primera, para Tomás de Aquino, pertenece a la substancia de la cosa, su ser en acto como un cierto todo que posee una determinación esencial114. Estar en acto, en el primer caso, significa simplemente ser como un único ente de tal tipo. Por ejemplo, podemos decir que desde el momento en que es concebida una persona, aunque en estado embrionario es ya un nuevo ser humano y este ente, eventualmente, se desarrollará de muchos modos, pero conservará su continuidad substancial a lo largo del tiempo. Siempre existirá en acto. El segundo modo de actualidad, el acto segundo, pertenece a las operaciones; por ejemplo, a la conciencia y a la razón reflexiva, o a la deliberación, o la elección, que se desarrollan y manifiestan progresivamente. Estas operaciones se dan en la persona humana de modo habitual de manera que hacen su comportamiento predecible y sujeto a descripciones normativas (por ejemplo, bajo la forma de vicios o virtudes). Estos actos segundos de la persona (como los actos operativos de la piedad y la obediencia) son propiedades accidentales de la substancia, actos segundos relativos al acto primero que sí es substancial115.
Por tanto, es importante para nuestro objetivo considerar la unión de Dios con el hombre de acuerdo con estos dos modos de ser en acto. La encarnación, en la cual Dios existe como hombre, toma lugar principalmente según el primero de estos modos: Dios subsiste personalmente como un hombre. Nuestra unión con Dios, por el contrario, tiene lugar principalmente según el segundo modo, a saber, mediante las operaciones humanas. Por la gracia operante podemos llegar a conocer a Dios y a amarlo, de modo que nos unimos a él por nuestras acciones humanas116. Esta distinción es importante, porque nos permite ver claramente el verdadero «locus» de la encarnación que es exclusivo de Cristo. Éste no puede estar en la conciencia humana de Jesús ni tampoco en su operación humana de obediencia; se da en la verdadera substancia de la persona de Cristo.
De acuerdo con el modo que tiene el Aquinate de establecer la cuestión, la unión de Dios y el hombre en Cristo es substancial y no accidental. Tiene lugar en la persona subsistente del Verbo y no en las acciones accidentales del hombre Jesús. El Hijo une a su propia persona una naturaleza humana. Consecuentemente, el hombre Cristo Jesús es la segunda persona de la Trinidad117. De este modo, el Verbo existe como hombre de manera que su cuerpo y sangre subsisten en virtud de su esse (el ser actual del mismo Verbo). O, por decirlo de un modo ligeramente diverso, la naturaleza humana del Verbo encarnado subsiste en su persona en virtud de su ser actual divino118. Por lo tanto, todo lo que ocurre a Jesús en su naturaleza humana, desde el momento de su concepción hasta su muerte, es atribuido propiamente al mismo Dios. Así decimos, por ejemplo, que el Hijo de Dios lloró o que el Hijo de Dios fue crucificado119. También podemos decir que Dios obedeció en cuanto hombre o que Dios sufrió en su naturaleza humana. Pero si hacemos esto, lo podemos decir gracias a la subsistencia hipostática del Verbo en la naturaleza humana, y por una trasposición de los atributos humanos a la naturaleza divina. Aunque pongamos la unión de Dios y el hombre en la hipóstasis del Hijo, debemos todavía distinguir adecuadamente entre la naturaleza humana y la divina de Cristo y entre sus operaciones divinas y humanas.
Debe notarse que el ser-en-acto (entelecheia) es entendido por Aristóteles y Tomás de Aquino como significado analógicamente y como poseyendo semejantes, pero no idénticos modos de realización. Podemos estar en acto substancialmente o bien accidental y operativamente120. En este caso, estamos hablando de una analogia entis o realización analógica del ser humano creado que es distinta del tema del conocimiento analógico de Dios basado en el conocimiento natural de las criaturas (teología natural). Ni Barth ni Schleiermacher, sin embargo, captan adecuadamente esta distinción analógica y por ello ambos piensan unívocamente el ser-en-acto de las operaciones (la conciencia de dependencia religiosa de Jesús o la obediencia humana de Cristo) como equivalentes o susceptibles, de alguna manera, de significar formalmente el ser en acto del subsistente (la persona de Cristo en su unidad de ser con el Padre). Esto es lo que los lleva, en dos caminos distintos, a buscar localizar la unión divino-humana en Cristo en las acciones humanas de Jesús. Adicionalmente, Barth no identifica con precisión lo que distingue las operaciones de las naturalezas divina y humana de Cristo. Las operaciones humanas se transforman así en ventanas de las operaciones de la divinidad, como si de algún modo fueran iguales.
