había sido una belleza; lo mejor que tenía eran sus ojos de color verde grisáceo, pero estaban insertados en un rostro que combinaba unos grandes pómulos con una barbilla puntiaguda. Sus ojos, ligeramente rasgados hacia arriba bajo unas cejas oblicuas, en un buen día, daban a la extraña forma de su rostro cierto aire seductor, casi delicado. En un buen día había algo casi como de ensueño en su aspecto, con su cabello rubio platino cortado a la altura de la mandíbula como un marco brillante de sus ojos cristalinos y su pálida piel.
Ese día, sin embargo, claramente no era un buen día. El pelo mojado y pegado a la cabeza parecía paja sucia empapada y estaba pálida como la pared. Los ojos no estaban rojos de llorar porque no había podido hacerlo; sólo miraban fijamente al vacío. Era una estupidez preocuparse de su aspecto en un momento como ése, aunque viéndose en el espejo, tan poco agraciada, empapada, abatida, casi no podía culpar a Jeremy de haberla abandonado.
Hizo una mueca, y se dirigió automáticamente a las escaleras que llevaban a la parte de arriba de la casa. Su padre estaría allí, sin ninguna duda, lidiando con una recalcitrante nota a pie de página.
Había padres que resolvían las crisis amorosas de su hijas ofreciéndose a dar una buena paliza al novio, o enviándolas a Hawai de vacaciones. Y había otros padres que hablaban pensativamente del filósofo del siglo diecisiete Spinoza, quien analizaba las emociones de acuerdo a las reglas de la geometría. El profesor pertenecía a esa pequeña categoría de padre, y el resultado era que las emociones de las que él hablaba parecían existir en algún lugar del Planeta Filosofía, y no tenían nada que ver con lo que alguien pudiese sentir en el mundo real. La madre de Tasha siempre había encontrado esa actitud intensamente irritante, pero a Tasha le gustaba: le hacía sentir como si nada en el mundo real importase demasiado. Un minuto y…bueno, nada habría cambiado, pero su padre la rodearía con el brazo, le diría algo de su héroe y tal vez se sentiría un poquito mejor.
Acababa de poner el pie en el primer escalón cuando oyó el inconfundible sonido de un vaso al ser depositado en una mesa.
—¡Papá! –exclamó, y corrió hacia el cuarto de estar—. Papá, soy yo…
Había un hombre de pie, frente a la chimenea, de espaldas a la puerta.
—Me temo que no está aquí –dijo él—. He llegado esta mañana y no había rastro de él.
Tasha se quedó muda, mirando al hombre que volvía el rostro hacia ella con una burlona sonrisa. Había recorrido seis kilómetros en bicicleta, trescientos kilómetros en tren y más de tres kilómetros a pie bajo una lluvia torrencial para encontrarse sola con el demonio de su primo Chaz.
Chase Adam Zachary Taggart parecía salido de uno de esos anuncios donde unos hombres altos, ágiles e increíblemente guapos corrían por las calles de París al amanecer. Estaba de pie, apoyando el peso del cuerpo en una pierna, las manos en los bolsillos, con ese garbo natural que poseía; llevaba un traje que parecía, a pesar de su deslumbrante elegancia, como si se lo hubiese echado por encima en el último momento para presentar un espectáculo, recoger un Oscar o improvisar jazz en un bar. Él había hecho las tres cosas. El rostro burlón, el pelo negro peinado hacia atrás; ojos negros que miraban cínicamente el mundo bajo unas cejas negras bien delineadas; y una boca sensual que se curvaba en una ligera sonrisa cínica. Era instintivamente grácil, terriblemente elegante, increíblemente guapo y, al contrario que ella, estaba seco.
