una declaración de 1995 de Amnistía Internacional sobre políticas sobre impunidad, los continuos abusos de los derechos humanos de comienzos de la década de 1990 se enmarcaron como derivados del “fenómeno de la impunidad”. La persecución penal es vital no solo para cada caso individual, sino también como elemento disuasorio, ya que cualquier cosa menor conduce a “un ciclo de violencia que se perpetúa en el tiempo” que indudablemente llevará a más violaciones.[102] Respecto de la severidad de la pena, Amnistía Internacional instó a que se dictaran sentencias severas en nombre de la disuasión de nuevas violaciones.[103] También pueden verse pruebas de este cambio en la reacción de las organizaciones no gubernamentales (ONG) en la Coalición por la corte penal internacional (CCPI) después de la primera absolución de la CPI en 2012.[104] En lugar de celebrar la decisión unánime como indicador de independencia judicial y de un procedimiento justo, las ONG se enfurecieron: según describe Tor Krever,
Human Rights Watch anunció que la sentencia dejó a las víctimas de Bogoro “sin justicia por su sufrimiento”; otros grupos hablaron del “abandono de las víctimas”. Las organizaciones que antes eran conocidas por defender los derechos de los acusados a un juicio justo ahora lamentaban que los jueces no los condenaran cuando estaba claro que no había pruebas suficientes para hacerlo.[105]
Mahmood Mamdani, entre otros, ha escrito extensamente sobre el giro neocolonial de los tribunales internacionales como gobernanza, pero ahora vemos una crítica que surge desde el seno de una preocupación por los principios de derechos.[106] Karen Engle advierte que el derecho penal produce “cambios en el movimiento de manera negativa” y “refuerza los sesgos preexistentes dentro del sistema de los derechos humanos”, con lo que no solo se refiere al foco en la persecución penal en el hemisferio sur, sino también a la manera en que los hábitos nacionales de persecución penal tienden a ser consecuencia de las desigualdades preexistentes; el trabajo en materia de derechos que se centra en las “víctimas inocentes” tiende a pasar por alto estas dinámicas.[107] Engle llama la atención sobre el peligro de tratar al Estado carcelario como un vengador de derechos: la persecución penal ejemplar de los ex dirigentes políticos en defensa de los derechos humanos sirve como pantalla para la vigilancia constante de las poblaciones ya estigmatizadas (véase también Brown, en este volumen).
La cuestión de si una postura más cautelosa y menos absolutista respecto de las ventajas de la persecución penal a escala global habría dado lugar a la creación de una CPI es una cuestión táctica importante. Pero aquí la táctica se ha convertido en ontología, y lo que quizá comenzó como una estrategia de campaña se volvió una postura normativa. Estos cambios en los derechos (de escudo a espada, con el fin de la impunidad como motor principal de la justicia) se hacen eco, se amplifican y se modifican en el trabajo que nos ocupa a continuación, el de la defensa y promoción de los derechos humanos de las mujeres.
Los derechos de las mujeres: la demanda de persecución penal como medio para “terminar” con la violencia contra las mujeres y su paradójica reducción de la autonomía y el consentimiento
Los movimientos de defensa y promoción de los derechos humanos de las mujeres abarcan muchos subcampos y dimensiones, pero aquí nos centramos en la defensa de la obligación del Estado de poner fin a la violencia contra las mujeres (VCM), y más específicamente a la violencia sexual contra las mujeres.[108] Los defensores de los derechos de las mujeres captaron la atención del sistema general de derechos humanos mediante la propagación de pruebas de daños no reparados, y así cuestionaron el principio limitador del “daño” del derecho penal. Además, la atención en la violencia sexual llevó al movimiento contra la VCM a un embrollo muy particular en torno al consentimiento y al papel polémico del derecho penal en la promoción del “consentimiento”. Estos movimientos combinados (la presentación de historias de daños y la historia de un consentimiento desplazado) son fundamentales para nuestra afirmación sobre el papel del movimiento de las mujeres en la peligrosa expansión del alcance penal del Estado.
