Leonardo Boff

Reflexiones de un viejo teólogo y pensador


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los fenómenos. De la veneración deriva la mística, la teología y la ética del cuidado y de la responsabilidad universal. La ciencia pretende explicar cómo existen las cosas, tal como afirmaba L. Wittgenstein (1889-1951) en su Tractatus. La mística se extasía por el hecho de que las cosas son y existen; venera a aquel que se revela y se vela detrás de cada cosa y del todo; busca experimentarlo y establecer comunión con él. La matemática es para el científico lo que la meditación para el místico y la reflexión reverente para el teólogo. El físico busca la materia hasta su última división posible, hasta la última y definitiva posibilidad de detectarla, llegando hasta los campos energéticos y al vacío cuántico (principio que da origen a todos los seres). La mística y la teología, realizadas con el debido celo, captan la energía que se densifica en muchos niveles hasta revelarse como el misterio de Dios y el Dios del misterio.

      Hoy día cada vez más científicos, sabios, teólogos y místicos se encuentran en el asombro y veneración ante el misterio y el universo. Ellos saben que ambos nacen de una misma experiencia de base y apuntan en la misma dirección: al misterio de la realidad, conocido racionalmente por la ciencia y experimentado emocionalmente por la espiritualidad, la mística y la teología. Todo converge hacia aquel que no tiene nombre, provisionalmente llamado por los cosmólogos como la “energía de fondo”, el “abismo que alimenta todo”, la “fuente que da origen a todos los seres”.

      ¿Cómo podríamos trazar la imagen de Dios que irrumpe de la reflexión cosmológica contemporánea? Surge de la “cadena de remitentes” que la investigación tiene que elaborar: de la materia nos remitimos al átomo, a las partículas elementales; de estas partículas, a la energía de fondo, llamada también vacío cuántico, que de vacío no tiene nada pues en él se encuentran todas las virtualidades y potencialidades del universo. Esta energía es la última referencia de la razón analítica. Todo sale y vuelve a ella. Es el océano de energía sin márgenes, el continente de todos los posibles contenidos, de todo lo que puede suceder. Tal vez también sea el “gran atractor” cósmico, pues el conjunto del universo está siendo atraído por un misterioso punto central.

      Pero la energía de fondo sigue perteneciendo al orden del universo, aunque tenga las características que atribuimos a Dios: innombrable, infinita, origen de todo. Qué pasó antes del tiempo? Qué había antes del antes? Es la realidad atemporal, en el absoluto equilibrio de su movimiento, la totalidad de simetría perfecta, la energía sin fin y la fuerza sin fronteras. Es Dios en su misterio.

      En un “momento” de su plenitud, Dios decide crear un espejo en el que verse a sí mismo. Crea compañeros de su vida y de su amor.

      Crear es decaer, esto es, permitir que surja algo que no sea Dios ni tenga sus características exclusivas (plenitud, simetría absoluta, vida sin entropía, coexistencia de todos los contrarios). Algo decae de aquella plenitud original. Por tanto, decadencia tiene aquí una comprensión ontológica (pertenece a la estructura de lo real), no ética.

      Dios crea ese pequeño punto, billonésimamente menor que la cabeza de un alfiler. Es transmitido a su interior un flujo inconmensurable de energía. Ahí están todas las probabilidades y posibilidades en abierto. Nace una onda universal. El observador supremo (Dios) las observa y, entonces, hace que algunas se materialicen y se armonicen entre sí. Otras colapsan y vuelven al Reino de las probabilidades. Es la energía de fondo.

      Todo se expande y, entonces, explota. Surge el universo en expansión. Más que un punto de partida, el big bang es un punto de inestabilidad que, debido a las relaciones de todo con todo, permite que surjan unidades holísticas y órdenes cada vez más relacionados. El universo en formación es una metáfora del propio Dios, una imagen de su potencia de ser y de vivir.

