lava del subsuelo, surgieron de todas partes hombres enloquecidos, blandiendo machetes y banderas rojas, y todo a su paso ardió, todo fue saqueado y destruido. Los desmanes de ese día fueron conocidos como El Bogotazo, durante los cuales, ardieron muchos edificios; el sistema de tranvías, que fue símbolo de la Bogotá de la primera mitad de siglo, también desapareció; y perdieron la vida no solo el asesino de Gaitán sino numerosas personas.
El palacio arzobispal no fue ajeno a este desastre. También fue destruido durante los incendios.
Una Bogotá desapareció aquel día. Nació otra, que no era ya la tranquila, soñolienta y provinciana ciudad que por cinco centavos se recorría en un tranvía. Esa había sido durante siglos una ciudad virreinal de tertulias, de poetas, de oradores, que tomaban chocolate, vestidos elegantemente a la moda de Londres, con su sombrero en la mano.
Las elecciones presidenciales de noviembre de 1949 supusieron una intensificación del enfrentamiento entre conservadores y liberales, que se mantuvo durante toda la administración de Laureano Gómez, del partido conservador. Él presidía el país cuando el 13 de octubre de 1951 don Teodoro llegó a Colombia. Sin embargo, dos semanas después, el presidente tuvo que abandonar el cargo por un problema cardio-vascular, y fue sustituido el 5 de noviembre de 1951 por Roberto Urdaneta Arbeláez como presidente encargado. Urdaneta era un próspero abogado, vinculado a las grandes familias de Bogotá; se había educado con los jesuitas en España y había ejercido en Colombia su profesión en grandes compañías. Era reconocido como un hombre ecuánime y de diálogo.
El recién llegado sacerdote español ya sabía que se trataba de una nación de profunda fe católica. Pero, en lo social y político, el país se encontraba inmerso en un periodo de su historia conocido como “La Violencia”, que abarcó prácticamente toda la década: desenfreno de origen político, que enfrentaba a los dos partidos dominantes, pero que venía de muy atrás, y que, desgraciadamente, continuaría luego bajo otros parámetros.
La población del país se acercaba a los quince millones de habitantes, de los cuales Bogotá albergaba algo más de 700 000.
A pesar del enorme trauma histórico, la década de los cincuenta fue de grandes ilusiones y profundas esperanzas. Este ímpetu se palpa en las aspiraciones por la educación, en la proliferación de universidades, al menos en Bogotá, en el afán por acceder a los ámbitos de la cultura y la creación, en el éxito de los cinematógrafos, en el despliegue de la radiodifusión, en el auge de las revistas literarias, en la construcción de nuevas áreas residenciales y novedosos equipamientos urbanos, y en la pasión por la vida urbana.
La urbanidad que se enseñaba poseía un fuerte componente de principios cristianos. De hecho, “el Carreño”, quizás el manual más conocido y utilizado, recordaba: «En los deberes para con Dios se encuentran refundidos todos los deberes sociales y todas las prescripciones de la moral; así es que el hombre verdaderamente religioso es siempre el modelo de todas las virtudes, el padre más amoroso, el hijo más obediente, el esposo más fiel, el ciudadano más útil a su patria».
Hasta bien entrado el siglo XX, casi toda la educación en Colombia estaba en manos de instituciones de la Iglesia: los Hermanos de La Salle, los Salesianos, las Hermanas de la Presentación, las Esclavas del Sagrado Corazón, etc. Casi todos los colegios, de hecho, tenían nombres confesionales.
En lo económico, Colombia cubría, según los informes de esa época, un veinte por ciento del mercado mundial del café; la balanza de pagos se fue recomponiendo y los ingresos de la “nación cafetera” se incrementaron.