Y se suponía que estaba a muchas millas de distancia de allí. Ella había hecho lo correcto y le había enviado una invitación para la boda hacia seis meses. Chaz había respondido que, a pesar de que le encantaría ir, sus compromisos de trabajo le impedían abandonar Nueva York en esa fecha concreta. Tasha no recordaba exactamente la grosera excusa que él había utilizado, porque se había sentido demasiado aliviada. La boda iba a ser un día especial y había sido maravilloso saber con seguridad que, en ese día, el demonio de su primo Chaz no estaría allí.
Pero ahí estaba, en el peor momento…
—¿Qué haces aquí? –acertó a decir ella finalmente—. Pensaba que estabas en Nueva York.
—Estaba.
—¿No decías que no podías abandonar Nueva York? –preguntó Tasha deliberadamente—. Que no podías venir a la boda porque había unos asuntos urgentes que no te permitían disponer de un par de días.
Chaz se encogió de hombros.
—Se ha cancelado. De eso quería hablar con el profesor. Tengo que volver pronto, así que me temo que no podré quedarme a la boda —levantó una sarcástica ceja negra en un gesto que ella odiaba—. Hablando de boda, ¿qué haces tú aquí? ¿No deberías estar dedicándote a los preparativos en lugar de andar correteando por el campo?
Tasha apretó los dientes. Tarde o temprano iba a enterarse; era inútil luchar contra lo inevitable.
—Se ha cancelado –dijo en tono cortante.
Chaz nunca había disimulado su desprecio por Jeremy, y Tasha se abrazó a sí misma, previendo un comentario mordaz.
—¿Cancelado? –preguntó él con el ceño fruncido.
—Así es.
Chaz silbó bajito, y sonrió burlonamente.
—Pues déjame ser el primero en felicitarte, Tash, no sabes cuánto me alegro. ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
Tasha volvió a apretar los dientes.
—No he sido yo –dijo.
Chaz la miró atónito.
—¿Quieres decir que ha sido idea de Jeremy?
—Sí.
—Bueno, no te pares ahí –dijo su abominable primo—. Cuéntamelo todo, o, no, espera, deja que antes te sirva una copa. ¿Qué quieres tomar?
—Whisky —respondió Tasha—. Y no es asunto tuyo.
Chaz se dirigió al mueble bar.
—Como quieras –dijo llenando los vasos—. Depende de si quieres que oiga tu versión o la de otro –le puso el vaso en la mano y señaló el sofá—. Ven a secarte.
Tasha se dejó caer fatigadamente en el sofá.
—Bueno, te vas a enterar de todas formas –reconoció sin mucho ánimo—. Ya sabes que mi padre tiene algunas inversiones.
—¿Sí?
—Pues le dije a Jeremy que mi padre iba a darnos ahora el dinero que pensaba dejarnos en su testamento, pero nunca le dije que la mayor parte iría destinada a la fundación de enseñanza porque no me pareció relevante. No tenía ni idea que Jeremy supiese cuánto dinero tiene mi padre.
—Así que él ha echado sus cuentas y pensaba que le iban a tocar varios millones en lugar de unos miles.
—Me dijo que necesitaba el dinero para hacer lo que quería hacer, que no era para él sino para nosotros, y que si no podía realizar su sueño no sería el hombre con el que yo pensaba que iba a casarme.
Tasha volvió el rostro. No pensaba llorar delante de Chaz.
Cuando su voz recuperó su firmeza dijo:
—Qué estupidez. Me siento avergonzada a pesar de no haber hecho nada. Es como si hubiese perdido a alguien que nunca ha existido. Sigo viendo su rostro y oyendo su voz diciendo esas cosas, y me siento enferma. No sé qué podría hacer para sentirme mejor.
Con la cabeza vuelta hacia otro lado, Tasha estaba diciendo las cosas que habría dicho a su padre. Su padre habría dicho algo filosófico.
Chaz dijo:
—Bueno, yo sí sé lo que haría, pero probablemente no sea tu estilo.
—¿Y qué es? –preguntó Tasha sombríamente—. ¿Pincharle las ruedas?
—Pensaba más en términos de ejercicio físico.
—Ya