Cristian Gorbea

BIPOLAR


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Mi interés por pisar ese suelo era real, ya lo podía sentir en todo el cuerpo. Más misterio, más épica, más ganas. Empecé a ponerla en mi lista de aspiraciones, como para que esa bella dama blanca se diera cuenta de que tenía ganas de visitarla. Cuando alguien me preguntaba adónde me gustaría viajar yo respondía sin dudar: La Antártida. Lo decía con total seguridad aunque por dentro lo sentía como algo muy improbable.

      ¿Qué puede llevar a la gente a querer ir a un territorio tan desolado habiendo tantos otros lugares más amables para conocer? La verdad que no lo sé, pero recuerdo en forma nítida la primera vez que me enamoré de la nieve. Fue en Mendoza, hace muchos inviernos atrás, con mis padres y mi hermana. Viajábamos en un Torino que ganaba altura a medida que recorríamos la ruta de la Cordillera. No me acuerdo adónde íbamos, pero en un momento empezaron a aparecer manchones blancos a ambos lados del camino, luego se hicieron más grandes y finalmente ocuparon totalmente las banquinas. Mi viejo detuvo el auto a un costado y nos bajamos para tocar y sentir la nieve. Recuerdo la alegría de todos al armar bolas de nieve y arrojarlas unos a otros. Una de ellas cayó, en una parábola perfecta, en la cabeza de mi madre que rio con ganas y también lo hicimos nosotros, al verla con esas canas prestadas. Fue maravillosa esa nueva sensación: un frío consistente que me daba la bienvenida. Aún hoy escucho el ruido de mis zapatillas caminando por la nieve, “crunch crunch”, como si masticaran metal. Ese terreno era mágico para nosotros, habitantes de una ciudad en donde había nevado casi por equivocación solo una vez en cien años. Siempre que vuelvo a ver nieve quedo atrapado con ese hechizo, como aquella primera vez.

      Los viajes son oportunidades para conocer geografías, pero también de conocernos a nosotros mismos. Y si además podemos correr y llevar nuestra pasión a esos lugares remotos, ¿por qué no hacerlo? Fue el día de mi cumpleaños número cincuenta y seis, en septiembre de 2016, cuando Santi, mi hijo, me preguntó qué quería pedir como deseo. Y comencé a pensar en concretar ese sueño de viajar a la Antártida. Era el momento, tenía las ganas.

      ¿Por qué no hacerlo? Un amigo mío siempre me dice que de acá en adelante el contador de aventuras tiene balas limitadas. Ya sabemos que no somos inmortales y que si queremos hacer las cosas tal vez haya que hacerlas ahora, salgan como salgan.

      Si miro mi vida hoy, veo que hay más años para atrás que para adelante. Entonces, ¿no debería ahora mismo empezar a hacer otras elecciones? Un día cualquiera te das cuenta de la velocidad con la que el reloj avanza y de que el tiempo te golpea en la cara con más fuerza. Sueños postergados comienzan a despertar y de alguna ma- nera todo empieza a acomodarse para que tomes el volante de tu propia existencia. Ya no te oponés al devenir de las cosas ni te peleas con lo que sucede a tu alrededor. Los cielos son más claros y los enojos duran menos. Aprendés a perdonarte por el tiempo vivido en “modo avión” porque hay semillas que germinan a su propio ritmo.

      SI la muerte súbita es la aparición repentina e inesperada de un paro cardíaco en una persona que se encuentra sana, démosle la bienvenida a la vida súbita: ya no esperás que alguien decida por vos, no ponés excusas ni buscás culpables cuando las cosas no salen como te gustaría. Cuando la vida súbita aparece, todos los poros de tu cuerpo se dan cuenta de que algo grandioso está sucediendo en este momento. Desaparece el Gran No. “No puedo. No sé, no me sale, no nací para esto. No soy lo suficientemente…”. Se va el miedo, que siempre es irreal, y sentís tu propia presencia en cada paso. Empezás a andar sin el freno de mano puesto porque te das cuenta de que el capital más valioso que tenés es el tiempo que te queda por vivir. Te animás a darle voz a tus sueños, a construir los puentes que te llevarán donde siempre quisiste ir, pero que postergaste para más adelante, para ahora.

