Thomas Joseph White

El Señor encarnado


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presenta sensiblemente como posiblemente causado, pero no nos dice nada de Dios mismo.

      84. Este es un tema importante en La religión dentro de los límites de la mera razón, trad. Felipe Martínez Marzoa (Madrid: Alianza Editorial 2009), 83–86.169 [AK 6:63–64.190]. Volveré sobre este tema en el capítulo 3.

      85. K Barth, CD IV, 1, 200–1. Bruce McCormack ha analizado recientemente esta sección de CD de manera muy precisa. Cf. B. McCormack, «Karl Barth’s Christology as a Resource for a Reformed Version of Kenoticism», International Journal of Systematic Theology 8/3 (2006), 243–51, y también su ensayo «Divine Impassibility or Simple Divine Constancy? Implications of Karl Barth’s Later Christology for Debates over Impassibility», en Divine Impassibility and the Mystery of Human Suffering, eds. James F. Keating and Thomas Joseph White (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 2009), 150–86. Volveré sobre este tema en el capítulo 7.

      86. Este es uno de los puntos de la crítica de Erich Przywara al pensamiento de Barth como «theopanismo» y que ha sido puesto nuevamente en evidencia por David Bentley Hart.Cf. D. B. Hart, «No Shadow of Turning: On Divine Impassibility», Pro Ecclesia 11 (Spring 2002), 184–206.

      87. Agradezco a Michael Gorman por el resumen de este argumento.

      88. Tomás de Aquino, Scriptum super libros Sententiarum magistri Petri Lombardi episcopi Parisiensis (vols. 1–2), ed. P. Mandonnet (Paris: P. Lethielleux, 1929) y vols. 3–4, ed. M. Moos (Paris: P. Lethielleux, 1933–47), d. 8, q. 4, a. 3 [In I Sent.]; CG I, c. 23; De potentia Dei, ed. P. M. Pession, en Quaestiones disputatae (vol. 2), ed. R. Spiazzi (Turin: Marietti, 1965), q. 7, a. 4 [De Pot.]; STh I, q. 3, a. 6; Compendium theologiae ad fratrem Reginaldum socium suum carissimum, en Sancti Thomae de Aquino opera omnia v. 42 (Roma: Leonina, 1979), c. 23 [Compendium].

      89. Id., CG I, 23: «Todo aquello que se encuentra en una cosa accidentalmente tiene una causa de su presencia, porque es algo diverso de la esencia en la que inhiere. Por tanto, si se da algo accidentalmente en Dios, es necesario que tenga alguna causa. Ahora bien, la causa del accidente será la substancia divina o alguna otra causa. Si es otra, es necesario que obre en la substancia divina, ya que nada induce una forma (substancial o accidental) en el recipiente si no es obrando sobre él, según que obrar no es otra cosa que hacer algo en acto, lo cual se realiza por la forma. Por tanto, Dios padecería y se movería por este agente, lo cual va en contra de lo establecido previamente. Pero si la misma substancia divina del accidente que está en ella es imposible que sea causa de él en cuanto lo recibe, porque de este modo lo mismo según lo mismo se haría a sí mismo en acto. Por tanto, es necesario que si en Dios hay algún accidente habrá algo que recibe y algo que cause aquel accidente, al modo como las cosas corpóreas reciben sus accidentes propios por la naturaleza de la materia y lo causan por la forma. Pero en este caso, Dios sería compuesto, lo cual es contrario a lo demostrado antes». En los capítulos 22 y 23, Tomás de Aquino cita el testimonio patrístico de san Hilario, De Trinitate VII, 11; san Agustín, De Trinitate V, 4 y Boecio, De Trinitate II.

      90. Id., STh I, q. 13, a. 5.

      91. Cf., por ejemplo, Id., STh I, q. 12, aa. 1 et 12; I-II, q. 3, a. 2, ad 4; a. 6.

      92. Id., STh I-II, q. 3, a. 8.

      93. Id., STh II-II, q. 1, aa. 9–10.

      94. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 2; STh I, q. 1, a. 1, ad 2. También STh II-II, q. 2, aa. 3–4; CG I, cc. 4–5.

