Sherryl Woods

E-Pack HQN Sherryl Woods 2


Скачать книгу

      —Es temprano y he oído que esas noches de margaritas suelen prolongarse horas.

      —A lo mejor es que todas nos estamos haciendo demasiado viejas para estar por ahí hasta tarde entre semana —dijo Karen sin querer admitir la verdad—. ¿Qué tal ha ido todo por aquí?

      —Muy bien. He ayudado a Mack con los deberes de matemáticas, después hemos tomado leche con galletas y luego se han ido a la cama.

      —Deberías haberte ido a la habitación de invitados y haberte dormido también —le dijo Karen aún observándola con preocupación—. Espero que no te hayan cansado mucho.

      —¡No, por Dios! Aún estoy en forma para resolver algunos problemas de matemáticas, al menos los de segundo grado. No estoy segura de si lo estaré cuando empiecen a estudiar álgebra. Ni siquiera se me daba bien cuando estaba en la flor de la vida.

      —A mí tampoco —contestó Karen con una carcajada—. Espero que a Elliott se le dé mejor.

      —¿Ya ha llegado a casa? Debería irme.

      —No estoy segura de cuándo volverá. A mí me ha traído Raylene. ¿Por qué no te quedas esta noche? Te he vuelto a sacar un camisón limpio y hay toallas en el cuarto de invitados.

      Frances vaciló y finalmente asintió.

      —Puede que sea lo mejor. Y si no te importa, creo que me iré directa a la cama.

      —Claro. Buenas noches, Frances, y gracias por quedarte con los niños esta noche.

      Mientras se marchaba, Karen se la quedó mirando. En su conversación no había habido nada extraño, ni rastro de confusión y, aun así, no podía dejar de pensar que la preocupación de Daisy estaba justificada. Por segunda vez, se dijo que vigilaría a Frances. Si le pasaba algo más, por difícil que fuera, tendría que tener una charla con ella.

      Elliott se quedó aliviado cuando encontró a Karen ya dormida al llegar a casa. Después de que le hubiera enviado un mensaje diciéndole que Raylene la había acercado, se había quedado un rato más en casa de Cal para poder repasar las cuentas del gimnasio. Aunque había sido él el que les había proporcionado los precios del equipo que necesitaban, no pudo evitar quedarse impactado por lo caro que sería iniciar el negocio.

      Ronnie había sido el primero en darse cuenta de su reacción.

      —Elliott, ¿te estás arrepintiendo?

      Él había negado con la cabeza, aunque esa respuesta había quedado claramente desmentida por su expresión.

      —Ya sabes que los demás podemos poner la diferencia entre el proyecto original y estas cifras —había dicho Travis McDonald.

      —Eso es —había añadido su primo Tom—. Es una inversión sólida, Elliott. Todos vamos a recuperar nuestro dinero y después vendrá más. No hay más que ver lo rentable que ha sido The Corner Spa.

      —Pero eso es porque llenó un vacío entre el público femenino —dijo Elliott haciendo de abogado del diablo—. Dexter’s no era competencia y los servicios que ofrecía no podían compararse con ninguno fuera de Charleston o Columbia, y allí eran más caros. ¿De verdad creéis que los hombres van a dejar el Dexter’s, por muy cutre que sea, solo porque nuestro local estará más limpio y las instalaciones más nuevas?

      —Totalmente —dijo Cal al instante.

      —¿Aunque tengamos que cobrar más cara la matrícula? —insistió Elliott—. La economía anda mal, chicos. Las mujeres siempre pueden exprimir un poco el presupuesto para darse ese capricho, pero los tíos consideramos que podemos conformarnos saliendo a correr. La pista del instituto y el camino que bordea el lago son gratis.

      —Odio decirlo, pero tiene razón —dijo Ronnie—. A lo mejor somos los únicos hombres del pueblo desesperados por tener esto.

      Cal sacudió la cabeza.

