Cristian Gorbea

BIPOLAR


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cantidad que necesitamos, el músculo se va debilitando, como un neumático que va perdiendo presión de a poco hasta que queda totalmente desinflado. Abandoné en un Puesto de Control cerca de Mar Azul. No podía moverme ni un metro más, estaba vacío.

      A los pocos días de recibir el decepcionante mensaje y cuando ya casi había abandonado la idea, me llega otro mail que decía: “Un corredor se bajó y estás primero en la lista de espera. ¿Quieres venir?”. Tardé un segundo en contestar que sí. El corazón me empezó a latir de esa manera en la que lo hace cuando estamos por hacer algo único. Amo la previa, amo “empezar” las cosas. Quedaban unos cuatro meses para la competencia, así que comencé a sumar kilómetros de entrenamiento cada semana, con la preparación de mi profe, Marcelo Perotti. Ninguno de los dos y tampoco ninguno del grupo Correr ayuda, el runningteam con el que entreno desde hace varios años, tenía experiencia en esos terrenos, así que fuimos avanzando a medida que podíamos, consultando y “googleando”.

      La neurociencia afirma que no es bueno dar a conocer anticipadamente nuestros objetivos porque nuestro cerebro interpreta que ya lo hemos logrado y entonces baja su nivel de exigencia. Conviene guardarlo por lo menos hasta que estemos tan lanzados que no podamos dar vuelta atrás. Pero para mí, ese punto de no retorno ocurrió casi enseguida porque no quedaba mucho tiempo por delante. Una vez que hice pública la decisión, sentí que quedaba expuesto y que ya no podía arrepentirme. Fue como una declaración de independencia que tuve que sostener a toda costa. Algo así como “salir del closet deportivo”. Con cada diálogo me afirmaba más en mi certeza de cabeza dura: todo irá bien. No hay lugar para arrepentirme y solo queda convencerme de que es posible. Me solté del trapecio, estoy volando en el aire esperando agarrar el siguiente. El impulso me obliga a entrenar todos los días, a sostener la promesa, aun con la posibilidad siempre presente de no terminarla. Cuerpo fuerte, mente fuerte. De alguna manera, la confianza va apareciendo y puedo imaginar más nítida esa llegada al arco inflable, a la medalla y a la experiencia. En mi cabeza ya había corrido mil veces esa competencia, pero siempre aparecía un fantasma persistente: el frío extremo. Esa condición era la única que no podía reproducir en una Buenos Aires tórrida que se derretía en uno de los veranos más calientes que recuerde.

      Podía tener cierto control sobre algunos factores, pero había otros que se me escapaban. Además del frío, ¿tendríamos viento? Me metí en Youtube para ver videos de años anteriores: hermosas imágenes editadas con música inspiradora y algunos pasajes en cámara lenta que reflejan la mística, lo épico de la aventura, pero ocultan los momentos miserables que sin dudas vendrán y donde todo el cuerpo dolerá a cada paso. Músculos detonados que ni siquiera sabíamos que teníamos y por encima de ese dolor físico, el dolor de la mente que tortura con el “no puedo más con esto”: el lado oscuro de las ultras, el No Grande.

      De repente, buscando más videos, apareció uno de la edición de 2014 en la que un corredor japonés entra a la cantina de abastecimiento, come algo y la cámara lo sigue hasta la salida. Cuando abre la puerta de la tienda se ve un cielo completamente cubierto de ese gris bien oscuro, casi negro, que preanuncia una tormenta épica. Además, sopla un ventarrón que da frío de solo mirarlo. El japonés sale trotando y se pierde en esas nubes sólidas, empujado por el viento. Quien lo graba se detiene a los pocos metros y enfoca la figura cada vez más diminuta del corredor hasta que la nada misma se lo devora y desaparece de la vista. Sentí angustia al verlo y por precaución no se lo mostré a nadie de mi familia. ¿Y si me tocaba un día así? Parecía imposible continuar en un circuito con esas condiciones. Sin embargo, revisaba los resultados de ese año y allí lo veía al japonés, con la medalla colgando y una sonrisa de oreja a oreja. Algo inentendible para todo aquel que no corre, porque los corredores en general vamos desarrollando ese mantra de “cuanto peor, mejor”. Sabemos que la pasaremos mal, pero el premio de atravesar ese valle de la muerte y cruzar el arco de llegada bien lo vale. “El límite está siempre más lejos de lo que imaginas”, dice uno de mis mejores amigos.

