en evangelizadores de sedentarios, queriendo que todo el resto del mundo “no-corredor” se calce las zapatillas y descubra por sí mismo el elixir de la vida eterna y plena. Yo he predicado por años tratando de convertir infieles. Pero hubo un momento en que empecé a mirar alrededor con más atención y descubrí a los que aman pintar, a los que adoran jugar fútbol, a los que bailan tango o zumba, a los que escriben, actúan o hacen origami, a los músicos, a todos aquellos que dedican buena parte del tiempo libre a su actividad favorita, sin vivir de ella. Hacen magia cada día para ensamblarlo con el trabajo, la familia y el descanso. Y les brillan los ojos cuando hablan de “eso” que aman. Sin embargo, no es la “cosa que hacemos” lo que nos llena de energía. Es “cómo” lo hacemos, la intensidad que le metemos, lo que estamos dispuestos a dejar de lado para practicarlo. La calidad del tiempo que le dedicaremos nos conecta no solo con la actividad, sino con algo más profundo: corro, pero también soy corrido, al igual que el baile se expresa a través del bailarín, o la música juega con el músico. Se esfuman los límites entre lo que hago y lo que soy, se apaga el tiempo, y entonces fluyo y comienzo a ser parte de una vida más amplia y sencilla. Soy parte de algo mucho más grande. “El universo siente con tu cuerpo”, escribía el poeta psicodélico Alan Watts en los ‘70, influenciándome a mí y a toda una generación a pensarse más como “parte de algo más grande” y no “fuera de todo, aislado”.
A mi cuerpo le gusta correr, le gusta el movimiento, le gustan los dolores lindos luego de cada salida. No tengo un cuerpo que corre, soy un cuerpo corriendo. Un cuerpo que cuando se queda quieto demasiado tiempo se cansa más que cuando se mueve, empieza a doler mal, se oxida lentamente y arrastra a la mente a lugares en los que ya he estado y no quiero volver. “La única separación está en nuestras cabezas”, decía el viejo Alan. Solo basta con encontrar la práctica diaria que nos lleve a superar esa división y así poder sentir la unión en toda su intensidad. Para él, esa práctica era la meditación (y también, dicen, la ayuda de algunas plantas alucinógenas). Para mí esa disciplina cotidiana que me simplifica un mundo grande y complicado es el running. Una práctica que aliviana el cuerpo y lustra la mente. Cuando corro, muchas veces siento que podría estar haciéndolo por horas sin cansarme. Hay un libro llamado Fluir de un autor de nombre bien difícil, Mihaly Cikszentmihalyl, en el que menciona a esta condición como un estado mental en el cual una persona se sumerge profundamente en una actividad con un sentimiento pleno de foco, involucramiento y goce. No es fácil de lograr, pero el autor dice que es entrenable. Las veces que me ocurre no sé de dónde viene. Simplemente aparece y lo disfruto mientras dura. Cuando intento atraparlo se me escapa como un sueño frágil que no puedo recordar. Aun así, esa breve experiencia de fluir queda impregnada como un suave recordatorio de cierta magia. Cada salida termina siendo una nueva manera de rearmar lo que se desarmó dentro de mí.
Estaba atrapado en esos pensamientos cuando la azafata avisa por el altoparlante que ya iniciamos el descenso hacia el aeropuerto. El mar, verde oscuro, se hace presente bajo el ala. Es el Estrecho de Magallanes que desde allí arriba no parece tan “estrecho”, sino un enorme océano abierto donde puedo ver a los “corderitos”, o sea a la espuma de las olas que revela fuertes vientos en la superficie. Esta zona del sur del planeta suele ponerse brava con un clima cambiante y extremo. Aterrizamos con algunas sacudidas, retiro los bolsos, dos piezas grandes con todo el equipo necesario y me tomo un taxi hasta el centro. Mi estado de ánimo tiene proporciones iguales de ansiedad y de alegría por estar empezando un nuevo capítulo. Los momentos previos son los que más disfruto. Todo lo que vendrá es desconocido. Todo está por empezar. Es mi sueño, sí, y estoy bien despierto. El taxista me da charla mientras recorremos la larga rambla costera con el mar a nuestra izquierda y el sol desapareciendo por la derecha. Cuando repara en que soy argentino me dice: “Bienvenido a la ciudad más austral del continente”. No tardé ni dos segundos en replicar, tal vez con un pequeño dejo de soberbia porteña:
—Amigo, me parece que se confunde. La ciudad más austral del mundo es Ushuaia.