He sugerido más arriba que el problema subyacente al que debemos responder es si la cristología de Calcedonia depende en parte de nuestra aceptación de cierta forma de ontología clásica. Si damos la vuelta a la cuestión, también podríamos preguntarnos si una forma consistente de la cristología de Calcedonia posee un recurso implícito al pensamiento analógico para hablar de Dios en términos metafísicos. Piénsese, por ejemplo, en el discurso relativo a la «existencia» que las especulaciones de santo Tomás sobre Calcedonia implican. Requieren que podamos decir que Cristo, este hombre concreto, es Dios y que Dios existe como este hombre121. Esta noción de la existencia del Verbo hecho carne es ciertamente solo accesible para nosotros por el misterio de la fe, y de nuevo, a través del medio del objeto formal revelado en la Escritura. Sin embargo, puesto que exige de nosotros hablar de la relación entre la existencia de Dios Creador y de su creación (porque es el Creador existente que existe como hombre), este lenguaje también implica que el concepto de la encarnación no sea totalmente extraño a nuestro modo ordinario de conocer. Como conocimiento no cae dentro de nuestro alcance ordinario de conocer, y por eso se nos debe revelar en la fe y por la Escritura; pero cuando esto ocurre, la verdad no es algo extrínseco a nuestro pensamiento de modo que permanezca ininteligible. Al contrario, en cuanto sujetos humanos dotados de inteligencia, somos capaces de realizar por gracia un acto intrínsecamente intelectual de fe. Si esto no fuera así, seríamos sujetos tan aptos para recibir la revelación como una roca.
Lo que sugiere esta línea argumental es importante. Dentro de los mismos límites de nuestro conocimiento humano ordinario, poseemos ya una vía para pensar en la existencia que está intrínsecamente abierta a Dios e incluso a la posibilidad de hablar de Dios que existe como uno de nosotros; lo cual no impide reconocer, al mismo tiempo, que la existencia de Dios como creador del mundo no se identifica unívocamente con nuestro propio modo de existir, aun cuando el creador exista como hombre. Existe una analogía del ser implícita en la cristología, pace Kant, Schleiermacher y Barth. Reconocer, por tanto, la presencia trascendente de Dios en Cristo (incluso en medio de su inmanencia como uno de nosotros) exige que nosotros como creaturas estemos naturalmente abiertos a la reflexión sobre la trascendencia metafísica de Dios y que podamos luego establecer una relación con su existencia a través del pensamiento conceptual y analógico. Esta forma de pensamiento cristológico no reduce nuestra comprensión de Dios a la comprensión del mundo. La bondad de Cristo como Dios no es idéntica a su bondad como hombre. Su obediencia como hombre no es idéntica con su divina voluntad como Dios. Un pensamiento analógico de este tipo evita reducir la divinidad de Cristo a formas naturales de este mundo. Todo esto sugiere que si el ser humano puede creer en la encarnación (por la gracia), entonces es también capaz de un pensamiento natural y analógico sobre la trascendencia de Dios. Es decir, la cristología hace un uso implícito de la teología natural122. Si creemos en la encarnación, debemos recuperar cierta forma de metafísica clásica.
¿Qué deberíamos decir, por tanto, del «acto segundo»? ¿Qué valor tienen las acciones de Cristo como revelación del Hijo de Dios y como revelación para nosotros de lo que significa ser realmente hombres? Aquí quisiera cambiar el punto de énfasis de Barth a Schleiermacher. Más arriba he argumentado que Barth quiere recuperar una ontología calcedoniana sólida en la modernidad, pero que falla al momento de identificar de modo correcto el lugar de la unión divino-humana en Cristo (en la subsistencia del Verbo hecho carne). Esto se debe, en parte, a un equivocado rechazo (o uso incorrecto) de la metafísica del ser. Schleiermacher, por su parte, apela a la religiosidad humana de Jesús como modelo de nuestro encuentro con Dios, pero esta aproximación a Cristo sustituye la cristología de Calcedonia. En una cristología ordenada, sin embargo, no deberíamos vernos obligados a elegir entre una ontología de la unión hipostática y una antropología teológica centrada en las acciones humanas de Cristo.
Para ejemplificar esta afirmación, recurriré a un punto soteriológico desarrollado por Jacques Maritain en su libro «Sobre la gracia y la humanidad de Jesús»123. El libro de Maritain contiene un análisis del conocimiento de Cristo, y específicamente sobre su visión beatífica durante su vida terrena, es decir, un