      Muchas de las mejores cosas que hice ocurrieron porque no lo pensé demasiado. A veces creo haber vivido una aventura por las tantas cosas que leí, por las ganas que le puse. Así sucedió con la Antártida. Yo ya había estado allí antes de subirme al avión. Si un déjà vu es una sensación de cercanía con algo que ocurre por primera vez, ¿cómo llamar a algo que todavía no sucedió pero ya es familiar? Lo que nunca tuve en mente fue conocer el Polo Norte. Eso sí que estuvo fuera de cualquier cálculo previo. Lo pude hacer porque antes fue la Antártida. Cuando hago, se abren nuevas posibilidades que ni siquiera podía imaginar cuando solo lo pensaba. Un arco iris de nuevos caminos que antes no podía ver. Todo lo que deseamos se encuentra del otro lado del miedo.

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      ¿HAY CARRERAS EN EL POLO?

      Cuando comencé a averiguar sobre carreras en la Antártida “googleé” y vi que había solo dos y ambas se realizarían en enero. Una en la Isla 25 de Mayo o King George, en las islas Shetland (territorio disputado por varios países entre ellos Argentina, Inglaterra y Chile), y otra en Union Glacier (Campamento Glaciar Unión), mucho más al sur. La que se corre en la Isla 25 de Mayo es la Maratón antártica, de 42k, distancia razonable para ir a probar el frío y el clima, pero tiene un par de desventajas: la primera, que la única manera de llegar es por barco y el viaje de ida y vuelta me iba a consumir preciosos días de vacaciones que simplemente no tenía.

      Otra de las contras era que si bien ese territorio se encuentra muy cerca de la costa antártica, la realidad es que no está “dentro” del círculo polar antártico. ¿Por qué sería importante eso? Los paralelos son unas líneas imaginarias que recorren la circunferencia de la Tierra de Este a Oeste. Se utilizan para determinar la latitud de un lugar, es decir, qué tan cerca o lejos se encuentra ese punto del Ecuador. La latitud va de 0° (Ecuador) a 90° (polos) y puede ser Norte o Sur, según en qué hemisferio se encuentre. El “círculo polar antártico” es una línea imaginaria trazada en el paralelo 66°S que toma en cuenta un evento extraordinario: al Sur de ese límite hay por lo menos un día en el año en el que el sol se encuentra por encima o por debajo del horizonte por veinticuatro horas. O sea que en una jornada entera es completamente de día o de noche. La isla 25 de Mayo está al norte de esa franja, por lo tanto fuera del “Círculo Polar”.

      Yo quería ir más al Sur todavía, a la Antártida profunda. Si viajaba hasta esas latitudes, bueno, que sea lo más extremo posible. La otra competencia es la Antarctic Race 100K Ultramarathon y tiene dos ventajas: se encuentra bien adentro del círculo polar, en el paralelo 79°, o sea dos mil kilómetros más al sur que la isla 25 de Mayo y además me ahorra días de viaje ya que solo se llega por avión. La contra, en principio, es que no es un maratón, sino una ultra de cien kilómetros. Parecía una tremenda exageración. Pero como soy amigo de los excesos, me inscribí, llené formularios con mis datos y antecedentes deportivos. Casi de inmediato recibí una lapidaria respuesta: “Gracias por tu interés, pero no hay más cupos”. No hay nada como la escasez para despertar aún más el deseo. Se me duplicaron las ganas de ir por esos cien. Extraños mecanismos de la mente para hacernos pensar que si ya no hay cupo es porque debe ser aún más fabulosa de lo que parece. ¡Y yo me estaba quedando afuera!

      Ya tenía experiencia en carreras largas de montaña, con desniveles altos y paisajes de cuento. Esa variación de vistas y esfuerzos, de subidas y bajadas constantes las hace más digeribles: todo va cambiando todo el tiempo. Sin embargo, los 100K de la Antártida se hacen en terreno plano. Solo había participado en un circuito llana: la Ultra Atlántica, que une por la playa los 120 kilómetros que separan Mar del Plata de Pinamar. Aún hoy recuerdo lo tedioso de ver mar, playa y gaviotas durante eternos tramos y el amanecer más lento que viví cuando empezó a clarear. Eran las 5 de la mañana, íbamos con un pequeño pelotón de tres o cuatro corredores para el nordeste mirando la salida del sol casi frente a nuestros ojos. No había mucho con qué distraerse, ya nadie quería hablar después de una larga noche corriendo de modo que empecé a fijar la atención en esa luminosidad lenta e imperceptible que poco a poco empezaba a ganar el cielo y a dibujar a lo lejos la línea del horizonte. Del negro oscuro pasó al azul profundo, luego a un azul más claro para convertirse en un celeste fuerte, ¡y aún así no salía el sol! Tardó toda una eternidad en asomarse por el horizonte.

      No tengo un buen recuerdo: incluso con el sol brillando, yo me apagaba. Faltaban solo treinta kilómetros y me venía cayendo