—Ushuaia está en una isla, señor —replicó rápido el taxista—.
Punta Arenas, en el continente.
Me callé, sonreí para dentro y me hundí en el asiento. Caí, como deben haber caído tantos otros argentinos antes que yo. Punto para el taxista. Todavía no había empezado la aventura y Punta Arenas ya me empezaba a acomodar.
LA LOCURA SANADORA
Me alojo en el hotel Rey Don Felipe, en la pendiente del cerro Mirador, que tiene una tremenda vista hacia el Estrecho. Aún hay luz a pesar de que ya son las 22.30 hs. Por estas latitudes y en el mes que estamos, enero, comienza a oscurecer pasada la medianoche. Dejo los bolsos en la habitación y hago lo que siempre me gusta hacer en una ciudad que no conozco: salir a caminar sin rumbo fijo. Bajo hacia el poblado. No tengo hambre todavía así que aprovecho para recorrer lo que parece ser el centro. Algunos restaurantes todavía están abiertos; me cruzo con pocas personas, todas abrigadas con gorro y bufanda. Hace frío y el clima salado del océano se me pega al cuerpo para recordarme, como si hiciera falta, que ya no estoy en la Buenos Aires que en este mismo momento transpira 35°C con una humedad del Amazonas.
Pienso en cuáles serán los efectos de haber entrenado en condiciones tan diferentes a las que me encontraré en la Antártida. Correremos con una temperatura de -20°C, lo que implica una diferencia de unos 50°C en pocos días. ¿Podré adaptarme? No encontré demasiada literatura ni corredores que lo hayan experimentado. Me pareció que no había mucho para hacer, salvo esperar que todo saliera bien. Pude prepararme físicamente muy bien durante los meses previos, cumplí los rituales que mejor sirven para una ultra: fondos largos de varias horas, pasadas de distancia, algo de gimnasio para endurecer las patas. La confianza en el entrenamiento me viene por todos esos kilómetros hechos a conciencia. Durante al menos cuatro meses seguí el plan en forma rigurosa, hice religiosamente cada entrenamiento. Aquellos días en que no podía salir porque se me complicaba el horario lo hacía al día siguiente con la disciplina que infunde el temor a no estar lo suficientemente preparado.
Recuerdo interminables jornadas de fondos largos que llegaron hasta las cuatro horas y media de duración. Salía de casa con una caramañola de medio litro llena de Gatorade congelado que iría derritiéndose a lo largo del recorrido hasta quedar como un intomable líquido tibio. Obviamente que me quedaba corto de hidratación y tenía que ir reponiendo líquidos en las canillas y bebederos al paso. Más de una vez me detuve transpirado y sediento en algún AutoMac para recargar hielo y agua, agradeciendo la generosidad de la chica que atendía, que me miraba con una mezcla de ternura y espanto. Además llevaba alimento, barras de cereales o frutos secos, que iba comiendo cada tanto.
Las salidas eran tan largas que ya no sabía para dónde ir sin repetir camino. A veces lo hacía con compañeros de mi grupo, a veces solo. Daba vueltas por la Reserva Ecológica, en Costanera Sur, y después encaraba para Unicenter, en Martínez, localidad donde viven mis suegros y solemos ir a pasar los domingos. Mi familia llegaba en auto, yo corriendo. Otras veces pasaba por el río, aprovechaba los pocos desniveles de nuestra plana ciudad para hacer cuestas y regresaba a mi casa en Palermo. Siempre corro sin música. Amo el sonido de mi respiración y el de mis zapatillas cuando pegan en el asfalto. Los que salen a correr con música lo hacen para distraerse. Yo salgo sin ella para prestar atención a todo lo que ocurre. Esas rutinas de fondos largos me dejaban exhausto, con las piernas tiesas y doloridas, pero a la vez con una creciente confianza de que cada paso iba acercándome a la meta.
Mientras caminaba por la ciudad también pensaba en la frustración, en no terminar la carrera, en abandonar. Hacer un viaje tan largo y costoso, y sucumbir antes de cruzar el arco inflable. DNF. Las tres letras malditas que pueden aparecer al lado del nombre del corredor en la clasificación final. Did Not Finish (No Terminó). Las chances de que obtengas más de un DNF siendo corredor de largas distancias son altísimas. Hubo algunas en las cuales la mitad de los que largamos no pudimos terminarla. Más de una vez he abandonado debido a que no podía ingerir alimentos. El estómago se rebela y no acepta más nutrientes. Cada pequeño bocado se transforma en una arcada