Leonardo Boff

Reflexiones de un viejo teólogo y pensador


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como cualquier otro agente social, el pensador también ocupa su lugar. En una sociedad de clases como la nuestra, con profundas desigualdades, tiene también la función de denunciarla y anunciar su superación gracias a la creación de la justicia social.

      Sin embargo, el pensador no se deja consumir plenamente en una determinación de clase; su compromiso es con la verdad que debe ser pensada y testimoniada, por encima de cualquier conveniencia, “oportuna o inoportunamente”. La ignorancia y la masacre no ayudan a nadie, y perjudican a todos.

      Hay además una instancia que no cabe dentro de los intereses de los grupos sociales que desempeñan su papel en la gran obra de la vida. Estos grupos no producen la verdad ni pueden interpretarla a gusto durante mucho tiempo, pues dicha instancia los juzga. La verdad suprema no es juzgada por el veredicto de la historia, sino que es ella quien juzga a la misma historia. Pensar la verdad de esa manera es la valentía del pensador, especialmente de aquel que asume el oficio de teólogo.

      Por eso su posición social es incómoda, pues no se puede reducir totalmente a los criterios de un lugar social, religioso o eclesial. Su auténtico lugar es el de filosofar, tan propio de la tradición del pensamiento occidental: siempre repensando los propios fundamentos, cuestionando sus presupuestos, constatando el círculo vicioso de todo pensar y ser capaz de transformarlo en círculo virtuoso que retome permanentemente las viejas cuestiones, que se vuelven nuevas al ser siempre resituadas, como el sentido de la vida y el misterio de toda existencia. En otras palabras, el pensador comprueba que él, a pesar de todas las determinaciones de la condición humana, no se agota jamás en ellas, sino que alcanza y conserva la universalidad. Por eso, hay cuestiones que sencillamente son humanas, y no propias del estatuto de la clase burguesa o proletaria, hegemónica o subalterna.

      La existencia del pensador siempre nos hace replantearnos cuestiones fundamentales:

       Qué es el ser humano?

       Qué puede y no puede?

       A qué está llamado?

       Se trata de un apéndice del proceso cosmogénico?

       O bien, posee su propia irreductibilidad?

       No es, más bien, ese por quien el universo se percibe a sí mismo?

       Cuál es la misteriosa luz a través de la cual vemos la luz?

       Qué tipo de discurso produce normalmente el pensador?

      Él transita por varios campos del saber e intenta ecologizarlos. Su discurso constituye, en el buen sentido de la palabra, una mezcla semántica. Une los discursos, combina los juegos lingüísticos porque sabe que todos están unidos entre sí, en una indescriptible red de relaciones, como con tanta insistencia enfatiza el papa Francisco en su encíclica Laudato Si’ (2015).

      En ese sentido, todos los discursos están al servicio de la comunicación de lo humano universal. Como su oficio lo sitúa en el nivel de las cuestiones fundamentales, a veces filosofa como un filósofo, otras evoca como un poeta o raciocina como un científico, o advierte como un moralista, y otras universaliza como un humanista, o asume un tono sacerdotal, e incluso extrapola como un místico. Su discurso es el de todo maestro del espíritu: enseña, advierte, proclama, profetiza, conservando el tonus firmus en las cuestiones relativas al sentido de los sentidos, sin el que la vida pierde su dignidad y el mérito de ser vivida.

      Cada generación posee sus grandes sabios. Llegan a ser grandes por la fidelidad que conservan en la escucha al espíritu de su tiempo. Son sus testigos, como flechas dirigidas a lo alto. Muchos que caminan por el valle elevan la mirada y, gracias a ellos, buscan también la cima de las montañas, donde lo alto es aún más alto. Es una señal que apunta hacia las causas que dignifican al ser humano y por las que vale la pena vivir, sacrificarse y dignamente morir.

      Tras todas estas reflexiones debemos confesar humildemente que hacer teología es una tarea casi irrealizable. No es como ver una película o ir al teatro. Es algo muy serio, pues se ocupa de la última realidad, del principio que origina todo ser y no es un objeto tangible como los demás.

