Leonardo Boff

Reflexiones de un viejo teólogo y pensador


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Cristo:

      Miren, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; de lo pasado no haya recuerdo ni venga pensamiento, más bien gocen y alégrense siempre por lo que voy a crear; miren, voy a transformar a Jerusalén en alegría y a su población en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos; ya no habrá allí niños malogrados ni adultos que no colmen sus años, pues será joven el que muera a los cien años, y el que no los alcance se tendrá por maldito. Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán sus frutos, no construirán para que otro habite, ni plantarán para que otro coma; porque los años de mi pueblo serán los de un árbol y mis elegidos podrán gastar lo que sus manos fabriquen. No se fatigarán en vano, no engendrarán hijos para la catástrofe; porque serán la estirpe de los benditos del Señor, y como ellos, sus retoños. Antes de que me llamen yo les responderé, aún estarán hablando y los habré escuchado. El lobo y el cordero pastarán juntos, el león como el buey comerá paja. No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo —dice el Señor— (Is 65,17-25).

      Ese sueño es inmortal y, como todo sueño o utopía, de alguna manera anticipa el futuro que vendrá.

      El mayor de todos los sueños es el de Jesús: el Reino de Dios ya presente entre nosotros. Los gestos liberadores de Jesús muestran signos de su presencia, como curar enfermos, limpiar leprosos, devolver la vista a los ciegos, resucitar a su amigo Lázaro, multiplicar panes y peces para una multitud hambrienta, calmar las revueltas aguas del lago de Genesaret y perdonar pecados (Lc 7,21-22). Entonces habrá libertad para los presos y liberación para los oprimidos (Lc 4,18s) y surgirá un mundo en que los pobres, los hambrientos y los sedientos, los que lloran y sufren serán bienaventurados (Lc 12,20). Al final, “habrá un cielo nuevo y una tierra nueva y Dios mismo enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado” (cf. Ap 21,1.4-7).

      Todos los pueblos tienen sus sueños, que los empujan a trabajar en búsqueda de su realización. Hemos tenido, y aún tenemos, el sueño del capitalismo, de una sociedad de la abundancia. Se consiguió para un pequeño grupo a costa de dos perversas injusticias: la injusticia social de los millones y millones de pobres y miserables y la injusticia ecológica con la devastación de la naturaleza. Ese sueño, aunque continúe, está poniendo en riesgo las bases físico-químicas y ecológicas que sostienen la vida. Por su parte, la utopía socialista buscó una sociedad igualitaria, pero impuesta de arriba hacia abajo, anulando la identidad de cada individuo. Ese sueño costó la vida a millones de personas y se perdió en la historia.

      Pero si no queremos estancarnos y hundirnos en el pantano de los intereses de las minorías poderosas y dominantes sobre las grandes mayorías populares tenemos que alimentar sueños.

      La mayoría de esos sueños maximalistas terminó en una pesadilla, o lo que es lo mismo, en sueños con fatales consecuencias, especialmente para los pobres y marginados. Toda pesadilla viene del inconsciente, con imágenes de acontecimientos trágicos, de personas que nos atacan o situaciones con riesgo vital que nos meten miedo y producen angustia. Las pesadillas nos hacen despertar sobresaltados. Por ejemplo, durante el juicio de Jesús en el tribunal, la mujer de Pilatos le dijo: “No te metas con ese inocente, que esta noche en sueños he sufrido mucho por su causa” (Mt 27,19).

      El gran sueño de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) era anunciar la nueva fase de la historia, la noosfera, esto es, una humanidad unida de mente corazón habitando el mismo planeta. Enfatizaba que “el tiempo de las naciones ya pasó; lo que importa es construir la Tierra”.

      ¿Cuál es el sueño de la teología de la liberación? Que todos, empezando por los más pobres y oprimidos, puedan librarse de todo lo que les oprime externa e internamente y vivir como hermanos y hermanas en justicia, solidaridad, respetuosos con la naturaleza y la madre Tierra, en un gran banquete, disfrutando con moderación compartida de los buenos frutos de la gran y generosa madre Tierra. Muchos fueron perseguidos, presos, torturados y muertos en América Latina por intentar realizar ese sueño. Pero el sueño verdadero y bueno nunca muere. La esperanza nos garantiza que un día se realizará.

      ¿Y cuál es el gran sueño del papa Francisco, compartido también por la Carta de la Tierra y tantos ecologistas? Lo expresa bien en su extraordinaria encíclica Laudato Si’: sobre el cuidado de la casa común (junio de 2015) en esta frase:

      Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre Tierra (n. 92).

      O cuidamos de la madre Tierra, nuestra casa común, y nos damos la mano para trabajar juntos y en solidaridad, o formaremos el cortejo de quienes se dirigen a su propia sepultura.

      Por eso vemos qué importante y urgente es alimentar sueños buenos que nos lleven a prácticas transformadoras y alimenten continuamente nuestra esperanza.

      Ya en el atardecer de nuestra vida, queremos transmitir ese sueño a los jóvenes que vienen tras nosotros. A ellos les toca llevar adelante el sueño de Jesús, del papa Francisco, de la teología de la liberación integral y de tantas personas que también alimentan el sueño de una humanidad mejor. Esos jóvenes tienen que ser protagonistas de un futuro mejor para nosotros mismos, para la naturaleza y para la madre Tierra.

      ¿QUIÉN ES ESE QUE SE PROPONE HACER TEOLOGÍA?

      Antes de arriesgarnos a hablar de Dios debemos preguntarnos cosas sobre el ser humano. Sin él, la

      pregunta acerca de Dios pierde sentido. Si perdemos el ser humano, perdemos la senda que nos conduce a la realidad última.

      Él es quien, mirándose a sí mismo, a la historia, a la naturaleza y al universo estrellado, se pregunta:

      ¿Quién puso todo eso en movimiento? Preguntas como esa son inevitables. Poco importa la creencia que tengamos o no tengamos, o la visión del mundo que asumamos, pues ambas se imponen forzosamente al espíritu humano.

      El ser humano en el proceso antropogénico

      A fin de cuentas, quiénes somos nosotros, pequeños seres sensibles, pensantes y amantes, sobre un pequeño y viejo planeta perdido en la inmensidad del espacio sideral?

      Cuando nos planteamos radicalmente preguntas como esta, todos nos volvemos filósofos y teólogos, aunque no utilicemos esos nombres.

      Pero hay quienes se toman esas preguntas como oficio de reflexión para su vida. Se hacen filósofos, pensadores y teólogos de las más diferentes tendencias.

      Teniendo en cuenta todos los conocimientos que ya han acumulado las ciencias, nos preguntamos, tal vez con perplejidad: al final, quiénes somos como seres humanos?

      El universo preparó todos los factores y encontró un sutil equilibrio entre todas las energías, informaciones y formas de materia para que emergiese el ser humano, portador de autoconciencia y de la percepción del misterio. Pero para ser lo que es hoy, sapiens sapiens, tuvo que recorrer un largo camino. Así como hay una cosmogénesis, hay también una antropogénesis, la génesis del ser humano, hombre y mujer, a lo largo del proceso evolutivo del universo, de nuestra galaxia la Vía Láctea, y de la Tierra. Él es el final de un camino que comenzó hace más de 13 millones de años.

      Hace 75 millones de años, al final del Mesozoico, surgieron los más lejanos ancestros del ser humano, los simios. Eran pequeños mamíferos no mayores que un ratón. Vivían en lo alto de árboles gigantes, alimentándose de insectos y de flores, temblando de miedo a ser devorados por los dinosaurios mayores.

      Tras