que había protegido todo lo que estaba por debajo del cuello de Henry, manteniéndolo prístino.
Se obligó a mirar la cabeza de Henry. Despedía humo; el pelo estaba quemado y cada centímetro de la piel estaba carbonizado, ampollado y ensangrentado. Los peores daños se habían producido cerca de la mandíbula derecha, en el lugar por donde el oxígeno —el fuego— había entrado en el casco. Allí ya no había piel y se le veían el hueso y los dientes. Vio el diente que le estaba creciendo, ahora sin encías que lo ocultaran. Perfecto, diminuto, elevado por encima de los demás que se notaba bien que eran de leche, porque los dientes permanentes que todavía no habían crecido habían quedado a la vista, por sobre los otros. En la brisa suave que sopló, Matt sintió el olor de la carne carbonizada y el pelo quemado.
—Cuando pude acercarme a él —le respondió a Abe—, vi que Henry estaba muerto.
YOUNG
LA CASA NO ERA EXACTAMENTE una casa. Más bien, una choza. Si uno la miraba con determinados ojos, podía parecer pintoresca. Como una cabañita de troncos o una casita en un árbol, de esas que un adolescente puede llegar a armar con un padre no muy habilidoso y que hace comentar a la madre: “¡Muy buen trabajo! ¡Y pensar que nunca tomaste una clase de carpintería!”.
La primera vez que la vio, Young le dijo a Mary:
—No importa qué aspecto tiene. Nos mantendrá seguros, eso es lo importante.
Era difícil sentirse seguros, a decir verdad, en una choza que crujía y estaba vencida hacia un lado, como si toda la estructura se estuviese hundiendo lentamente. (El terreno era blando y fangoso, lo que lo tornaba posible). La puerta y la única “ventana” (plástico transparente pegado con cinta a un agujero en la pared) estaban torcidas y los tablones del suelo no coincidían. Claramente, quien había construido esta choza no sabía nada de niveles ni de ángulos rectos.
Pero ahora, al abrir la puerta torcida y pasar al suelo irregular, Young se sintió completamente segura. A salvo para poder entregarse a lo que había estado deseando hacer desde que el juez golpeó el martillo para dar fin al primer día del juicio: reír a carcajadas, con la boca abierta, y gritar que adoraba los juicios estadounidenses, que adoraba a Abe, al juez y más que todo, a los miembros del jurado. Le encantaba cómo habían hecho caso omiso de las instrucciones del juez en cuanto a que no hablaran del caso con nadie, ni siquiera entre ellos, y en cuanto él se había puesto de pie (lo que más le gustó a Young fue eso, que ni siquiera esperaron a que se retirara) se habían puesto a hablar de Elizabeth, de lo desagradable y rara que era, del descaro que había mostrado al aparecerse allí delante de las personas a las que les había arruinado la vida. Le encantaba cómo la habían mirado con desdén, todos al mismo tiempo, como si fueran una pandilla, con la misma expresión de desagrado en los rostros. Qué bella había sido esa uniformidad; parecía coreografiada.
Young era plenamente consciente de que no estaba bien pensar así, menos después del atroz testimonio de Matt sobre las muertes de Henry y Kitt, las quemaduras que había sufrido, la amputación de sus dedos, lo difícil que había sido aprender a hacer todo con la mano izquierda. Pero ella había vivido el último año sumida en una tristeza constante, recordando todo el tiempo los gritos de Pak en la unidad de quemados del hospital e imaginando un futuro sin extremidades que funcionaran, por lo que escuchar hablar de eso ya no la afectaba. Como esas ranas que se acostumbran al agua caliente y se quedan dentro de la olla hirviente, se había acostumbrado a la tragedia hasta volverse insensible a ella.
Pero el júbilo y el alivio… esos sí que eran reliquias; los había enterrado y olvidado, pero ahora que habían visto la luz, ya no había manera de contenerlos. Cuando Matt narró los minutos previos a la explosión y no hubo preguntas ni indicio alguno de que Pak pudiera no haber estado presente en el granero, ella sintió como si hubiera tenido lodo en las venas, cortándole la irrigación de los órganos y de pronto, se hubiera roto el dique y todo hubiera fluido en un torrente. El relato que Pak había inventado para protegerlos se había vuelto verdadero —a fuerza de tiempo y repetición— y la única persona que podía cuestionarlo lo había reafirmado.
