cristo a muchos hombres y mujeres.
El trato con Álvaro del Portillo fue una de las cosas que más influyó en él para que admirara y siguiera ese camino de santidad que es el Opus Dei. A propósito de él, y a modo de muestra, don Teodoro recogería en sus recuerdos, años más tarde: «Cuando volví de traer a un amigo, estaba Álvaro hablando con detalle de la vida de piedad que se vivía en esa labor de apostolado, insistiendo en el trato con Dios a través de la oración y de los sacramentos. Una vida espiritual intensa, pero procurando no hacer cosas raras, sin llamar la atención, sin ostentaciones. Una piedad sólida, pero evitando actuar cara al exterior. Que esto lo aconsejara un sacerdote, ya era una novedad; pero que lo dijera un señor normal y corriente que estaba acabando Ingeniería de Caminos —en España, por entonces, era la aristocracia universitaria—, le hacía ir a uno de sorpresa en sorpresa».
En medio de tantas y tan diversas actividades, Álvaro se comportaba con una grande y normal naturalidad que, sin embargo, traslucía presencia de Dios, unidad de vida en cualquier circunstancia, madurez espiritual. A Teodoro, en su primera conversación con él, le sorprendió también la soltura, aplomo y espontaneidad con que un estudiante de ingeniería hablaba de la oración y de los sacramentos, sin superficialidad ni beaterías. Sus palabras resultaban convincentes, atractivas, novedosas. Sobre todo, porque se intuía que no se trataba de algo teórico, sino de vivencias personales. Comentaba don Teodoro: «Se veía que era hombre de fe práctica y firme, que se alimentaba con una piedad recia, a base de mucha oración y sacramentos y de una tierna devoción a la Santísima Virgen».
En aquellas reuniones se hablaba de hacer ciencia, aportando algo nuevo a lo que ya habían estudiado otros; y se hacía mucha referencia, al mismo tiempo, a la vida de los primeros cristianos. «Oyendo aquello —comentaba don Teodoro— nos dábamos cuenta de que conocíamos algunas anécdotas de los primeros cristianos, pero se nos escapaba lo fundamental: los primeros cristianos vivían el Evangelio porque lo tenían bien aprendido, con un espíritu,