Cristian Gorbea

BIPOLAR


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carrera empieza en la línea de largada.

      Haile Gebrselassie(Atleta etíope, dueño de 27 récords mundiales)

      Corro hace casi treinta años con una regularidad sorprendente para un inconstante serial como yo. Coleccioné estampillas y monedas. Hice judo, karate y sóftbol. También probé pintar y escribir pero mi entusiasmo inicial perdía impulso y se apagaba lentamente. Faltaba a una o dos clases, dejaba de hacer la tarea y, a los pocos meses, todo quedaba como antes. Esperaba sentir algo que nunca sucedía, algo que llenara ese espacio hueco que habitaba dentro de mí. Cuando veía a otros encandilados con sus actividades, los envidiaba en silencio. Nunca llegaría a sentir lo mismo. No era suficientemente apasionado, no me encendía.

      Hace muchos veranos atrás me vi en una foto en la playa junto con mi familia: el mar detrás, la sombrilla clavada en la arena y todos con unas sonrisas despreocupadas bajo un sol generoso. Yo estaba en malla, bronceado, ligeramente arrodillado. Algo captó mi atención: una panza incipiente, algo fofa y con todas las ganas de seguir creciendo. No me gustó nada esa imagen ni lo que anticipaba. Hasta ese entonces, mis treinta y pico, había sido relativamente delgado sin mucho esfuerzo y tenía toda la intención de mantenerme así. Luego de esas vacaciones, me puse a dieta y en los siguientes meses bajé algunos kilos, con cierta dificultad, para subirlos nuevamente en pocas semanas. Pero un día me crucé con alguien que formuló el primer hechizo: “Si querés adelgazar, comé mejor, si querés mantener un peso ideal, ¿por qué no empezás a correr?”.

      Al principio fue como tomar jarabe para la tos. Cada célula de mi cuerpo, cada pensamiento de mi mente rechazaba la idea de ponerme las zapatillas y salir a trotar. “Es aburrido, estoy cansando, hace frío o calor, tengo otras cosas mejores para hacer”. Y un domingo de primavera, bien temprano, algo cambió dentro de mí en alguna de esas primeras salidas obligadas. No sabría decir qué fue, pero me di cuenta de que el aire era más puro, que los colores brillaban más y que empezaba a enamorarme. Por algún lado insospechado esa “dieta” se metió debajo de mi piel y ahora me resulta imposible vivir sin hacerlo, aunque el motivo ya no sea adelgazar sino sentir la vida más cerca.

      No soy rápido, tampoco lento. En pocas ocasiones subí a algún podio. La mayoría de las veces cruzo la meta agotado, casi asfixiado, con lo justo. Sufro y disfruto al mismo tiempo. “Sufrito” porque la mayoría de las cosas en la vida son agridulces y para sentir un poco de placer, atravieso valles de pesadumbre. Evito verme en fotos corriendo. Mi técnica es horrible y además incorregible: escorado hacia adelante, con trancos cortos, las rodillas y los talones siempre demasiado bajos. Corro sin gracia. Estoy bien lejos de esas imágenes de corredores de punta, esos Fred Astaire del running que lo hacen parecer fácil porque les sale de manera natural, sin esfuerzo.

      Cada corredor tiene su “firma” cuando corre. Puedo reconocer a cualquiera de mis compañeros de equipo a la distancia, antes de verles la cara, sólo por la forma en que ponen los brazos, ladean los hombros, por el ritmo que llevan. Mi firma es con mala caligrafía, y a pesar de eso, sigo corriendo.

      Muchas veces empiezo a entrenar sin ganas porque descubrí que las ganas me vienen después. No soy talentoso, soy persistente, un atributo que aprendí a valorar un poco tarde, viviendo en la sociedad de gratificación instantánea. Lo que amo del running es que es algo bien mío. No estoy imitando a nadie, soy yo mismo. Me hice adicto a la sensación que queda en mi cuerpo y en mi mente cuando termino la actividad. Quiero repetirla mil veces de manera diferente: en la calle, en la montaña, en las sierras o en los polos. Y estoy convencido y pongo la firma, esta sí con buena caligrafía, de que lo que más recordaré, a medida que pase el tiempo no serán las competencias sino todo el viaje.

      Este libro quiere reflejar la experiencia vivida en territorios extremos y hostiles, en donde la supervivencia humana se da solo en condiciones muy particulares de asistencia y seguridad. La naturaleza manda por esos lugares en donde el hombre es apenas un invitado temporario. Lo que sigue no es un texto de running, aunque gran parte del relato esté atravesado por mi incansable amor hacia correr. Lo que sigue es una historia acerca de cómo soñar lejos y luego volver para contarlo.

