frases hechas: “Por supuesto”, “No te preocupes”, “A todos nos ha pasado”.
—Hace una hora que quiero gritar así; gracias por hacerlo por mí, amiguito —le dijo un hombre a Herny, y rio con tanta amabilidad que Elizabeth sintió deseos de abrazarlo por distender la atmósfera.
Sheryl abrió la cerca para dejar salir a los adultos y anunció con voz cantarina:
—Niños, tenemos un amiguito nuevo. Vamos a presentarnos todos, ¿qué les parece?
Uno por uno, los niños —todos de entre uno y cinco años— respondieron cuando Sheryl les pidió nombres y edades. Aun la más pequeña, Beth, que pronunció su nombre “Best” y levantó un dedito meñique para indicar la edad. Sheryl se volvió hacia Henry.
—¿Y este caballero tan apuesto? —preguntó, haciendo reír a los niños—. ¿Cómo te llamas?
Elizabeth deseó con todas sus fuerzas que Henry respondiera: “Henry. Tengo tres”, o al menos ocultara el rostro contra la falda de ella, permitiéndole poner una excusa y decir que era tímido cuando estaba entre desconocidos, lo que lograría que las otras mamás corearan “Ay, qué dulce”. Pero nada de eso sucedió. El rostro de Henry estaba en blanco. Miraba la nada, con los ojos hacia arriba y la boca entreabierta. Parecía la cáscara de un niño: sin personalidad, sin inteligencia, sin emociones.
Elizabeth carraspeó y explicó:
—Se llama Henry. Tiene tres años —logró hablar con tono ligero, sin que se trasluciera el espesor de la vergüenza que amenazaba con provocarle arcadas.
Cuando la pequeña Beth se acercó con pasos inciertos y dijo: “Hola, Hen-wy”, los adultos emitieron sonidos tiernos y diversas variantes de “Ay, qué adorable!” antes de volver a su esquina, conversando y ofreciéndole bebidas a Elizabeth, mientras ella se preguntaba si era posible que nadie más hubiera vivido el momento con extrema incomodidad.
Durante los siguientes cinco minutos, mientras ella conversaba con el resto, Henry se quedó callado y quieto. No jugaba con los niños, no parecía estar divirtiéndose, pero al menos no se hacía notar, que era lo importante. Elizabeth bebió su vino, y la fresca acidez le entibió la garganta y el estómago. Sentía que estaba dentro de una campana de cristal; los niños le parecían distantes e irreales, como si estuvieran en una película, y la cacofonía de ruidos se había convertido en un zumbido agradable.
El momento se quebró cuando Sheryl dijo:
—Pobrecito, Henry, no está jugando con nadie.
Más tarde esa noche, mientras aguardaba la llamada de Victor (estaba en una conferencia en Los Ángeles, la tercera de ese mes), imaginaría las diversas formas en que podría haber manejado ese momento. Podría haber dicho: “Está cansado, necesita una siesta” y haberse ido, o podría haber dado a Henry uno de esos juguetitos musicales que lo obsesionaban, para que pareciera que estaba jugando cerca de los otros niños, aunque no exactamente con ellos. Ciertamente, debió de haber intervenido cuando Sheryl inició un juego para incluir a Henry.
En los días subsiguientes, Elizabeth le echaría la culpa de su omisión al vino, que la había envuelto en una nebulosa burbujeante. Siguió tomando mientras Sheryl y su esposo se sentaban a un metro y medio de distancia entre sí y levantaban los brazos para formar un portón. Nadie explicó las reglas, pero parecía muy simple: cada vez que decían bip-bip y levantaban los brazos, los niños corrían tratando de pasar antes de que bajaran los brazos. Elizabeth no comprendía qué tenía de gracioso, pero todos reían, hasta los adultos.
Después de varios ciclos de abrir y cerrar el portón, Sheryl preguntó:
—¿Henry, quieres jugar? ¡Es divertido!
Uno de los niños de tres años, como Henry, extendió la mano:
—Ven, pasaremos juntos.
Henry se quedó donde estaba, sin reaccionar, como si fuera ciego y mudo y no registrara nada. Miraba el cielo raso con tanta intensidad que la mitad de los otros niños levantó la vista también para ver qué había de tan interesante; luego les dio la espalda, se sentó y comenzó a balancearse hacia adelante y hacia atrás.
