hubiera regresado.
Siguió a Mary y abrió la cortina de baño negra que delimitaba el rincón donde ella dormía. Era demasiado delgada como para darle a Mary (o a Pak y ella, del otro lado) algún tipo de privacidad, y servía principalmente como símbolo, como una declaración visual de la necesidad de una adolescente de que la dejaran en paz.
Mary estaba acostada sobre la colchoneta donde dormía, con la cara hundida en la almohada. Young se sentó y le acarició el pelo largo y negro.
—Tengo buenas noticias —dijo con suavidad—. El seguro nos va a pagar cuando termine el juicio. Pronto podremos mudarnos. Siempre quisiste conocer California. Puedes postularte para ir a la universidad allí y olvidaremos todo esto.
Mary levantó apenas la cabeza, como un bebé al que le cuesta todavía erguirla, y se volvió hacia Young. Tenía marcas de la almohada en la cara y los ojos hinchados.
—¿Cómo puedes estar pensando en eso? ¿Cómo puedes hablar de la universidad y de California con Kitt y Henry muertos? —le espetó con tono acusatorio, aunque sus ojos estaban muy abiertos, como si admirara la habilidad de su madre para concentrarse en cosas no trágicas y quisiera aprender a hacer lo mismo.
—Lo que sucedió es terrible, lo sé. Pero tenemos que seguir adelante. Pensar en nuestra familia, en tu futuro —respondió Young y le acarició la frente con suavidad, como si estuviera planchando seda.
Mary bajó la cabeza.
—No sabía cómo había muerto Henry. No sabía que su cara… —Cerró los ojos y las lágrimas cayeron sobre la funda de la almohada.
Young se recostó junto a su hija.
—Shhh… ya está, ya pasó.
Le quitó el pelo de los ojos y se lo peinó con los dedos, como había hecho todas las noches en Corea. Cuánto había echado de menos esto. Young detestaba muchas cosas de sus vidas estadounidenses: haber sido una familia-ganso separada durante cuatro años; descubrir (después de instalarse en Baltimore) que la familia que los alojaba pretendía que trabajara desde las seis de la mañana hasta la medianoche, siete días por semana; convertirse en prisionera, encerrada y aislada. Pero lo que más lamentaba era haber perdido la relación de cercanía con su hija. Durante cuatro años, no la había visto nunca. Mary estaba dormida cuando Young regresaba a casa y seguía durmiendo cuando ella volvía a irse. Al principio, Mary había ido a la tienda los fines de semana, pero pasaba todo el tiempo llorando porque aborrecía la escuela, por lo crueles que eran los estudiantes, porque no entendía nada de lo que decían, porque echaba de menos a su padre, a sus amigos, etcétera, etcétera. Después vino la ira: gritarle a Young que la había abandonado, que la había dejado huérfana en un país desconocido. Más tarde, finalmente, lo peor de todo: el silencio y la distancia: ni gritos, ni súplicas, ni miradas furiosas.
Lo que Young nunca comprendió fue por qué su hija descargaba su enojo solamente sobre ella. Que Pak se quedara en Corea, el arreglo con la familia alojadora… todo había sido idea de él. Mary lo sabía, lo había visto dando órdenes y silenciando las objeciones de Young, pero de algún modo, la culpaba a ella. Era como si Mary asociara todo el dolor de la transición y la inmigración —separación, soledad, hostigamiento— con Young (porque Young estaba en Estados Unidos), mientras que a Pak, debido a su ubicación, lo relacionaba con sus cálidos recuerdos de Corea: la familia unida, la pertenencia. La familia alojadora le había dicho a Young que esperara, que Mary seguiría el típico recorrido de los chicos inmigrantes que se integran demasiado pronto y vuelven locos a sus padres prefiriendo hablar inglés que coreano y comer hamburguesas en lugar de kimchi. Sin embargo, Mary nunca se ablandó ni con Young ni con Estados Unidos, ni siquiera cuando comenzó a hacerse amigos. A Young le hablaba solo en inglés las pocas veces en que se dignaba a dirigirle la palabra, hasta que con el tiempo esas primeras asociaciones se convirtieron en una verdad matemática, una eterna constante.
