o es, de hecho, pura ilusión84. Si se asumen fielmente las consecuencias de la restricción de un pensamiento especulativo sobre la presencia de Dios en la historia, entonces la trascendencia del Dios encarnado, tal como se entiende que se ha revelado en Cristo, es de hecho algo que la mente simplemente no tiene la capacidad de alcanzar intelectualmente. Solo podemos concebir la presencia de Dios en este mundo de manera unívoca, conforme a las categorías naturales de nuestro mundo. La realidad de la divinidad de Cristo presente históricamente en una carne como la nuestra es una verdad intrínsecamente ininteligible si aceptamos los límites kantianos de la razón.
Es claro que, si se adoptan estos presupuestos epistemológicos, hay graves consecuencias para la cristología. En la medida en que Dios es pensado en Cristo, así es pensado en términos puramente naturales. Schleiermacher parece tomar este tipo de transposición de un modo fluido: se da por una reducción del misterio de Jesús al mundo humano de los sentimientos religiosos y de la ética. Lo que importa sobre Jesús no es mantener que hizo milagros o la ontología de la encarnación o el evento histórico de la resurrección. Lo que importa es la evolución de su conciencia religiosa. Cuando la naturaleza humana alcanza el punto culminante de su trayectoria religiosa natural (en Jesús de Nazaret), entonces es divina.
Al parecer, Barth rechaza esta posición; el problema es que no nos ofrece una alternativa satisfactoria. A su modo, Barth intenta comprender la divinidad y el ser de Cristo recurriendo únicamente a categorías intramundanas, basado en acciones humanas y eventos históricos. Aquí descubrimos de modo extraño la sombra de Kant: el pensamiento humano no se puede elevar especulativamente sobre las formas de este mundo y, por ello, Dios, en un acto de condescendencia, asume nuestra propia forma en su divinidad, como camino para mostrarnos cómo es Dios en sí mismo. Pensemos, por ejemplo, en el intento de Barth por interpretar toda la teología trinitaria y cristológica a la luz de la obediencia humana de Cristo (cf. CD IV, 1). En su explicación, descubrimos a Dios en la historia únicamente en la humanidad de Cristo y específicamente en la obediencia humana de Cristo. ¿Cómo pueden las acciones humanas de Cristo revelarnos qué es Dios? Para Barth, Dios ha creado este mundo de modo que la naturaleza humana de Cristo pueda revelarnos en qué consiste la divinidad de Dios desde toda la eternidad. Consecuentemente, el acontecimiento de la obediencia de Cristo en su muerte es la expresión de la misma vida del Hijo de Dios en su constitución eterna. Lo que la cruz nos revela es que el Hijo de Dios es eternamente obediente al Padre85. Pero el argumento va más allá: el acontecimiento de la pasión en el tiempo es de hecho un acontecimiento en la vida misma de Dios. Dios en su propia divinidad obedece y sufre. La misma divinidad de Dios puede padecer la muerte y recuperar la vida eterna. Así es, al menos, como algunos discípulos como Moltmann, Jüngel y Jenson han interpretado a Barth (probablemente con razón) al momento de presentar un retrato historicista de la divinidad de Dios86.
Esta perspectiva es obviamente distinta a la de Schleiermacher. El problema, sin embargo, es que tampoco es capaz de mantener la estructura clásica del pensamiento de Calcedonia. ¿Qué significa decir que Dios «existe» personalmente como ser humano en medio de nosotros? ¿Cómo deberíamos entender la diferencia entre la naturaleza humana de Cristo y su naturaleza divina? Ambas cuestiones apuntan a la necesidad de una metafísica de la analogía del ente: ¿en qué difiere la existencia de la persona del Verbo respecto a la nuestra? Por otra parte, debemos también examinar los distintos sentidos del término «naturaleza»: ¿cómo podemos atribuirla a la esencia humana de Cristo, en cuanto distinta de su esencia divina? Al intentar recuperar la ontología de Calcedonia en un contexto postkantiano, pero sin asumir la metafísica clásica, la «tradición» barthiana no puede responder adecuadamente a estas preguntas. Ha elaborado respuestas que son creativas, pero que son también ambivalentes en su significado.
