ni que las chicas se reían delante de ella.
Así fue que cuando Mary abandonó el almacén ese día, dijo “Adiós” en coreano, utilizando adrede la frase formal que implica distancia y que se usa con desconocidos, y luego, mirándola a los ojos, le dijo “mamá” en lugar de “Um-ma”. Al ver la mueca de dolor en el rostro de su madre (una repentina palidez en las mejillas, y la boca abierta como para una protesta que nunca pronunció, resignada) Mary pensó que se sentiría mejor, pero no fue así. La habitación pareció inclinarse, y sintió deseos de llorar.
Al día siguiente, su madre comenzó a manejar la tienda sola y a dormir allí con frecuencia. Mary lo comprendía, al menos de manera intelectual: el viaje a casa tomaba media hora en coche, tiempo que podía aprovechar durmiendo, sobre todo porque ella no iba a estar despierta. Pero esa primera noche, tendida en la cama, pensó en que no había visto a su madre ni hablado con ella en todo el día, por primera vez en su vida, y la odió. La odió por ser su madre. Por traerla a un sitio que la hacía odiar a su propia madre.
Aquel fue el verano del silencio. Los Kang se fueron de viaje durante dos meses a California a visitar a la familia de su hijo y dejaron a Mary sola, sin escuela, sin colonia de verano, sin amigos, sin familia. Ella trató de disfrutar de la libertad, de convencerse de que estaba viviendo el sueño de cualquier chica de doce años: que ningún adulto la molestara, que la dejaran sola para hacer lo que tuviera ganas, y comer y mirar en la tele todo lo que quisiera. Además, tampoco había pasado tanto tiempo con los Kang antes del viaje: eran callados y distantes y hacían su vida sin molestarla. Por lo cual no le parecía que estar sola fuera a resultar demasiado diferente.
Sin embargo, hay algo en los sonidos que hacen las personas. No al hablar, necesariamente. Los sonidos del vivir —el crujir de la escalera, el televisor encendido, el tintineo de la vajilla, un canturreo— disipan la soledad. Se extrañan cuando desaparecen. Su ausencia, el silencio total, se torna palpable.
Y así sucedió con Mary. Pasaba días sin ver a otro ser humano. Su madre volvía a casa todas las noches, pero no antes de la una de la mañana, y volvía a salir antes del amanecer. Nunca la veía.
Pero la escuchaba, eso sí. Su madre siempre pasaba por la habitación de Mary al regresar; atravesaba la pila de ropa sucia en el suelo, la arropaba con la manta, le daba un beso de buenas noches y algunas veces, se quedaba sentada sobre la cama, peinándole el cabello con los dedos una y otra vez, como solía hacer en Corea. Por lo general, Mary todavía estaba despierta, aterrada por imágenes de su madre atrapada en un tiroteo al salir del almacén blindado en mitad de la noche; una posibilidad real que había sido la razón principal por la que su madre no había accedido a dejarla vivir en la tienda. Cuando oía a su madre atravesar el corredor de la casa en puntillas, la invadía una mezcla de alivio y rencor. Le parecía mejor no hablar, por lo que fingía estar dormida. Mantenía los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, concentrándose en respirar lentamente y prolongar el momento que le permitía revivir a su madre como Um-ma y saborear el antiguo afecto.
Eso había sido hacía cinco años, antes de que los Kang regresaran y su madre volviera a dormir en la tienda, antes de que Mary hablara inglés con fluidez y los chicos de la escuela dejaran de acosarla, antes de que su padre llegara a Estados Unidos y se mudaran a un sitio donde otra vez se sintió foránea, donde la gente le preguntaba de dónde era, y cuando respondía de Baltimore, objetaban: “No, me refiero a de dónde eres realmente”. Antes de los cigarrillos y de Matt. Antes de la explosión.
Pero aquí estaban otra vez. Su madre le peinaba el cabello con los dedos y ella fingía dormir. Sumida en esa nebulosa de sopor, se sintió transportada de nuevo a Baltimore y se preguntó si su madre sabría que todas aquellas noches había estado despierta, esperando el regreso de Um-ma.
—Yuh-bo, la cena se enfría —dijo la voz de su padre y quebró el momento.
—Enseguida voy —respondió su madre, y la sacudió suavemente—. Mary, la cena está lista. No tardes, ¿de acuerdo?