Todos se quedaron mirándolo. No demasiado tiempo, tres segundos, cinco, quizá, pero hubo algo en ese instante, el absoluto silencio y la quietud del resto de los niños que estiró el momento. Elizabeth nunca había comprendido el concepto de que el tiempo se congela en los accidentes, esa absurda noción de que la vida entera pasa delante de tus ojos en un segundo, pero eso fue exactamente lo que sucedió: mientras miraba cómo Henry se balanceaba, trocitos de su vida iban pasando como escenas de una película en su cabeza. Henry recién nacido, rechazando su pecho cargado de leche. A los tres meses, llorando durante cuatro horas seguidas. Victor llegando de una cena tardía con un cliente para encontrarla tendida en el suelo de la cocina, sollozando. Henry a los quince meses, el único del grupo de niños amigos que no gateaba ni caminaba. La mamá de la niña que ya corría y hablaba con oraciones cortas había dicho: “No importa. Los bebés tienen sus propios tiempos”. (Qué curioso: siempre eran las mamás de los niños precoces las que insistían en que no hay que preocuparse por los hitos de desarrollo de los niños, con esas sonrisas satisfechas de los que tienen niños “avanzados”.) Henry a los dos años, todavía sin hablar; las palabras de la mamá de Victor en la fiesta de cumpleaños: “¡Einstein no habló hasta los cinco años!”. Henry, la semana pasada, en el control médico de los tres años, sin establecer contacto visual, lo que llevó a que el pediatra utilizara la palabra tan temida: “No estoy diciendo que sea autismo, pero no perdemos nada haciendo las pruebas correspondientes”. Ayer, cuando en el centro médico de Georgetown le habían dicho que el tiempo de espera para las pruebas de autismo era de ocho meses. Elizabeth, furiosa consigo misma por no haber llamado hacía un año —qué diablos, hacía dos años— cuando, admitámoslo de una vez, se había dado cuenta de que algo no estaba bien con Henry. Claro que se había dado cuenta, pero había dejado pasar todo ese tiempo esperando, negando y hablando del maldito Einstein. Y ahora aquí estaba Henry, balanceándose —¡balanceándose!— delante de los vecinos nuevos.
Sheryl quebró el silencio:
—Creo que Henry no quiere jugar ahora. No importa, ¿quién sigue? —en su voz había una ligereza fingida, una falsa jovialidad y Elizabeth comprendió que Sheryl sentía vergüenza por Henry.
Todos volvieron a sus actividades, juegos, copas de vino y conversaciones, pero de manera cautelosa, con cierto temor, con la mitad de la energía y del volumen de voces que antes. Los adultos se esforzaron por no mirar a Henry, y la pequeña Beth preguntó:
—¿Qué está haciendo Hen-wy?
—Shh, ahora no —susurró su mamá, y se volvió para decirle a Elizabeth—. ¿Viste qué deliciosa es esta salsa? ¡Se consigue en Cotsco!
Elizabeth era consciente de que la puesta en escena de finjamos que aquí no ha pasado nada era para ella. Quizá debería haber sentido gratitud. Pero por algún motivo, lo empeoraba todo, como si el comportamiento de Henry fuera tan anormal que necesitaban ocultarlo. Si Henry hubiera padecido cáncer o fuera hipoacúsico, todos habrían sentido pena, seguro, pero no vergüenza. Se hubieran acercado a ella con preguntas y expresiones de solidaridad. Pero el autismo era diferente: conllevaba un estigma. Y ella, como una tonta, había pensado que podría proteger a su hijo (¿o a ella misma?) no hablando del tema y rogando desesperadamente que nadie lo notara.
—Disculpen —dijo, y atravesó el salón hacia Henry. Sentía las piernas pesadas, como si tuviera cadenas que la ataran a una jaula y tuvo que esforzarse para caminar. Las mamás fingieron no darse cuenta de nada, pero ella vio las miradas rápidas que le dirigían y notó en sus expresiones una intensa gratitud por no estar en su lugar. Una erupción volcánica de furia le subió por la garganta. Envidiaba, detestaba, aborrecía a estas mujeres con sus hijos tan normales. Mientras avanzaba por entre los niños que reían y hablaban, sintió profundos deseos de levantar en brazos a cualquiera de ellos y decir que era suyo. Qué diferente sería la vida, tan llena de risas y trivialidades (“Les juro, ya no sé qué hacer: