sensibles frente a algunos aspectos de la vida de Jesús de Nazaret, y tal conocimiento puede a su vez invitarnos a una reflexión más profunda. El misterio ontológico del Verbo encarnado implica unas condiciones histórico-culturales como dimensiones intrínsecas de su realidad que pueden ser estudiadas racionalmente, y por esta razón, el conocimiento de estas circunstancias empíricas e histórico-culturales de Cristo nos invita a una más profunda reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado. En último término, sin embargo, ninguna de estas circunstancias de la vida de Cristo puede ser completamente entendida excepto por el recurso a la fe sobrenatural, puesto que solo en este nivel alcanzamos el núcleo ontológico más profundo de su persona. Por consiguiente, el estudio histórico no nos permite determinar lo que sostiene la fe, aunque nos puede ayudar a clarificar qué es razonable creer y qué no lo es con relación al modo histórico en que un misterio tal fue desvelado históricamente.
Permítaseme poner un ejemplo para ilustrarlo recurriendo a una breve consideración tomista sobre las teorías de N. T. Wrigth relativas a la «intencionalidad sacrificial» del Jesús histórico en las vísperas de su muerte105. Como todos saben, el sistema sacrificial en tiempos de Jesús giraba en torno a la aplicación de los preceptos del Levítico y del Deuteronomio sobre los sacrificios físicos en el contexto del Segundo Templo y de su sociología cultual, política y económica. Sin embargo, en la generación posterior a la muerte de Jesús, los cristianos que redactaron los escritos del Nuevo Testamento consideraban la muerte de Jesús como un «sacrificio» único y definitivo106. Usando imágenes sacrificiales del Antiguo Testamento para describir el sentido de su muerte, sostenían que este acontecimiento había, de alguna manera, reemplazado la economía de los sacrificios del Templo y que tenía efectos redentores para toda la humanidad. También afirmaban (indudablemente) que la eucaristía significaba y hacía presente el cuerpo y la sangre sacrificados de Cristo107.
Pero incluso si todo esto es así, ¿podemos simplemente contentarnos con desarrollar una teología del sacrificio a partir del Nuevo Testamento, si Jesús de Nazaret, él mismo un judío del siglo primero, nunca hubiera concebido su propia muerte en términos sacrificiales? Claramente el objeto formal de la fe es el significado de la muerte de Jesús tal como es presentada y comprendida en la fe y por la fe como Dios lo ha revelado en la Escritura. Aún más, el Nuevo Testamento atribuye a Cristo en varias ocasiones una voluntad de ofrecer su vida «sacrificialmente» por la multitud. Sin embargo, esto no hace irrelevante la pregunta por cómo podemos explicar históricamente el origen de esta creencia en la vida de Jesús en el contexto del judaísmo del Segundo Templo, o la cuestión por cómo su mismo modo judío de expresarse en este contexto histórico pudo haber iluminado su propia convicción respecto del significado «sacrificial» y soteriológico de su muerte. Este es el tipo de argumento probabilístico e hipotético que Wright, por ejemplo, proporciona recurriendo al medio formal de la especulación histórica, siguiendo en esto a otros académicos como Martin Hengel108 y George Caird109, sobre los cuales construye su propia obra110.
Por ejemplo, si podemos remontar la narración de la institución de la eucaristía a la primera comunidad cristiana de Palestina («esta es la sangre de la alianza que será derramada por muchos»), entonces tenemos la evidencia de una teología primitiva sobre la muerte de Jesús que puede razonablemente (por el recurso a los modos histórico-críticos de argumentar) ser considerada como originada con el mismo Cristo. A su vez, esta teología de Jesús de Nazaret nos remite al sacrificio fundacional de la alianza de Éxodo 24 (donde se origina la expresión «sangre de la alianza») y que aparece en el Éxodo como aquello que estableció un contrato de comunión entre las doce tribus y el Dios de Israel. Si Jesús no solo previó su muerte, sino que la interpretó de antemano como una renovación radical y como cumplimiento de la alianza de Éxodo 24, incluso como una universalización de la alianza «por muchos» (cf. Is 53,10-12) y si lo manifestó a sus seguidores por medio de la prescripción de un nuevo modo de sacrificio que ahora tiene lugar fuera del Templo, entonces comenzamos a comprender cómo Cristo en la historia era consciente de explicar el carácter sacrificial de su muerte en términos específicamente judíos y, al mismo tiempo, interpretó su propia vida y misión como poseyendo un significado completamente singular y autoritativo111.
