principio. Entre ellos y el objetivo último del tratado apologético sobre la Iglesia se encuentra la adhesión total y definitiva a la fe católica y, con ella, se termina la apologética. Existe una discontinuidad, desde el punto de vista científico, entre la apologética y la teología. En el intervalo interviene un acto psicológico, libre y sobrenatural […]. Es en la fe y no en las conclusiones de la apologética donde se origina la teología quae procedit ex principiis fidei».
102. Cf. Y. Congar, La tradition et les traditions, 1:244, 268–70.
103. Tomás de Aquino enseña que los argumentos de credibilidad de la fe cristiana (como aquellos que argumentan la verdad histórica de los evangelios) no causan la fe, pero permiten defender de algún modo los principios de la fe de una manera estrictamente racional. Cf. Tomás de Aquino, STh II-II, q. 1, a. 4, ad 2: «Aquellas cosas que pertenecen a la fe pueden considerarse de dos maneras. En primer lugar, en especial, y así no pueden simultáneamente ser vistas y creídas, tal como se dijo. En segundo lugar, en general, es decir, bajo la razón común de credibilidad. Y en este sentido son vistas por el creyente, pues no creería a no ser que viera que deben ser creídas por la evidencia de los signos o por algo semejante». En este sentido, puede decirse que los argumentos, en la medida en que enriquecen la percepción que tiene el entendimiento del objeto, no solo tienen un valor genuinamente apologético (defensa racional), sino también que ilustran más profundamente algo de la verdad del objeto material que se está considerando. Dicha argumentación, sin embargo, es algo formalmente distinto de la revelación en cuanto tal y, en último término, está puesta al servicio del misterio de la fe. El pensamiento de Gardeil está influido en parte por el análisis que hace Garrigou-Lagrange sobre la apologética en De Revelatione, 2 vols. (Roma: Ferrari, 1945), 1:41–44.
104. O, según una formulación más matizada de Gardeil, el estudio histórico o filosófico del cristianismo debería demostrar su carácter razonable, incluso de modo convincente, aunque tal «argumentación apologética» no otorga un acceso inmediato al misterio divino en cuanto tal. Le donné révélé, 204–5: «La fe científica, producida por la evidencia de ciertos motivos de credibilidad, fe adquirida [proveniente de un estudio histórico], humana o natural, garantiza una cierta correspondencia entre la teología [cristiana] y la ciencia de Dios [el conocimiento que Dios tiene de sí mismo], ya que la apologética demuestra rigurosamente que Dios habla en su Iglesia y que todos los dogmas de la Iglesia son, desde el punto de vista humano, creíbles por fe divina. Pero es claro que la certeza que ofrece no es más que una certeza inacabada, de espera; que está ordenada a la certeza misma de la fe […]. Una ciencia subalterna debe poder volver a los principios que la fundan para participar plenamente de su certeza […]. Ahora bien, el único medio por el que la ciencia teológica en cuanto tal puede alcanzar efectivamente el objeto conocido por la ciencia divina [es] la fe sobrenatural que nos permite creer con una seguridad causada directamente por Dios en nosotros, con el conocimiento que tiene de sí mismo y se nos revela». Hay que notar que Gardeil parece reducir la concepción de santo Tomás sobre la sacra doctrina en la STh I, q. 1, a la «teología» como distinta y exclusiva de la revelación, lo cual supone una interpretación problemática del Aquinate, pero este punto es irrelevante para nuestro argumento.
105. Cf. especialmente el modo como Jesús interpretó su muerte inminente en N. T. Wright, Jesus and the Victory of God, (Minneapolis, Minn.: Fortress, 1996), 540–611.
106. Albert Vanhoye presenta un interesante estudio sobre la aparición temprana del concepto cristiano de sacerdocio en Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, trad. Alfonso Ortiz, (Salamanca: Sígueme, 1992).
107. Es interesante el breve argumento bíblico que hace Charles Journet sobre este punto en La Misa: presencia del Sacrificio de la Cruz, trad. Martín Hormaeche – Ramón Herrán (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1962), 45–50.
