los apostolados del Opus Dei. En febrero de 1945, san Josemaría estuvo en Portugal, y visitó a sor Lucia, quien le expresó al fundador del Opus Dei su deseo de que comenzara la labor de la Obra en Portugal. Él, que ya había pensado en empezar, pero no de un modo inmediato, le pidió que contribuyera, con sus oraciones, a preparar el camino para que esa empresa sobrenatural tuviera éxito. Con el tiempo se demostró que lo hizo. El propio fundador reconoció, años después: «Sor Lucia fue instrumento del que se valió el Señor para que el Opus Dei comenzara su labor en Portugal». Y, como se ve, también lo fue para que comenzara en Colombia.
Esta y otras intervenciones de diversas personas, motivaron que, en ese mismo año 1951, el fundador planteara a don Teodoro, que residía en España, su traslado a Colombia para iniciar allí la labor apostólica. Él mismo recogería más tarde en sus recuerdos: «La noticia de preparar los papeles para marchar a Colombia me debió de llegar a principios del año 1951. Lógicamente lo primero que hice fue buscar información sobre el país en la Enciclopedia Espasa, y así me enteré de que era el país de las esmeraldas, producía el mejor café del mundo, y su capital, Bogotá, era llamada “la Atenas de Suramérica”».
En efecto, desde el siglo XIX varios historiadores y escritores le habían puesto a la ciudad ese título o apelativo. Aun así, el mérito de la frase parece haber sido del filólogo español Marcelino Menéndez Pelayo.
La extensión del país era de un millón y pico de kilómetros cuadrados —continuaba don Teodoro su relación de datos sobre su nuevo destino—, y quince millones de habitantes aproximadamente. Religión católica y, como régimen político, una república democrática bipartidista. Estas fueron mis primeras noticias sobre Colombia.
Pocos días antes de salir para Colombia, pude conocer, en la Residencia de La Moncloa, al padre Rafael García Herreros, sacerdote eudista; en 1950 había creado un programa radial —“El Minuto de Dios”—, que años más tarde se haría famoso en televisión. El sacerdote pasaba, entonces, por Madrid. No desperdicié la oportunidad de hablar largo y tendido con él.
Otro día, Juan Larrea[10] me hizo llegar la ficha de un compañero de estudios suyo, colombiano, Francisco Pérez, hijo del embajador de Colombia ante la Santa Sede, Y, finalmente, a través de un amigo mío de Granada, supe de un amigo suyo que se encontraba en Colombia: Miguel Alexiades. Estos fueron los datos y referencias que logré reunir antes de marchar a mi nuevo destino.
Por otra parte, por aquellos días, cuando leía los periódicos buscaba con mucho interés noticias de América y, de ser posible, de Colombia. Un día, apareció en el ABC una nota necrológica, dando cuenta del fallecimiento en Bogotá de un gran hispanista, don José Joaquín Casas Castañeda, político, escritor y educador colombiano, que había sido durante muchos años ministro plenipotenciario de Colombia en Madrid en los años treinta. El periódico daba el pésame a los hijos del difunto, y en especial a don Efraín Casas Manrique, que entonces era el Encargado de Negocios de Colombia en Madrid. Recorté la noticia, con el ánimo de expresarle mi condolencia cuando me lo encontrara en alguna de mis frecuentes visitas a la embajada colombiana por aquellos días. Y así surgió el contacto con la familia Casas Manrique, que habría de tener decisiva importancia para los comienzos de la labor en Colombia. Don Efraín me agradeció mucho el pésame y me pidió el favor de llevar algunas cartas y objetos para sus hermanos en Bogotá.
Mientras tanto, don Josemaría venía consagrando todas sus energías a la formación de sus hijos e hijas y a sus tareas como padre de esa familia en crecimiento que era la Obra. Pensaba en los que pronto irían a otros países —Colombia entre ellos—, en la instalación de una amplia residencia de estudiantes en Londres, y en otros proyectos, como la posible creación de una Universidad en España... Continuamente echaba a volar su imaginación, soñando con iniciativas apostólicas.
EL MOMENTO DE PARTIR
El 11 de octubre, durante su estancia en España, después de haber renovado la consagración del Opus Dei al Corazón Inmaculado de María, en los santuarios de Lourdes y de El Pilar, el Padre bendijo a don Teodoro, a punto de partir hacia Colombia. Se encontraron en Diego de León.
