de explicar la teoría, los miembros de la Obra pedían a sus nuevos amigos que la pusieran en práctica invitando a otros a venir al hotel. Teodoro y los otros así lo hicieron; al mismo tiempo, sus amigos salieron y volvieron llevando a otros consigo. Pronto el hotel estuvo abarrotado.
A pesar del número, el Padre habló con cada uno de ellos al menos durante unos momentos. El primer encuentro del joven Teodoro con el Padre sólo duró unos diez minutos, durante los cuales empezó preguntándole por sus estudios y le sugirió que pensara hacer el doctorado y seguir una carrera de enseñanza, pues le abriría muchas puertas para hacer apostolado. Luego dirigió la conversación hacia la vida espiritual. Le dijo: «Quisiera hacerte algunas preguntas que, a lo mejor, podrían ser incómodas. Si no quieres, no hace falta que me contestes».
Era un detalle de delicadeza y de respeto a la libertad que san Josemaría solía tener en el trato con quienes se acercaban a él para tener dirección espiritual. «La primera pregunta —sigue don Teodoro— era sobre frecuencia de sacramentos; la otra versaba sobre posibles compromisos afectivos del corazón. Ocasión que aprovechó, con gran sentido sobrenatural, para insistir en la importancia de la comunión frecuente y de vivir los amores de la tierra noble y limpiamente. No recuerdo que me dijera nada más, pero sí tengo muy grabada la impresión que me dejaron aquellas pocas palabras, tan certeras y atinadas, de un sacerdote que me acababa de conocer hacía apenas un rato».
Varios de la Obra viajaron a Valladolid en febrero y marzo de 1940. Entre visita y visita escribían a los estudiantes que habían conocido. El 3 de marzo, durante un largo paseo por la ciudad, Francisco Botella explicó a Teodoro: «Mira: las actividades apostólicas en las que has participado no son simplemente el resultado del celo de un sacerdote y de unos pocos entusiastas. Son las actividades de una institución querida por Dios a la que el Padre y nosotros hemos dedicado la vida. Y a ti, ¿te llama Dios a entregarte a Él?».
Teodoro habló con el Padre esa misma tarde sobre su posible vocación. El fundador le sugirió que buscara el consejo de Nuestro Señor en la oración. «Mira —le dijo—, lo único que puedo hacer es encomendarte y pedir a Dios que te ilumine y te ayude a acertar. Si quieres, mañana asistes a mi misa y encomiendas el asunto; yo también lo encomendaré».
«Padre, estoy preparado para lo que haga falta», le dijo Teodoro después de misa.
Y ese día, 4 de marzo de 1940, pidió incorporarse al Opus Dei. Fue una de las primeras personas que pidieron la admisión en Valladolid. Escrivá le entregó un crucifijo para llevarlo siempre consigo en el bolsillo.
Llegó un momento en que ya no era posible reunirse en aquella pequeña habitación de hotel. Entonces, el Padre encargó a José Luis Múzquiz que buscara un piso en el que se pudiera realizar mejor la tarea apostólica que comenzaba. El padre de Teodoro Ruiz tenía un local sin alquilar: un piso vacío, pequeño y modesto, contiguo a su casa.
Según el testimonio de un amigo que conocía a la familia Ruiz Jusué, el padre de Teodoro había reservado ese piso para su hijo, que estaba terminando Derecho, con el deseo de que pronto contrajese matrimonio y viviera al lado —pared con pared— del domicilio paterno[7].
Pero entonces, Teodoro le propuso disponer de ese piso para instalar el Centro de la Obra. Su contestación fue lacónica: «¡De ningún modo!».
Era que había tenido una mala experiencia con los estudiantes que acababan de abandonarlo. Teodoro no replicó, pero acudió a los ángeles custodios, porque no veía otra salida para convencer a su padre. Inesperadamente, el mismo día, un rato después, le oyó decir: «Bueno, si se trata de unos chicos formales, adelante».
El Padre bendijo el piso el 2 de mayo de 1940, después de haber celebrado la Santa misa en una capilla de la Catedral. El espacio era mínimo; las circunstancias pusieron nombre al inmueble recién estrenado: “El Rincón”. Solamente tenían seis sillas por mobiliario. No había oratorio, pero pusieron una pequeña imagen de la Virgen en una repisa del cuarto de estar. Por las tardes, unos cuantos se reunían allí para estudiar. Interrumpían el estudio para hacer un rato de oración mental, sentados en torno a la imagen de Nuestra Señora, entre silencio y silencio uno de ellos iba leyendo puntos de Camino.