Young se volvió para ayudar a Pak a entrar.
—Hoy fue un buen día —dijo él cuando ella se acercó, y le sonrió. Parecía un chico, con esa sonrisa ladeada, con una comisura más alta que la otra y un hoyuelo en una sola mejilla—. Esperé hasta que estuviéramos solos para contarte las buenas noticias —prosiguió, ensanchando la sonrisa, que se ladeó aún más. Young experimentó una deliciosa sensación de unión conspiratoria con su esposo—. El investigador del seguro estaba en la sala. Estuvimos hablando cuando fuiste al baño. Presentará el informe en cuanto se anuncie el veredicto. Dijo que en unas pocas semanas nos darán el dinero.
Young echó la cabeza hacia atrás, unió las manos y elevó los ojos cerrados al cielo, como hacía siempre su madre para alabar a Dios por las buenas noticias. Pak rio, y ella también.
—¿Mary lo sabe? —preguntó Young.
—No. ¿Quieres decírselo? —respondió Pak. La sorprendió que él le preguntara sus preferencias en lugar de indicar que se hiciera de un modo específico.
Ella asintió y sonrió; se sentía algo desconcertada, pero feliz como una novia en vísperas de la boda.
—Tú, descansa. Yo iré a contárselo —le dijo, y al pasar junto a él le puso una mano sobre el hombro. En lugar de apartarse, Pak se la cubrió con su mano y sonrió. Las manos unidas: un equipo, una unidad.
Young saboreó la euforia que cosquilleaba en su interior como burbujas de helio, y ni siquiera la tristeza de Mary —evidente en la forma en que estaba de pie delante del granero, con los hombros caídos, mirando las ruinas y llorando en silencio— pudo apagarla. Por el contrario, sus lágrimas la animaron más aún. Desde la explosión, Mary había mutado: de ser una chica conversadora y de temperamento fogoso había pasado a ser un facsímil distante y callado de su hija. Los médicos le habían diagnosticado trastorno por estrés postraumático (TEPT, lo llamaban: los estadounidenses tenían pasión por reducir frases a siglas; ahorrarse segundos era de suma importancia para ellos) y dijeron que su negativa de hablar de lo ocurrido aquel día era el “TEPT clásico”. Mary no había querido asistir al juicio, pero los médicos dijeron que los relatos de otras personas podrían activarle los recuerdos. Y Young tenía que admitir que estaban en lo cierto: hoy se había soltado algo en ella, decididamente. Mary se había concentrado fuertemente en el testimonio de Matt, decidida a enterarse de todos los detalles de aquel día: las manifestantes, los retrasos, el apagón eléctrico y todo lo que se había perdido por estar en las clases de preparación de exámenes preuniversitarios todo el día. Y ahora, lloraba. Manifestaba una emoción real; la primera reacción verdadera desde la explosión.
Al acercarse más a su hija, Young notó que movía los labios y murmuraba casi inaudiblemente: “Tanto silencio… tanto silencio…”, pero de manera etérea, hipnótica, como un mantra de meditación. Cuando Mary despertó del coma después de la explosión, había repetido mucho esas palabras, tanto en inglés como en coreano, refiriéndose a la quietud anterior a la explosión. El médico explicó que las víctimas de trauma muchas veces se concentran intensamente en un elemento sensorial del suceso, reviviéndolo una y otra vez en sus mentes.
—Las víctimas de explosiones muchas veces quedan traumatizadas por el ruido de la explosión —amplió—. Es natural que ella esté obsesionada por el contraste auditivo de ese momento: el silencio anterior a la explosión.
Young se acercó a Mary hasta quedar junto a ella. Mary no se movió; mantuvo la mirada sobre el submarino chamuscado, sin dejar de llorar.
—Sé que hoy fue difícil, pero me alegra que finalmente puedas llorar —le dijo en coreano y apoyó una mano sobre el hombro de Mary.
La joven se apartó con violencia.
—¡No sabes nada! —exclamó en inglés y corrió hacia la casa.
El rechazo hirió a Young, pero el dolor fue momentáneo y se apaciguó cuando comprendió que lo que acababa de suceder —sollozos, gritos, alejarse