Fue una despedida muy emocionante —contaba don Teodoro—: el Padre me dio un gran abrazo, de aquellos tan entrañables que él sabía dar, y a continuación la bendición para el viaje. Estábamos en su habitación e inmediatamente después de bendecirme se acercó a la cama; sobre la cabecera había un Crucifijo de marfil, lo descolgó y dijo:
—Toma. Es para Colombia.
Luego, se dirigió a la estantería, cogió unas obras de san Agustín, en dos tomos encuadernados en cuero rojo, y me los entregó diciendo:
—Esto para empezar la biblioteca de Colombia.
Después, abriendo un cajón del escritorio del despacho, sacó un reloj antiguo, que debía de ser del Abuelo[11], y me lo entregó. Pasamos después a la habitación de tía Carmen[12], para despedirme de ella y, en un determinado momento en que la cosa se puso un poco tierna, nuestro Padre se acercó a la cabecera de la cama de tía Carmen y, descolgando un cuadrito en cobre de la Virgen, me lo entregó diciendo:
—Toma. Esto te lo regala Carmen para Colombia, ¿verdad Carmen?
—Ya no quiero conocer a nadie más —le respondió ella con un mohín de disgusto—, porque se les conoce, se les toma cariño y luego te los llevas por ahí lejos.
Por último, después de “la protesta” de Tía Carmen, el Padre mandó llamar a Andrés Rueda, que era entonces el Administrador General de la Obra para que le entregara todo el dinero que pudiera. Y después de rebañar convenientemente la caja reunió 50 dólares (dos billetes de 20 y uno de 10): ese fue todo el capital que se llevó don Teodoro para comenzar la labor en Colombia. A cambio, entregó todas las pesetas que tenía, puesto que esa moneda ya no le iba a servir en el nuevo país.
Era, humanamente hablando, una locura; una locura que hundía sus raíces en el Evangelio; una locura bendecida por la Iglesia; una locura muy sobrenatural, muy divina... ¡pero una locura al fin y al cabo! Pero, comentaba otro de los pioneros, Antonio Rodríguez Pedrazuela, iniciador de la labor del Opus Dei en Centroamérica: «El Padre confiaba en Dios y en nosotros; y a pesar de nuestra inexperiencia se apoyaba en nuestro espíritu de iniciativa y en nuestra disponibilidad para hacer las maletas y plantarnos en las antípodas. No le importaba nuestra juventud; al contrario: se hacía a nuestro modo de ser —unos veinteañeros llenos de vida—, y se rejuvenecía a nuestro lado. ¡Jamás nos trató como a unos muchachitos! Con fortaleza y paciencia, nos ayudó a forjar el carácter, y nos fue contagiando su sed de Dios y su afán por llevar el mensaje de Cristo a todos los sitios, a todas las almas»[13].
El Padre les decía: «No vamos a enquistarnos en un país. Vamos a fundirnos. Si no, no va: porque lo nuestro no es hacer nacionalismo, es servir a Jesucristo y a su Iglesia santa».
Habría que adaptarse a las costumbres del país en la comida, la bebida y el vestido y el no hacer propaganda del propio país.
No se trataba de expediciones apostólicas numerosas, sino de una, dos o tres personas que se trasladaban a un lugar, a veces a continuar sus estudios, otros a trabajar en su profesión, y siempre a conocer personas y abrir camino. Todo se hacía con absoluta llaneza y naturalidad. Ni la más mínima sombra de solemnidad. Por eso, explicaba el Padre a sus hijos, «no existe la dispersión ni el alejamiento; se sigue formando una apretada familia: Nosotros no nos separamos nunca, aunque físicamente estemos lejos unos de otros. Los que os marchéis ahora dejaréis aquí un pedazo de vuestro corazón, pero dondequiera que se halle uno de vosotros, allí estaremos los demás, con toda nuestra ilusión por acompañarle. No nos decimos adiós, ni siquiera hasta luego; continuamos siempre consummati in unum». Era una realidad que todos los pioneros experimentarían. La mañana del viernes 12 de octubre, después de ultimar los preparativos de maletas, etc., y antes de salir para el aeropuerto de Barajas, don Teodoro fue a Diego de León para despedirse del Padre y recibir sus últimas recomendaciones. Años después, evocando ese emotivo momento, contaba:
Me entregó varios libros que cogió de su biblioteca