(Pak = Corea = felicidad) > (Young = Estados Unidos = sufrimiento)
¿Habría terminado eso? Porque aquí estaba su hija ahora, permitiendo que le pasara los dedos por el cabello mientras lloraba, sintiéndose reconfortada por ese gesto de intimidad. Transcurridos unos cinco minutos, tal vez diez, la respiración de Mary se tornó pareja y rítmica y Young contempló su rostro dormido. Cuando estaba despierta, su cara tenía ángulos filosos: nariz fina, pómulos altos, líneas en el entrecejo que parecían vías de ferrocarril. Pero al dormir, todo se le suavizaba como cera caliente, y los ángulos cedían lugar a curvas suaves. Hasta la cicatriz en la mejilla se veía delicada, como si pudiera ser borrada con un movimiento de la mano.
Young cerró los ojos y al sincronizar la respiración con la de su hija, sintió un leve mareo, una sensación de extrañeza. ¿Cuántas veces se había acostado junto a ella y la había abrazado? ¿Cientos, miles? Pero hacía tantos años. En la última década, la única vez que Mary había dejado que Young la tocara por largos períodos había sido en el hospital. La gente habla tanto sobre la pérdida de intimidad entre parejas casadas con el transcurso de los años, hay tantos estudios sobre cuántas veces una pareja tiene relaciones sexuales durante el primer año de casados y los años subsiguientes, pero nadie mide las horas que pasas con tu bebé en brazos en los primeros años de vida comparadas con los años posteriores, nadie piensa en cómo se pierde la cercanía con los hijos, el modo en que uno los abraza al amamantarlos o consolarlos cuando van pasando de la primera a la segunda infancia y luego a la adolescencia. Se vive en la misma casa, pero la cercanía desaparece, reemplazada por una distancia salpicada de fastidio. Como si se tratara de una adicción a alguna sustancia, puede pasarse años sin ella, pero nunca se la olvida, nunca se deja de echarla de menos y cuando se consume una dosis, como Young había hecho ahora, se desea más intensamente hundirse en ella.
Abrió los ojos. Acercó el rostro y juntó su nariz con la de Mary, como solía hacer en el pasado. Sintió el aliento cálido de su hija sobre los labios, como besos suaves.
*
Para la cena, Young preparó el plato que Pak fingía que era su preferido: sopa de tofu y cebolla en una gruesa pasta de soja. Su verdadero plato preferido era galbi, costillitas marinadas... su favorito desde que se habían conocido en la universidad. Pero las costillas, aun las de peor calidad, costaban más de ocho dólares por kilo. La caja de tofu costaba dos dólares, que les resultaba accesible si se arreglaban comiendo arroz, kimchi y el ramen de un dólar por docena el resto de la semana. La noche que regresaron del hospital, Young había preparado esa sopa y Pak había inspirado profundamente, llenándose los pulmones con el aroma intenso de la pasta de soja y las cebollas dulces. Cerró los ojos después del primer bocado, dijo que cuatro meses de comida de hospital insulsa lo habían dejado hambriento de sabores fuertes, y manifestó que la sopa de Young era su nuevo plato preferido. Ella se dio cuenta de que estaba protegiendo su honor —Pak se avergonzaba de su situación financiera y se negaba a hablar de ella— pero de todos modos, su evidente júbilo ante cada bocado la había complacido y la había vuelto a preparar con la mayor frecuencia posible.
De pie ante la olla llena, mientras revolvía la pasta y observaba cómo el agua se tornaba oscura, Young rio por lo contenta que se sentía, por el hecho de que nunca se había sentido tan feliz desde que había llegado a Estados Unidos. Para ser objetiva, estaba en el peor momento de su vida en Estados Unidos… no, en realidad, de toda su vida. Tenía un esposo paralizado, una hija cuasi catatónica, con el rostro marcado de cicatrices y la psiquis destrozada; la situación económica de la familia era desastrosa. Debería de estar al borde de la desesperación, oprimida por la crudeza de su situación y por la lástima que sentían los demás, que era algo que no soportaba.
Sin embargo, aquí estaba. Disfrutando de la sensación en la mano de la cuchara de madera, del movimiento de revolver la cebolla trozada dentro del líquido, de inspirar el aroma penetrante que le entibiaba el rostro. Pensó en las palabras de Pak sobre el dinero del seguro y en el modo en que le había cubierto la mano con la suya y le había sonreído. Pak y ella habían reído juntos hoy… ¿hacía cuánto tiempo que eso no sucedía? Era como si haberse visto privada de alegría durante tanto tiempo la hubiera vuelto más sensible que nunca, por lo que apenas un atisbo de placer —ese placer