El 2 de octubre de 1940 hicieron la incorporación definitiva al Opus Dei Amadeo de Fuenmayor, José Orlandis, Fernando Delapuente, Francisco Ponz y Teodoro Ruiz, en presencia del Padre. En esa ocasión el Padre los sorprendió con esta pregunta: «Y si yo me muero esta noche, si os quedarais solos cualquier día, vosotros, ¿qué?, ¿seguiríais con la Obra?». Superada la sorpresa por lo inesperado de la pregunta, cuenta Francisco Ponz, «la respuesta emocionada y un tanto balbuceante —porque estábamos seguros de nuestra inutilidad, pero también de que por medio andaba el empeño de Dios— fue que sí, que haríamos desde luego cuanto estuviera en nuestras manos para que el Opus Dei siguiese adelante».[8]
Teodoro terminó sus estudios universitarios con brillantez, lo que le llevó, luego, al doctorado y a opositar a una cátedra universitaria. Se trasladó a Madrid a principios de 1941. Vivió con el fundador en el centro de la calle Diego de León. En el curso 1941-1942 fue Director de la residencia de Jenner. Entre los años 1941 y 1944 fue colaborador del Instituto Francisco de Vitoria del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y profesor ayudante de la cátedra de Historia de la Iglesia y Derecho Canónico de la Universidad Central.
El 1 de octubre de 1943, después de meses de obras, abrió sus puertas la Residencia de estudiantes la Moncloa. El primer Director fue Teodoro Ruiz. El 25 de junio de 1944, fue testigo presencial de la ordenación de los tres primeros Numerarios. En 1945 dirigió el Centro de la calle Españoleto. Ordenado sacerdote el 29 de septiembre de 1946, fue, durante varios años, prácticamente el único sacerdote del Opus Dei en Andalucía.
Aparte de las ocupaciones que le suponían los encargos en la Obra, Teodoro continúo su labor intelectual. Consta que entre 1944 y 1948, publicó dos artículos en revistas científicas[9].
Viajó a Roma en julio de 1947, y permaneció varias semanas en el Pensionato, a donde habían comenzado a trasladarse a vivir los de la Obra desde Città Leonina. Durante esas semanas dictó clases de latín a los que vivían allí.
Y llegó el día, en 1951, en el que el fundador le planteó el desafío de una nueva aventura: le preguntó si estaría dispuesto a marchar a Colombia para iniciar allí, él sólo y sin dinero, la labor del Opus Dei. Si ya se había entregado a Dios y si ya se había comprometido también con el Padre a hacer lo que hiciera falta por sacar adelante la Obra, no se iba a echar atrás a la hora de enfrentar lo desconocido.
Cuando emprendió su viaje a Colombia, este joven sacerdote contaba con 33 años, pero dentro de la Obra podía considerarse como uno de los mayores, dada la gran juventud de la casi totalidad de sus miembros.
Desde el primer momento de su llegada a Bogotá, don Teodoro se hizo muy colombiano. Dejó constancia de ello Joaquín Madoz, quien de paso para Quito, en octubre de 1954, pasó quince días en Bogotá. Fruto de esos días de convivencia con don Teodoro, concluyó: «Conoce más cosas del temperamento y de la geografía, de las costumbres y de la sociedad colombiana, que todos los nacionales nacidos y por nacer». Habían pasado solo tres años desde su llegada a Colombia, pero se había metido tan a fondo en su misión, se había tomado tan en serio el encargo recibido, que ya nada del nuevo país le resultaba extraño, postizo o forzado: este había llegado a ser su nuevo país.
Pasados los años, José Orlandis apuntaría, en la semblanza que escribió sobre don Teodoro: «Fue un hombre de Dios que supo vivir con admirable naturalidad la epopeya de una dilatada y apasionante existencia.
PREPARANDO EL VIAJE
Conviene señalar un hecho que vendría a influir, de alguna manera, en los inicios de la labor de la Obra en Colombia. Una señora, doña Eugenia Ángel de Vélez, devota de la Virgen de Fátima, había viajado de Colombia a Portugal para visitar Cova de Iría y, con motivo de ese viaje, había tenido la oportunidad de encontrarse con sor Lucia, una de las videntes de Fátima. Según contó después, en un folleto que publicó sobre el viaje, sor Lucia le habló