      95. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 2: «El conocimiento de las cosas divinas se puede considerar de dos maneras. En un primer modo, desde nuestra parte y así son cognoscibles para nosotros por las cosas creadas que adquirimos por los sentidos. De otro modo, por su misma naturaleza, y en este sentido ellas son máximamente cognoscibles por ellas mismas; y aunque según este modo no son conocidas por nosotros, son conocidas por Dios y por los santos. Por eso de las cosas divinas existe una doble ciencia. Una según nuestro modo de conocer, que toma sus principios de las cosas sensibles para llegar a conocer las cosas divinas. Y de este modo los filósofos más eminentes trataron sobre esta ciencia que es la filosofía primera a la que llamaron ciencia divina. Otra es según el modo propio de las cosas divinas, en cuanto las cosas divinas son captadas en sí mismas. No podemos, sin embargo, poseer perfectamente este modo de conocimiento en esta vida, aunque sí alcanzamos una participación de aquel conocimiento y una asimilación al conocimiento divino, en la medida que por la fe infusa se imprime en nosotros la verdad primera por sí misma». En STh, q. 1, a. 5, ad 4, santo Tomás no habla de un distinto «objeto formal», sino del mismo objeto considerado bajo distintos aspectos (haciendo referencia a Aristóteles, Analíticos posteriores I, 33, 89b2) y aplica esto a la distinción entre el conocimiento natural y revelado de Dios.

      96. Tomás de Aquino, STh I, q. 1, a. 5, corp. et ad 2.

      97. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 3: «Los dones de la gracia no se añaden a la naturaleza de modo que la eliminen, sino perfeccionándola; por eso el lumen fidei, que por la gracia se infunde en nosotros, no destruye la luz de la razón natural impresa en nosotros por Dios […]. Por eso podemos usar la filosofía en tres sentidos. En primer lugar, para demostrar aquellas cosas que son un preámbulo de la fe, es decir, aquello que es necesario conocer [en el acto] de fe. Son aquellas cosas que se prueban por razones naturales sobre Dios, como que Dios existe, que es uno o cosas así, o aquellas cosas demostradas por los filósofos sobre Dios o las criaturas que la fe supone. En segundo lugar, para clarificar por medio de semejanzas aquellas cosas que pertenecen a la fe, como hace san Agustín en su libro sobre la Trinidad, donde usa muchas semejanzas tomadas de las doctrinas de los filósofos para manifestar la Trinidad. En tercer lugar, para refutar aquellas cosas que se dicen contra la fe, ya sea para demostrar que son falsas ya sea para demostrar que no son necesarias».

      98. Cf. A. Gardeil, La crédibilité et l’apologétique (Paris: J. Gabalda et Fils, 1928), y Le donné révélé et la théologie, (Paris: J. Gabalda & Cie., 1910), esp. 196–223.

      99. Y. Congar, La tradition et les traditions, 2 vols. (Paris: A. Fayard, 1960–63).

      100. Normalmente causas y efectos naturales.

      101. A. Gardeil, La crédibilité et l’apologétique, 221–22: «Esto no impide que solo la Tradición y la Escritura contengan la revelación o constituyan los lugares teológicos fundamentales. La Iglesia no tiene otro rol que el de determinar con una autoridad infalible aquello que se contiene en la Tradición y la Escritura. Hablando lógicamente, la Iglesia viene después de la Tradición y las Escrituras [y está subordinada a ellas]. Por tanto, si se comienza tratando de los lugares teológicos con una consideración por el lugar teológico de la Iglesia, esto es solo por algo de orden práctico y cómodo, pero de ningún modo necesario. Pero lo que no se puede hacer sin ir contra el genio propio del Tratado sobre los lugares teológicos, es fundar su autoridad en la autoridad del magisterio de la Iglesia, en la medida en que esta autoridad resulta de las pruebas racionales de la