      Ninguna carrera termina en el arco de llegada.

      

      AL SUR, SUR... Y TAMBIÉN AL NORTE, NORTE

      No sé por qué, pero siempre me atrajo el Polo Sur. Cuando era chico y veía el mapa de la Argentina colgado en la pared del colegio mi atención siempre se dirigía hacia abajo, hacia ese tremendo pedazo de tierra lejana y desconocida, bien cerca del fin del mundo. La península Antártica emergía como un gigantesco dedo que serpenteaba y apuntaba hacia el Norte señalándome. Me invitaba a pisarla, tal vez. Recuerdo ese triángulo recortado al costado del mapa, que decía “Antártida Argentina”. Esas dos palabras juntas me producían una vaga sensación de familiaridad, aun dándome cuenta de que aquella geografía era claramente inaccesible. Recién cuando crecí supe que había algunas bases dispersas y no demasiada gente viviendo allí.

      Si planeaba viajes siempre miraba hacia otros destinos: mar, playa, montaña, lindas ciudades. Pero luego me fueron llegando historias de esos pocos afortunados que habían ido a la Antártida, navegando miles de millas marinas o volando en los aviones Hércules de la Fuerza Aérea. Todos ellos volvían con la mirada brillante, llenos de historias asombrosas y de increíbles fotos que me ponían los pelos de punta. Hablaban de otro mundo, sin duda, no de éste. Había magia, no solo por lo extremo del paisaje, sino porque en todos los cuentos que escuchaba se deslizaba una generosa pincelada de admiración por esa congelada desmesura. Para sobrevivir allí se necesita muy buen equipamiento técnico y además fuertes vínculos con los demás. Nos acercamos a nuestros congéneres y desaparecen las diferencias. No se sobrevive solo en esas geografías.

      Escuché relatos de conocidos que embarcaron y pasaron un invierno completo en alguna base alejada, conviviendo en refugios de pocos metros cuadrados y muchos grados bajo cero. Eran militares que fueron destinados un año entero allí y, contrariamente a lo que muchos podrían pensar, los voluntarios abundaban, a pesar de que los cupos eran bien escasos. ¡Se peleaban por ir! También supe de una pareja que viajó en un crucero, pero que no pudo bajar del barco por el mal clima y tuvieron que conformarse con ver el paisaje a la distancia. Aun sin poder tocar esa tierra mágica no volvieron decepcionados sino encandilados. Otra persona me contó lo bravo que se pone el mar, ahí tan al sur. Para atravesar las olas, que a veces llegan a los siete u ocho metros de alto, las embarcaciones deben embestirlas de frente. Cada subida y bajada parece una montaña rusa marina. Nadie come en esas travesías. Cada relato esporádico aumentaba mi deseo de ir hacia allí algún día. ¿Cómo sería ese territorio?

      Años más tarde, descubrí increíbles historias leyendo sobre las expediciones de algunos de los pioneros que se animaron a ir tan al Sur. Uno de ellos fue James Ross, oficial británico, quien hace casi doscientos años cartografió, por primera vez, la costa occidental de la Antártida desde dos embarcaciones muy básicas si las viéramos con ojos de hoy, pero que para la época eran hermosas piezas de ingeniería diseñadas originalmente como barcos de guerra, pero acondicionadas para sobrevivir en condiciones muy adversas. Tenían la proa reforzada para embestir témpanos y les agregaban potencia adicional con enormes máquinas de vapor. Sus nombres “Terror” y “Erebus” quedarán grabados en la historia años más tarde, cuando desaparecieron intentando encontrar el Paso del Noroeste, la ruta hacia China, esta vez en el otro extremo del globo, en el Polo Norte. Estas exploraciones tenían dos propósitos: uno comercial y otro científico. La tripulación empujaba los límites de la seguridad y los conocimientos de navegación con el objetivo de ingresar en lo desconocido.

      Me entusiasmé con las historias de Scott y Amundsen y su duelo para ver quién llegaba primero al Polo Sur. Esto sucedió hace poco más de cien años. Noruega e Inglaterra iban por el gran premio: uno de los dos sería el ganador. Imaginemos lo que es caminar más de mil quinientos kilómetros desde la costa hasta el punto más austral del planeta en uno de los territorios más inhóspitos, con temperaturas de -40 grados. Hoy tenemos equipo técnico, soporte y asistencia, comunicación satelital permanente y rescate en caso de necesitarlo. Aun así, creo que hay más astronautas que caminaron en la superficie de la Luna que