Una muestra de estas imágenes de la autoconciencia de Cristo podría sugerir con una profundidad mayor y más rica cómo el Verbo encarnado se pensaba a sí mismo (su identidad y autoridad), en el contexto del judaísmo del primer siglo, incluso sugiriendo con cierta posibilidad cómo las palabras y acciones del Jesús histórico dieron origen a las creencias posteriores tal como están promulgadas en los escritos del Nuevo Testamento. Pero ¿estas hipótesis históricas determinan el contenido del objeto de la fe o prueban su veracidad? Por ejemplo, si puede mostrarse tan solo con los principios de la razón natural que es históricamente probable que Jesús de Nazaret interpretara su próxima ejecución en términos sacrificiales, ¿demuestra esto que la muerte de Jesús debería considerarse teológicamente como si fuera un sacrificio? Por supuesto que no. Este conocimiento se da al hombre únicamente a través de la gracia, por la acción del Espíritu Santo que nos enseña por medio de la Escritura, la Tradición y la proclamación viva que lleva a cabo la Iglesia. ¿Nos permiten estas reflexiones históricas vislumbrar cómo la vida histórica del Hijo de Dios podría haberse desenvuelto en su contexto histórico y defender una explicación histórica plausible de Jesús en clave apologética contra las construcciones históricas secularistas que intentan contradecir el testimonio de la doctrina misma del Nuevo Testamento? Sí lo hacen, o al menos podrían hacerlo en principio. La ciencia histórica de la investigación histórica racional moderna (que aunque es más modesta en sus certezas que muchas otras ciencias, es capaz de algunas conclusiones demostrativas) puede ponerse al servicio de la fe, como un intento de descifrar una comprensión más perfecta de su objeto material, el Hijo hecho hombre, incluso cuando queda claro que este estudio histórico no proporciona ni alcanza el acceso radical al misterio de Cristo que nos otorga solo la fe por medio de su objeto formal. La confusión o mezcla entre estos dos objetos en la que incurrió Schleiermacher obscurece el misterio sobrenatural de Cristo y encierra su sentido a las especulaciones reduccionistas de los eruditos histórico-críticos y sus conjeturas. Barth expurga (o al menos reduce severamente) la posibilidad de que tales conjeturas sean usadas de manera significativa al servicio del objeto de fe como una forma de la razón histórica al servicio de la revelación. Gardeil busca distinguir en orden a unir. Reconoce la contribución de la reflexión histórico-crítica como una ciencia inferior de la razón que puede ser asumida sapiencialmente por la ciencia superior (e irreductiblemente integral) de la divina revelación. Es solo desde esta última ciencia, sin embargo, de donde la teología recibe sus primeros principios.
Cristología calcedoniana y conocimiento metafísico de Dios: acto primero y segundo
El segundo tema mencionado más arriba se refiere a la relación entre la ontología clásica de Calcedonia y la moderna restricción filosófica de un conocimiento especulativo sobre Dios. Si asumimos por principio que la mente humana está limitada a considerar las realidades trascendentes únicamente bajo la perspectiva de la univocidad intramundana, ¿podemos realmente explicar teológicamente la redención del moderno yo humano por la experiencia de una dependencia religiosa absoluta o por un actualismo revelador que nos abriera a una reflexión ontológica sobre las profundidades de Dios? En otras palabras, ¿debe la cristología someterse a los límites del naturalismo filosófico postkantiano?
He insinuado ya que la recuperación de una metafísica del ser y de los nombres divinos es una parte integral dentro de la renovación cristológica calcedoniana. Ahora quisiera sugerir dos modos en los que la reflexión tomista sobre el ser de Cristo ofrece un remedio a nuestros entendimientos secularizados: no una cura desde Wittgenstein, sino más bien, desde Tomás de Aquino. Esto es, no se trata de replantear el lenguaje ordinario que ya conocemos, sino de replantear desde dentro de la cristología nuestras capacidades naturales para conocer a Dios. ¿Qué nos enseña Cristo sobre nosotros mismos y sobre las capacidades trascendentes y el sentido teleológico de la mente humana? Al responder estas cuestiones, consideraremos primero un punto relativo a las preocupaciones de Barth y luego otro como respuesta a Schleiermacher112.
Estos dos puntos pueden elaborarse sobre otra distinción tomista clave; una distinción