      Podía entrenar a conciencia, alimentarme bien y aprender, pero no podía prepararme para eso, ¿cómo hacer para reproducir en el horno de Buenos Aires las condiciones del terreno? Alguien me sugirió ir a un frigorífico, llevar una cinta a una cámara de frío y correr allí adentro. En algún momento lo pensé, pero era tan complicada la movida para estar una o dos horas ahí que la descarté. Me hubiera servido para probar y eventualmente ajustar la ropa que iba a usar pero el equipo técnico es casi el mismo que utilicé tantas veces en otras carreras de montaña, aunque algo reforzado: gorro, buff en el cuello, antiparras o anteojos, tres capas en el torso (remera térmica, polar y campera goretex), dos pares de guantes gruesos, dos capas en las piernas (calza y pantalón rompevientos), dos pares de medias, polainas y zapatillas de trail. Uno pensaría que el calzado debería ser con clavos o crampones, o bien utilizar raquetas de nieve, pero la realidad es que se corre sobre una fina capa de nieve de unos diez o veinte centímetros que se encuentra en reposo sobre un hielo duro como mármol.

      “Correr allí es como correr en arena mojada”, me contó Carlos Millán, un chileno de Punta Arenas que participó el año anterior y al que había contactado por Facebook luego de haberlo visto en un portal de internet. Tuvimos varios encuentros vía Skype y pude sacarme muchas dudas, anticipando lo que vendría. En general, yo funciono mejor con frío que con calor, aunque en esta oportunidad iba a ser intenso y constante. Me dijo: “Será la carrera de tu vida. El lugar es único pero también peligroso. La clave es moverse todo el tiempo”.

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      PUNTA ARENAS, LA PUERTA DE ENTRADA

      Nunca había estado en Punta Arenas, el lugar elegido por la organización como punto de partida para dar el salto a la Antártida. Es una ciudad portuaria, bien al sur de Chile. Llegué en un vuelo comercial desde Buenos Aires con escala en Santiago. El avión siguió el recorrido de la Cordillera de los Andes de Norte a Sur. Nos tocó un día despejado, así que desde la ventanilla pude ver algunos de los lugares donde en años anteriores había estado jugando con las montañas: corriendo o haciendo trekking en San Martín de los Andes, Villa la Angostura, Torres del Paine, El Chaltén, Los Hielos Continentales. Tantas aventuras con amigos en esos lugares remotos en los cuales se respira aire fresco y mis pensamientos se aquietan. Cada vez que corro por esos senderos apenas marcados, siento que vuelvo a conectarme con las cosas simples, ésas que me hacen vivir más liviano y que son el recreo siempre esperado durante el año. Amo conocer gente de otras partes del mundo, que habla otros idiomas, que tiene diferentes costumbres y que comparte el mismo arrebato insano de meter cuerpo, mente y espíritu en paisajes lejanos.

      Algunos sostienen que correr es la solución a todos los problemas, la respuesta a todas las preguntas. Y es cierto que para la mayoría de los corredores es algo que siempre queremos repetir. Una rutina sanadora, obsesiva, que se arraiga en todo nuestro ser y que en algún momento, sin que nos demos cuenta, deja de ser un pasatiempo y se transforma en parte central de nuestra vida. Entonces nos cuidamos con la comida, dormimos mejor, entrenamos con un plan y armamos nuestro día laboral y familiar en función de cada salida diaria a entrenar. En mi caso, bien temprano a la mañana. Y cuando digo bien temprano, quiero decir exactamente eso, bien temprano. Aunque soy más diurno que nocturno, antes veía con cierto espanto a los madrugadores extremos, aquellos que saltan de la cama antes que el sol salga. Hoy soy un orgulloso miembro del “Club de las cinco de la mañana”. Para ser “socio” hace falta un único requisito: estar arriba a esa hora y empezar el día con tiempo suficiente para elongar, meditar, desayunar sin apuro y luego salir a practicar deporte. A las 9.00 ya estoy listo para empezar el “día ganado”. Todo lo que venga después es bienvenido porque ya hice lo más importante: invertir en mí mismo antes que en el mundo. Es notable como poco a poco el cuerpo se acostumbra y se despierta diez minutos antes de que suene la alarma. Lo único que tuve que hacer para cambiar el horario fue acostarme más temprano cada noche. Además, apelo a un truco sencillo, pero efectivo: el reloj digital de mi mesa de luz está adelantado una hora. Muchas veces tengo sueño y mi mente caprichosa patalea diez minutos pidiendo volver a dormir. Ya aprendí a no escucharla y levantarme igual. Luego de los primeros mates, ella también se despierta.