108. M. Hengel, The Atonement: The Origins of the Doctrine in the New Testament, trans. J. Bowden (Philadelphia: Fortress, 1981).
109. Cf. G. B. Caird, L. D. Hurst, New Testament Theology (Oxford: Oxford University Press, 1994).
110. Por ejemplo, N. T. Wright, Jesus and the Victory of God, 257: «El punto crucial aquí es que para Jesús este arrepentimiento (personal o nacional) no implicaba ir al Templo a ofrecer sacrificios. El bautismo de Juan, como vimos antes, ya implicaba esta idea escandalosa: uno se puede “arrepentir” según el camino señalado por Dios ¡bajando al Jordán y no subiendo a Jerusalén! En el mismo sentido, Jesús dio la posibilidad de ser miembro del nuevo pueblo de la alianza por su propia autoridad y por sus propios medios. Esto fue realmente un escándalo. Se comportaba como si pensara (a) que el retorno del exilio ya hubiera tenido lugar, (b) que este se trataba precisamente de él y de su misión y que por tanto (c) él tenía el derecho de determinar quién pertenecía al Israel restaurado». Puede también consultarse, E. P. Sanders, Jesus and Judaism (Philadelphia: Fortress, 1985), 203, 206.
111. No entro en la explicación que hace N. T. Wright sobre cómo adquiere Jesús la percepción de sí mismo. Wright cree que cualquier atribución de una iluminación profética superior dada al entendimiento humano de Cristo que pudiera explicar el autoconocimiento extraordinario de Cristo implicaría una forma de docetismo teológico que disminuiría el realismo sobre la consciencia plenamente humana e histórica de Cristo. ¿Cree Wright que Jesús obtuvo el conocimiento de sí mismo solo por causas naturales? Él sugiere que Jesús conoció algo de su identidad más profunda como Hijo y agente de YHWH por medio de una fe oscura en su misión, sin una certeza clara, expresada por medio de símbolos propios del judaísmo de su tiempo y de las tradiciones que creativamente pudo haber formulado (cf. Jesus and the Victory of God, 648–53). ¿Es suficiente desde un punto de vista soteriológico, este grado de autoconocimiento para justificar la intención moral que debió tener Cristo para que su sacrificio en la cruz fuera un acto salvífico, en la medida en que daba su propia vida en rescate de todos? Al margen de las innumerables ventajas de su trabajo, la interpretación de Wright en este punto me parece basada en presupuesto teológicos naturalistas y que son problemáticos para la soteriología.
112. Al formular este argumento, soy en parte deudor del pensamiento de Hans Urs von Balthasar expresado en su obra temprana Karl Barth: Darstellung und Deutung Seiner Theologie (Köln: Verlag Jakob Hegner, 1951), traducción al inglés por Edward Oakes, The Theology of Karl Barth: Exposition and Interpretation (San Francisco: Ignatius Press, 1992), esp. 267–325. Balthasar argumenta que una ontología natural y una metafísica teológica son posibles e incluso necesarias en el contexto de una doctrina cristológica sobre la analogía entre Dios y el mundo y sobre la consideración católica sobre las relaciones entre naturaleza y gracia. Yo sugiero algo posiblemente complementario, aunque distinto, y más clásico en una perspectiva tomista: puesto que una ontología analógica entre Dios y la creación es posible y necesaria en cristología, por eso es necesario que la teología natural se distinga de la cristología. De hecho, sin una reflexión específicamente metafísica sobre Dios, hecha de modo filosófico, la verdadera reflexión cristológica queda comprometida. Desarrollaré esta idea más abajo.
113. Cf. Tomás de Aquino, De Ver., q. 21, a. 5; STh I, q. 48, a. 5; q. 76, a. 4, ad 1; q. 105, a. 5; I-II, q. 3, a. 2; q. 49, a. 3, ad 1; In IX Meta., lec. 5, 1828; lec. 9, 1870; In de Anima II, lec. 1, 220–24. La distinción se encuentra originalmente en Aristóteles, Metafísica IX, 6, 1048b6–9, y 8,