      Por eso la búsqueda de la partícula “Dios” en los confines de la materia y en el interior del “Campo de Higgs” no tiene ningún sentido. Ello supondría que Dios es parte del mundo; como un pedazo del mundo, aun siendo el pedazo más importante.

      Hago mías las palabras de un sutil teólogo franciscano, Duns Scotto (1266-1308): “Si Dios existe como existen las cosas, entonces Dios no existe”. Esto es, Dios no es del orden de cosas que pueden ser encontradas y descritas. Él es la precondición y soporte anterior para que dichas cosas existan. Sin él, ellas habrían quedado en ese mar insondable de la energía de fondo o volverían allí.

      Esta es la naturaleza de Dios: no ser cosa, sino el origen y el abismo que da origen a todas las cosas. Y el origen no puede ser pensado, pues es la precondición de todo pensamiento.

      En consecuencia, es muy complicado hacer teología. Henri Lacordaire (1802-1861), el gran orador francés, dijo con razón: “El doctor católico es un hombre casi imposible: pues tiene que conocer el depósito de la fe, las acciones del papado y además lo que san Pablo llama ‘los elementos del mundo’, esto es, todo y todo”.

      Recordemos la afirmación de René Descartes (1569-1650) en el Discurso del método, base del conocimiento moderno: “Si yo quisiera hacer teología, sería necesario ser más que un hombre”. Y Erasmo de Rotterdam (1466-1536), el gran sabio de los tiempos de la Reforma, observaba: “Hay algo de sobrehumano en la profesión del teólogo”.

      No nos debe admirar que Martin Heidegger (1889-1976), tal vez el filósofo de mayor profundidad de los últimos tiempos, dijera que una filosofía que no se confronta con las cuestiones de la teología aún no ha llegado del todo a sí misma. El oficio de la teología es casi impracticable, y eso es algo que yo siento día a día.

      Lógicamente, hay una teología perezosa que renuncia a pensar a Dios, y apenas piensa lo que otros ya pensaron o lo que ya dijeron los teólogos del pasado o los documentos oficiales de los papas.

      Mi sentimiento del mundo me dice que hoy la teología como teología contemporánea tiene que proclamar a gritos lo que ya dijo el papa Francisco en su encíclica sobre el cuidado de la casa común, Laudato Si’ (2015): tenemos que cuidar y preservar la naturaleza y armonizarnos con el universo, porque ellos son el primer y gran libro que Dios nos ha dado. En ellos encontramos lo que él nos quiere decir. Y como desaprendimos a leer ese libro, él nos dio otro, las Escrituras, judeocristianas y de otros pueblos, para que aprendamos de nuevo a leer el libro de la naturaleza y del universo.

      Hoy la casa común está siendo devastada. De ese modo destruimos nuestro acceso a la revelación de Dios. Por tanto, tenemos que hablar de la naturaleza y del mundo a la luz de Dios y también de nuestra razón científica. Si no preservamos la naturaleza y el mundo, los libros sagrados perderían su significado, que es enseñarnos a leer el libro de la naturaleza y del mundo.

      Así pues, el discurso teológico tiene su lugar junto a los otros discursos, que, llevados a último término, tocan también ellos el misterio de todas las cosas. Ese es el carácter del misterio que fascinaba a Einstein (1879-1955). Como él decía, quien no lo percibe es como un ciego que no ve.

      Tenemos la osadía de dar un nombre a ese misterio, un nombre de nuestra reverencia y respeto: el Dios de los mil nombres y de los infinitos atributos. La dignidad del ser humano reside en esa capacidad de interrogarse y entrar en diálogo con este misterio que, en el fondo, también lo siente dentro de su corazón.

      DIOS: EL PRINCIPIO QUE DA ORIGEN A TODOS LOS SERES

      Vamos a abordar ahora aquella ultima realidad que venimos llamando Dios. Se trata del mayor desafío del pensamiento radical y de la teología.

      Ya en la Edad Media, santo Tomás de Aquino (1225- 1274),