Ella parpadeó y masculló algo, como si acabara de despertar. Aguardó a que su madre se fuera y cerrara la cortina antes de incorporarse y tomar conciencia de lo que la rodeaba. Miracle Creek, no Baltimore, ni Seúl. Matt. El incendio. El juicio. Henry y Kitt, muertos.
Al instante, imágenes de la cabeza chamuscada de Henry y el tórax de Kitt envuelto en llamas le inundaron la mente y le volvió el ardor de lágrimas a los ojos. Durante todo el año, había intentado no pensar en ellos, en aquella noche, pero hoy, después de haber escuchado la narración de sus últimos momentos e imaginar el dolor padecido, sentía como si las imágenes fueran agujas implantadas mediante cirugía en su cerebro; cada vez que se movía, le provocaban un pinchazo tan doloroso detrás de los ojos que solo podía pensar en aliviar la presión, en abrir la boca y gritar.
Junto a la colchoneta, vio un periódico que había traído del tribunal. Era el de esa mañana, y ostentaba el titular: Caso: “Mamita querida”: el juicio por asesinato comienza hoy. Una foto mostraba a Elizabeth contemplando a Henry con una sonrisa embobada y la cabeza ladeada, como si no pudiera creer cuánto amaba a su hijo. Era la expresión que tenía siempre en las sesiones de oxigenoterapia, cuando abrazaba a Henry, le alisaba el cabello, le leía. A Mary le había hecho pensar en Um-ma en Corea y había sentido una punzada de envidia al ver la abnegación de esta madre por su hijo.
Desde luego, todo había sido una artimaña. Tenía que haberlo sido. La forma en que Elizabeth se había quedado sentada durante todo el tiempo en que Matt relató cómo Henry se había quemado vivo, impávida, sin llorar, sin gritar ni huir de allí. Ninguna madre que sintiera un mínimo de amor por su hijo podría haberse comportado así.
Mary volvió a mirar la fotografía de la mujer que se había pasado el verano entero fingiendo adorar a su hijito mientras en secreto planeaba su muerte, esta sociópata que había colocado un cigarrillo junto a un tubo por el que pasaba oxígeno, sabiendo que la llave de paso estaba abierta y su hijo estaba dentro.
Su pobre hijo, Henry, ese chiquillo precioso, con cabello tan suave, dientes de bebé, devorado por…
No. Cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza de lado a lado, fuerte, muy fuerte, hasta que le dolió el cuello y se mareó y el mundo se le puso de costado y luego patas arriba. Cuando no le quedó nada en la cabeza y ya no pudo permanecer sentada, se dejó caer sobre la colchoneta y apretó la cara contra la almohada, permitiendo que la funda de algodón le absorbiera las lágrimas.
ELIZABETH WARD
LA PRIMERA VEZ QUE LASTIMÓ a su hijo adrede había sido hacía seis años, cuando Henry tenía tres. Estaban recién mudados a la casa nueva en las afueras de la ciudad de Washington. Una típica casona imponente, linda para verla en soledad, pero absurda en ese apretujamiento de mansiones idénticas, construidas demasiado cerca unas de las otras sobre terrenos pequeños separados por franjas de césped. A Elizabeth no le gustaban demasiado los suburbios, pero su esposo de aquel entonces, Victor, no quería vivir en la ciudad (“¡Demasiado ruido!”) ni en el campo (“¡Demasiado lejos!”) y declaró que esa casa (cerca de dos aeropuertos y también de tres buenos institutos de educación infantil) era ideal.
La primera semana después de la mudanza, su vecina llamada Sheryl organizó una fiesta para todos los niños de su calle. Cuando Elizabeth entró con Henry, los niños, montados sobre palos de escoba con cabezas de caballos, locomotoras y autos como los de la película Cars, corrían como bólidos por el cavernoso subsuelo a los gritos (¿de júbilo, miedo, dolor? No podía saberlo). Los padres se amontonaban junto a una barra de tragos en una esquina, separados de los niños por cercas movibles; parecían animales encerrados en un zoológico, todos con copas de vino en la mano, inclinados hacia adelante para hacerse oír por encima del barullo.
Henry dio unos pasos dentro del recinto, se llevó las palmas de las manos a los oídos y emitió un grito estridente y agudo que cortó como una navaja el pandemonio. Todos los ojos se volvieron hacia él primero, y luego hacia ella, su madre.
Elizabeth se volvió para abrazarlo con fuerza, sujetándolo contra su regazo para ahogar el grito.
—Shhh