      —Hice una encuesta informal como parte del plan de negocio, ¿lo recordáis? Hablé con los padres de todos los niños que entreno y el ochenta por ciento me dijo que utilizarían un local si estaba bien y las matrículas tenían un precio razonable. Vamos, Elliott. ¿Por qué te estás poniendo tan nervioso ahora? Sabes que funcionará.

      —Quiero creerlo —admitió—, pero entonces recuerdo la expresión de Karen cuando se enteró de que iba a invertir los ahorros del bebé para hacer esto.

      Sus amigos se quedaron visiblemente impactados.

      —¿Los ahorros para el bebé? —repitió Ronnie.

      Elliott asintió.

      —Hemos estado ahorrando para asegurarnos de que podíamos permitirnos tener un niño juntos. Karen insistía en que teníamos que estar económicamente preparados para todos los gastos que trae un bebé, y ya entiendo a qué se refiere.

      —¡Vaya, tío! —murmuró Tom—. Yo también lo entiendo. No tenía ni idea de toda la parafernalia que puede necesitar una personita tan diminuta hasta que Jeanette empezó a preparar la habitación del bebé.

      Los demás asintieron.

      —Entonces nosotros nos haremos cargo —dijo Travis—. Tengo parte de mi sueldo invertido en acciones, pero últimamente no funcionan muy bien. Podría invertir ese dinero en algo en lo que creo.

      —Yo también puedo aportar más —ofreció Tom.

      —Agradezco los ofrecimientos, chicos, de verdad que sí, pero rotundamente no. Si vamos a seguir adelante yo debo cargar con mi propio peso económico. De lo contrario, nunca me sentiré como si formara parte del negocio.

      —Pero estás hablando de sacar dinero de los ahorros para vuestro hijo —protestó Travis—. Eso no está bien.

      —Pospondré las cosas un poco más —insistió Elliott sabiendo que Karen no lo vería así. Se pondría furiosa, pero ¿qué podía hacer? No podía ser un socio por caridad. Su orgullo no se lo permitiría. Encontraría el modo de hacerla entrar en razón.

      Por desgracia, ahora mismo, incluso después de haber estado dándole vueltas durante todo el camino a casa, seguía sin saber qué argumento podría ofrecerle que evitara sacarla de sus casillas.

      Adelia había visto su deseo concedido: hacía cuatro días que Ernesto no pasaba por casa. Desde que se había marchado el sábado bajo su advertencia de que no volviera por allí, se había mantenido alejado. Los niños lo estaban pasando mal y ella no sabía qué explicaciones darles. La única que tenía era una que no quería compartir con sus hijos: su padre había ido a refugiarse a casa de la amante que tenía desde hacía meses. Humillada, había conducido hasta allí el domingo y había visto el coche aparcado en la puerta de la casa. Y el coche había seguido allí el lunes por la noche y el martes.

      No podían seguir así. En el fondo de su corazón sabía que la cosa no mejoraría. Su matrimonio llevaba desintegrándose desde antes de que él hubiera iniciado su relación con esa última mujer, la cuarta, o tal vez incluso la quinta, en una cadena de amantes que no se había molestado en ocultarle.

      Estaba harta de sentirse avergonzada, harta de buscar excusas para sus ausencias, harta de ignorar el aroma a perfume en su ropa.

      Y, aun así, la habían educado para pensar que el hombre era el rey de la casa. Si había problemas en un matrimonio, lo más probable era que se debiera a algún fallo por parte de la mujer. ¿Cuántas veces le había grabado su madre ese mensaje en la cabeza? Si a eso le sumaba lo mucho que se oponía al divorcio, ¿en qué posición se encontraba exactamente?

      Era irónico. Dentro de la familia había sido de las primeras en juzgar a Karen cuando Elliott la había metido en sus vidas y, al igual que su madre, había expresado lo muy inapropiado que veía que estuviera con una divorciada. Con el tiempo, Karen se había ganado a su madre, primero con su inconfundible amor hacia Elliott y después con su buena disposición para enfrentarse al proceso de la nulidad eclesiástica de su matrimonio.

      Adelia