Continuando con esta crítica, descubrimos que no deja de haber algo irónico en el modo como Barth trata las operaciones humanas de Jesús en cuanto reveladoras de su divinidad. Barth rechaza claramente esta idea del protestantismo liberal según la cual nuestra conciencia religiosa sería el lugar del encuentro entre lo divino y lo humano y, a pesar de ello, intenta encontrar el «sitio» de la unión hipostática en un extraño lugar: la identidad trascendente de Dios se nos revela en un acto voluntario de Cristo hombre (la sumisión libre y voluntaria de Cristo a Dios). Por consiguiente, lo mismo que con la conciencia pietista de Dios en el planteamiento de Schleiermacher (el sentimiento de absoluta dependencia), también aquí un «elemento» accidental del hombre Cristo (la autodeterminación consciente de Cristo) se transforma en el lugar privilegiado de la unión divino-humana. Barth intenta recuperar el sentido de la ontología cristológica clásica contra el protestantismo liberal, pero podría decirse que termina proyectando antropomórficamente un elemento de la vida humana creada en la divinidad.
Podríamos resumir el argumento de este modo: Schleiermacher rechaza la metafísica y recurre a la conciencia, mientras Barth rechaza la metafísica humana y recurre a una suerte de metafísica cristológica revelada. La estrategia de Barth, sin embargo, intentando escapar, al parecer, del reduccionismo de Schleiermacher, termina (irónicamente) transformándose en una aplicación de las categorías humanas e incluso (aún más irónicamente) estas categorías resultan pertenecer a la conciencia. Ahora bien, se pueden evitar estos problemas si aceptamos la posibilidad de una capacidad natural en el ser humano para la reflexión metafísica, siempre y cuando esta metafísica esté equipada con un sentido de la analogía, de modo que los elementos divinos no se reduzcan a los humanos87.
La teología clásica de Calcedonia, por tanto, puede responder tanto a Barth como a Schleiermacher al formular las siguientes preguntas. ¿Está asegurada la unión de Dios y el hombre en Cristo primera y principalmente por su obediencia o por algo más fundamental, es decir, por su identidad personal como Verbo hecho carne? ¿Cristo es obediente y padece en virtud de su divinidad o únicamente en virtud de su humanidad? ¿Existen en la naturaleza divina propiedades distintas de la esencia divina que le permiten atravesar una «historia» del desarrollo a través de actos de obediencia? Siguiendo la más sólida tradición patrística y medieval, podemos decir que Barth falla al momento de reconocer la doctrina de la actualidad pura de Dios88. Dios en su incomprehensible divinidad no está compuesto de potencia y acto y por lo mismo, no está sujeto al desarrollo accidental o al enriquecimiento progresivo89. En consecuencia, si queremos atribuir a Dios características propias del pensar o del querer humanos (incluso lícitamente), estas deben ser repensadas analógicamente cuando las atribuimos a su vida eterna, justamente para salvaguardar el sentido de su divina trascendencia90.
Al apelar a la doctrina de Dios como acto puro, no estoy asumiendo que la metafísica de Tomás de Aquino sea necesariamente correcta o que una versión particular de la metafísica clásica deba abrazarse si se quiere hacer hoy una teología cristiana consistente. Solo sugiero que, al margen de las buenas intenciones de Barth y Schleiermacher, ninguno resuelve adecuadamente el problema de cómo o hasta qué punto la ontología clásica es un elemento necesario para cualquier comprensión de la cristología de Calcedonia. ¿Podemos realmente recuperar esta tradición sin recurrir a las categorías y los conceptos ontológicos tradicionales para hablar de Dios, justamente en el modo en que un pensador postkantiano, de hecho, rechazaría? Si el misterio de Cristo debe entenderse en términos ontológicos, quizás la cristología moderna debería recuperar abiertamente el recto uso de la «metafísica del ser» y el lenguaje de la predicación analógica para hablar de Dios, aun cuando se oponga a las restricciones de Kant. (Volveré sobre este tema con más detalle en los capítulos 3 y 4).
Esta reconsideración de la «analogía del ente» nos permite acercarnos a la oposición problemática que aparece en la cristología moderna entre un polo excesivamente antropológico (representado típicamente por Schleiermacher) y otro exclusivamente cristológico (representado por Barth). La metafísica de santo Tomás postula que la mente humana está abierta en última instancia a trascender la historia, alcanzando su completa perfección solo por el conocimiento de Dios y la consideración analógica de los nombres divinos91. Esta apertura natural a la trascendencia de Dios es un signo de que el entendimiento humano es capaz de ser elevado gratuitamente al orden sobrenatural de la gracia e incluso a la visión beatífica92. En esta explicación, no hay oposición dialéctica entre la revelación cristológica del Dios Trinidad y nuestra auténtica plenitud