Don Teodoro nos da algunos datos de lo que percibía, al poco de llegar: «La moneda es el peso colombiano. Equivale a 15 pesetas. La vida aquí está mucho más cara que en España. Por ejemplo: cortarse el pelo cuesta un peso, o sea 15 pesetas. El franqueo de una carta son 76 centavos o sea unas 11,50 pesetas. Y así todo. La vida en España es una verdadera ganga; no sabéis lo que tenéis ahí. Con lo que gasta aquí una persona en una semana, tienen ahí para vivir un mes. Los estudios les cuestan a los chicos un dineral. Cantidad y variedad de artículos y productos hay todo lo que se quiera. Claro es que los sueldos de la gente también van un poco en proporción, pero de todas maneras la vida es cara. Como veis el ideal sería cobrar aquí y vivir ahí. Por eso van a esa tantos turistas. La moneda de Colombia es una de las más altas del mundo. Cualquier hombre aquí gana 10 o 20 veces más que en España».
Y podríamos completar el cuadro, con otra de sus cartas escrita, tiempo después, a Jesús Arellano:
Estar en Colombia no supone nada diferente de estar en Sevilla, o en Granada, o en Cádiz, o en Córdoba: calles y casas con puro estilo andaluz, gentes para las que el tiempo no tiene importancia y fandangos y bulerías a todas horas.
Ni qué decir tiene que todo esto nos hace recordar con más facilidad esas tierras, esas casas y aquellas jornadas inolvidables bajo el sol o bajo la luna de Andalucía.
En cada cruce de carreteras y en cada rincón de los caminos nunca falta una imagen de la Señora con sus flores y sus velas encendidas, pregonando la gran devoción mariana de este pueblo heredada de sus mayores.
[1] El Colegio Romano de la Santa Cruz fue erigido por san Josemaría en 1948. Allí se forman los futuros sacerdotes, los profesores de centros de formación de la Obra, y las personas que empiezan la labor del Opus Dei en nuevos países. Además, allí adquieren una visión universal de la Iglesia y del Opus Dei.
[2] VÁZQUEZ DE PRADA, A., El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid, 2003, vol. III, p. 317.
[3] Los Congresos Generales, en el Opus Dei, son reuniones para examinar las actividades realizadas desde el anterior Congreso, proponer iniciativas apostólicas y nombrar los miembros del Consejo General. Actualmente, se celebran cada ocho años; en la época que nos ocupa se reunían cada cinco años.
[4] En España “don” se utiliza para referirse a un sacerdote secular. Y, como los sacerdotes del Opus Dei son seculares, aquellos primeros que eran españoles solían preferir que se les llamara “don” y no “padre”, que es más habitual para los religiosos.
[5] ORLANDIS, J., Una taza de chocolate, en http://www.conelpapa.com/quepersigue/opusdei/opusdeivalladolid2.htm (6-I-2018).
[6] La paternidad espiritual del fundador originó que, desde los primeros tiempos del Opus Dei, los que rodeaban a san Josemaría le llamaran así: el Padre. La costumbre continuó con sus sucesores, y la usaremos también en este texto.
[7] DÍAZ, Onésimo, Posguerra, Rialp, Madrid, 2018, p. 237, nota 63.
[8] PONZ, F., Mi encuentro con el Fundador del Opus Dei. Madrid, 1939-1944, Eunsa, Pamplona, 2000, pp. 65-66.
[9] Las cartas de hermandad en España, Anuario de historia del derecho español, n.º 15, 1944, págs. 387-463. Y Los efectos jurídicos de la ignorancia en la doctrina matrimonial de Hugo de San Víctor y Roberto Pulleyn, Revista española de derecho canónico, Vol. 3, n.º 7, 1948, págs. 61-105.
[10] Juan Larrea Holguín nació en Buenos Aires (9-VIII-1927). Estando en Roma, donde vivía con su familia, pidió la admisión en el Opus Dei como numerario, a la edad de 21 años. El 6 de octubre de 1952, su familia se volvió a Ecuador y, entonces, le correspondió a él iniciar la labor apostólica del Opus Dei en su país. Realizó un intenso apostolado