para la inmersión matutina, por lo que Young la invitó a aguardar en la casa mientras Pak preparaba el granero.
Mary había saludado antes de irse a sus clases.
—Qué bueno volver a verla, señora Santiago. Hola, Rosa —dijo inclinándose para poner su rostro al nivel de la joven. A Young le sorprendía lo amistosa y amable que podía ser Mary con todos menos con ella. Hasta Rosa había reaccionado ante la voz alegre de Mary. Sonrió y pareció esforzarse por decir algo, que terminó en una mezcla de gruñido y gárgara que le brotó de la garganta.
—Miren eso —se entusiasmó Teresa—. Está tratando de hablar. Toda esta semana ha estado haciendo muchísimos sonidos. La oxigenoterapia le está haciendo muy bien —dijo y apoyó la frente contra la de su hija, le revolvió el pelo y rio. Rosa cerró los labios y emitió sonidos guturales, luego los abrió y balbuceó algo parecido a “maa”.
Teresa contuvo la respiración.
—¿Escucharon eso? ¡Dijo “Ma”!
—¡Es cierto! ¡Dijo “Ma”! —corroboró Mary, y Young sintió un cosquilleó de emoción.
Teresa se inclinó hacia el rostro de Rosa.
—¿Puedes decirlo otra vez, mi amor? Ma. Mamá.
La joven volvió a emitir un zumbido y luego dijo:
—Ma. —Un instante después, lo repitió—: ¡Ma!
—¡Dios mío! —Teresa le cubrió el rostro de besos livianos, lo que hizo reír a Rosa. Young y Mary también rieron, sintiendo cómo lo maravilloso de ese momento las recorría como una ola y las unía en asombro compartido. Teresa echó la cabeza hacia atrás, como orando o agradeciendo a Dios y entonces Young vio que le corrían lágrimas por las mejillas. Tenía los ojos cerrados y una expresión de júbilo tan completa e incontenible, que no pudo impedir que se le distendieran los labios en una sonrisa ancha, que le dejaba al descubierto las muelas. Besó a Rosa en la frente, esta vez saboreando la piel de la niña contra los labios.
Young sintió una oleada de envidia. Era absurdo sentir celos de una mujer con una hija que no hablaba ni caminaba, una hija cuyo futuro no incluía universidad, esposo ni hijos. Debería sentir lástima por ella, no envidia, se dijo. ¿Sin embargo, cuándo había sentido alegría pura como la que irradiaba el rostro de Teresa? Por cierto, no en los últimos tiempos, en los que todo lo que decía hacía que Mary frunciera el entrecejo, le gritara o —peor aún— la ignorara y fingiera no conocerla.
Para Teresa, que Rosa dijera “Mamá” era un logro milagroso, algo que le daba más felicidad que… ¿qué? ¿Qué había hecho Mary, qué podía llegar a hacer en el futuro que pudiera provocarle ese asombro y júbilo a Young? ¿Ingresar en Harvard o Yale?
Como para remarcar este punto, Mary se había despedido cálidamente de Teresa y de Rosa y luego había dado media vuelta para marcharse sin decirle una palabra a su madre.
Young sintió las mejillas ardientes y se preguntó si Teresa lo habría notado.
—Conduce con cuidado, Mary —le recomendó Young con fingida ligereza en la voz—. Cenaremos a las ocho y media —dijo en inglés, para no ser descortés con Teresa por hablar en coreano, aunque se sentía extraña usando el inglés delante de Mary; sabía que su acento, como todo lo demás, avergonzaba a su hija.
Young se volvió hacia Teresa y emitió una risita forzada.
—Está tan ocupada. Clases de preparación para los exámenes preuniversitarios SAT, tenis, violín. ¿Puedes creer que ya está investigando universidades? Supongo que eso es lo que hacen los jóvenes de dieciséis años —comentó y aun antes de que brotaran esas palabras, quiso frenarlas. Pero fue como ver una película, no había manera de detener lo que venía. La verdad era que por un instante —un breve instante, pero lo suficientemente largo como para herir— quiso lastimar a Teresa. Quiso inyectar una dosis de oscura realidad en su alegría y hacerla despertar con un chasquido de los dedos. Quiso recordarle todas las cosas que Rosa debería estar haciendo pero no haría nunca.