      Si todo en el universo constituye una red de relaciones, si todo está en comunión con todo, como enfatiza siempre el papa Francisco en su encíclica, si la imagen de Dios está estructurada en forma de comunión, todo ello es indicio de que esa suprema realidad es fundamental y esencialmente comunión, vida en relación y amor supremo:

      Para los cristianos, creer en un solo Dios que es comunión trinitaria lleva a pensar que toda la realidad contiene en su seno una marca propiamente trinitaria. Las personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones (Laudato Si’, nn. 239-240).

      Ahora bien, las intuiciones místicas y las tradiciones espirituales de la humanidad ya expresan esta reflexión. La esencia de la experiencia judeocristiana se articula en este eje, el de un Dios en comunión con su creación, un Dios personal, una vida que, según la fe cristiana, se desvela en tres vivientes: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

      El principio dinámico de auto-organización del universo está actuando en cada una de las partes y en el todo. Sin nombre y sin imagen. Como ya hemos dicho, Dios es el nombre que encontraron las religiones para sacarlo del anonimato e introducirlo en nuestra conciencia y en nuestra celebración.

      Es un nombre de misterio, una expresión de nuestra reverencia. Él está en el corazón del universo. El ser humano lo siente en su corazón bajo la forma de entusiasmo (en filología, “entusiasmo” en griego significa tener un dios dentro). Lo vemos integrado en su interior como hijo e hija. En la experiencia cristiana decimos que él se acercó a nosotros, se hizo pobre entre los pobres para que nadie se sintiese excluido.

      Ese es el sentido más profundo de la encarnación del Hijo del Padre que bajó a nosotros para llevarnos a la casa que él preparó para cada uno desde toda la eternidad.

      El anhelo fundamental del ser humano no está solo en saber de Dios de oídas (cf. Job 42,5), sino en experimentarlo. Hoy día es la mentalidad ecológica, especialmente la ecología profunda e integral, la que abre mayores posibilidades para realizar dicha experiencia de Dios. Se sumerge en aquel misterio que lo abarca todo, lo penetra todo, resplandece en todo, lo soporta todo y lo acoge todo.

      Pero para acceder a él no hay un solo camino y una sola puerta. Esa es la ilusión occidental, especialmente de las iglesias cristianas con su pretensión de monopolizar la revelación divina y los medios de salvación. Dios siempre se dio y se da a todos, en todo tiempo y lugar, pues todos son hijos e hijas queridos: “Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado” (Heb 1,1).

      Para quien ya ha experimentado alguna vez el misterio que llamamos Dios, todo es camino, y cada ser se convierte en sacramento y puerta para el encuentro con él. La vida, a pesar de las tribulaciones y de las difíciles combinaciones de caos y cosmos y de dimensiones diabólicas y simbólicas a las que hicimos referencia en el capítulo 2, se puede transformar en una fiesta y en una celebración para toda la eternidad.

      Muchas religiones afirman el monoteísmo, la existencia de un único Dios creador y sustento de todos los seres. El judaísmo y el islam afirman con vigor la existencia de un único Dios. La fe cristiana no niega esta afirmación, pero dice que se trata de un monoteísmo pre-trinitario. El cristianismo afirma la trinidad de Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo—, dando origen a un Dios-comunión-amor-comunicación gracias a las relaciones eternas entre ellos.

      La fe cristiana llegó a esta afirmación gracias a Jesús de Nazareth, que llamaba a Dios con el dulce apelativo “abba”, “mi querido papá”. Quien llama a Dios Padre se siente su Hijo. Jesús llegó a decir: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30) o “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Además, actuaba en él una fuerza divina que le hacía curar enfermos, liberar personas psicológicamente presas (en aquel momento se decía que estaban endemoniados) e incluso resucitar muertos. Él era el portador de esa fuerza divina, que fue identificada con el Espíritu Santo. Ellos constituyen la santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

      Se entrelazan, se compenetran y se unifican (se convierten en uno) sin dejar de ser distintos y un único misterio. Son distintos para poderse relacionar y comunicarse uno al otro, por el otro, con el otro y en el otro, sin nunca ser el otro. Y así permanecen eternamente juntos.

      En el principio no está la soledad del uno (monoteísmo)