Cualquier consideración de los derechos de las mujeres como espacio clave para el expansionismo de los estados penales también debe reconocer que, al igual que la justicia transicional, es un espacio de varias capas. En los años de formación, de principios a mediados de la década de 1990, algunas feministas hicieron hincapié en la atención que se prestaba a la violencia física, mientras que otras se esforzaron por poner de relieve los mercados mundiales y las políticas estructurales. Algunas se resintieron con su exclusión de la carpa de “adultos” de la justicia transicional y la campaña por la CPI, mientras que otras denunciaban como “poco feminista” cualquier confianza en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o en el poder penal. Reconocer esta diversidad agudiza las paradojas de los activistas que tratan de reducir y ampliar el papel del Estado penal en el contexto de la igualdad entre los sexos y los géneros. También advierte contra las declaraciones totalizadoras sobre las acciones de “promoción y defensa de los derechos de las mujeres”: al revisar algunos de los textos canónicos[109] sobre “los derechos de las mujeres como derechos humanos” a escala global a principios de la década de 1990, es evidente que la relación con el Estado penal no era el único paso inicial del movimiento de derechos humanos de las mujeres ni se preveía como la principal demanda.
Sin embargo, el trabajo sobre la VCM efectivamente llegó a impulsar la mayor parte del reconocimiento global de los derechos de las mujeres como dignos de ser incluidos en el canon de los derechos humanos.[110] En el período previo a la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de 1993 en Viena, los grupos de mujeres se unieron en un principio en torno a las demandas de un nuevo mecanismo especial para abordar la discriminación contra las mujeres. Cuando la petición llegó a las Naciones Unidas, la demanda se había desplazado hacia acabar con “la violencia contra las mujeres”,[111] con una violencia articulada “como causa y consecuencia de la discriminación”.[112] En este empleo de los derechos para responder a la desigualdad, las defensoras sostenían que el derecho penal nacional caracterizaba de manera errónea o pasaba completamente por alto la naturaleza de los “daños a las mujeres”, por ejemplo, cuando caracterizaba la agresión sexual como un delito contra la familia y el honor. Las defensoras pedían que se prestara atención a los principios de derechos humanos de integridad física, salud, autonomía e igualdad para volver a caracterizar las violaciones, y así alejarse del enfoque en los daños a la castidad y la familia. Es, por supuesto, un movimiento clásico del trabajo en materia de derechos para “arrojar luz” sobre abusos que antes no se veían, y así conseguir la indignación moral y obligar a hacer algo.[113] Lo novedoso era usar la violencia específica de género, y en especial la violación sexual, como el lugar de atención.
Las defensoras de los derechos de las mujeres documentaron y realizaron campañas contra prácticas que antes “se toleraban” en torno a la sexualidad (por ejemplo, la ablación genital femenina o la violación dentro del matrimonio) como daños nuevos e innegables.[114] Dado que se trataba de la sexualidad, un tema relativamente nuevo para los derechos humanos, era primordial la necesidad de redefinir los límites de lo correcto y lo incorrecto dentro del universo del acto sexual.[115] En ese momento, el Estado penal se convirtió en el Estado protector de los derechos.[116] Este abordaje se esbozó a raíz del pedido por parte de los movimientos de justicia transicional de la persecución penal como reivindicación.[117] La persecución penal se naturalizó aún más como la forma más apoyada doctrinalmente de invocar la responsabilidad y la acción del Estado (en el marco de la “diligencia debida”), lo que se entendió como una “desiderata” crítica del uso de los derechos humanos. Como afirma Janet Halley (en este volumen), las voces dentro de los movimientos transnacionales feministas vincularon el fin de la impunidad de las violaciones de los derechos humanos también con la prevención. Si bien este giro puede haber comenzado como una invocación a la persecución penal como un instrumento entre varios en un proyecto de igualdad de género, con el tiempo, poner fin a la violencia contra las mujeres se convirtió enteramente en un proyecto de justicia penal, en el que la persecución penal se utilizó como prueba clave de los compromisos con la igualdad.[118]
No fue solo la violencia, sino la violencia sexual, la que tomó la delantera como la demanda más exitosa en los medios de comunicación, las ONG internacionales