No hay mejor motivador que la sombra del fracaso para calzarse las zapatillas y salir a entrenar, no importa el cansancio, la lluvia o las pocas horas de sueño.
Aprendí que no me hace falta tener ganas para salir. De hecho la mayoría de las veces salgo sin ganas. Ya no le hago caso a la mente que pone excusas: “estoy cansado”, “más tarde”, “hace demasiado calor”. Las ganas suelen venirme después de empezar. Es como si la acción generara el deseo, no al revés. Contraintuitivo, pero cierto. Sobrevaloramos equivocadamente la motivación previa para empezar a hacer algo. En realidad nos motivamos haciendo las cosas, no pensando en hacerlas. Salgo a entrenar sin ganas, sin excusas. A los quinientos metros mi motor interno se encendió. Soy el tipo más feliz del mundo porque ese día no le hice caso a la cabeza, desobedecí al Gran No, esa sombra que está siempre al acecho. Hacer sin esperar las ganas es una práctica poderosa que aplica al deporte y también al trabajo, a las relaciones, a las interacciones diarias, grandes o chicas. Eso es lo que amo del running: una metáfora entendible para vivir mejor en el mundo.
Pero no todo recaía en el entrenamiento. La carrera podía suspenderse. Los deslindes de responsabilidad y cláusulas legales que tuve que firmar antes de ser admitido especificaban que todo era posible cuando estás en la Antártida. Incluso no despegar de Punta Arenas por mal clima en el destino. O llegar allí y no porque un frente de tormenta y vientos huracanados se encapricharon con la base. Por eso, en todo lo que dependiera de mí, quería asegurarme de estar en las mejores condiciones posibles. Cuando invierto tanto tiempo y energía en algo tan difícil quiero hacerlo al cien por ciento como si mi propia vida estuviera en juego. Mi objetivo es entrenar, leer, informarme y llegar lo mejor posible. Este reto me atraía por lo desafiante, porque sentía que estaba en el límite de mis posibilidades, pero era alcanzable si me focalizaba bien en lo esencial ya eso le sumaba algo de suerte.
Además de la presión propia empezaba a sentir la de amigos y familia. Cuando lo comentaba, muchos quedaban en silencio unos segundos, supongo que evaluando si hablaba en serio. Me miraban como si observaran un marciano y preguntaban: “¿100K?”, “¿En la Antártida...?”, “¿En cuántos días?”. Y en el momento que les contestaba que se corre en un solo tramo, abrían los ojos grandes como huevos mirando para arriba. “Estás loco” es lo que oía con más frecuencia. Estoy loco, sí, pero solo lo necesario para ir con la convicción que está dentro de razonables posibilidades si lo hago a conciencia, entreno como perro y no tomo malas decisiones. Las locuras hay que hacerlas mientras estemos cuerdos.
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