El rostro de Teresa perdió forma y expresión; los extremos de los ojos y de los labios se le desmoronaron en forma teatral, como si se hubiera cortado el hilo invisible que los sostenía. Era exactamente la reacción que había buscado Young, pero en cuanto la vio, sintió desprecio por sí misma.
—Te pido disculpas. No sé por qué dije eso. —Extendió el brazo para tocarle la mano—. Fue muy insensible de mi parte.
Teresa levantó la vista.
—No pasa nada —dijo. Debió de ver que Young no le creía del todo, porque sonrió y le tomó la mano—. De verdad, Young, está todo bien. Cuando Rosa se enfermó, al principio fue duro. Cada vez que veía a una chica de su edad, pensaba: “Esa debería ser Rosa. Debería estar jugando fútbol e invitando a amigas a dormir”. Pero en algún momento —acarició el cabello de Rosa—, lo acepté. Aprendí a no esperar que fuera como los demás chicos y ahora soy como cualquier madre. Tengo días buenos y malos y a veces siento mucha impotencia, pero en otras ocasiones hace algo que me causa risa o que nunca hizo antes, como ahora, y de pronto la vida es linda, ¿comprendes?
Young había asentido, pero sin comprender realmente cómo Teresa podía verse feliz, estar feliz cuando su vida —según cualquier medida objetiva— era tan difícil y trágica. Pero ahora, al besar a Pak en la mejilla para despertarlo para cenar y verlo sonreír mientras decía “Hiciste mi plato preferido, qué bien huele”, comprendió. Ahí estaba el motivo por el que todas las investigaciones demostraban que las personas ricas y exitosas que deberían ser más felices —ejecutivos poderosos, ganadores de la lotería, campeones olímpicos— no eran, de hecho, los más felices y por el que los pobres y desvalidos no eran necesariamente los más infelices: uno se acostumbra a su vida, a los logros y problemas que contiene y reacomoda sus expectativas en consecuencia.
Después de despertar a Pak, Young fue hasta el rincón de Mary y golpeó el suelo con el pie dos veces —los golpes a la puerta falsos que usaban para aumentar la ilusión de privacidad— y corrió la cortina de ducha. Mary seguía dormida con el pelo desordenado y la boca abierta, como la de un bebé que espera que lo alimenten. Qué vulnerable se la veía, como después de la explosión, cuando se había desmoronado en el suelo con sangre corriéndole por las mejillas. Young parpadeó para alejar esa imagen y se arrodilló junto a Mary. Apoyó los labios sobre su sien, cerró los ojos y estiró el beso, saboreando la piel de su hija contra los labios y sintiendo el ritmo pulsante de su sangre por debajo. Se preguntó cuánto tiempo podría permanecer así, unida a su hija, piel contra piel.
MARY YOO
DESPERTÓ CON EL SONIDO DE la voz de su madre.
—Mei-ya, despierta. Es hora de cenar —estaba diciendo, pero en un susurro, como si contradiciendo sus palabras, estuviera tratando de no despertarla. Mary mantuvo los ojos cerrados e intentó controlar la oleada de confusión que la envolvió al oír a su madre diciendo “Mei” con voz suave. Durante los últimos cinco años, su madre había utilizado su nombre coreano solamente cuando estaba molesta con ella, durante las discusiones. De hecho, no la había llamado “Mei” en un año; desde la explosión, se mostraba sumamente amable y solo la llamaba “Mary”.
Lo curioso era que Mary detestaba su nombre estadounidense. No siempre había sido así. Cuando su madre (que había aprendido inglés en la universidad y seguía leyendo libros en ese idioma) sugirió “Mary” como lo más parecido a “Mei”, a ella la había entusiasmado encontrar un nombre con la misma sílaba inicial del suyo. Durante el vuelo de catorce horas de Seúl a Nueva York —sus últimas horas como Mei— había practicado escribir su nombre nuevo y llenado una hoja de papel entera con “Mary”, encantada con lo bonitas que se veían las letras. Cuando aterrizaron, y el oficial de migraciones estadounidense la anotó como “Mary Yoo”, pronunciando la “r” de ese modo exótico que su lengua coreana no podía replicar, sintió un vértigo glamoroso, como si fuera una mariposa recién salida del capullo.
Pero