Leonardo Boff

Reflexiones de un viejo teólogo y pensador


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como un único Dios-relación-comunión-amor.

      Son él único y mismo misterio realizándose eternamente en la persona del Padre, en la persona del Hijo del Padre y en la persona del Espíritu Santo, misterio este que expresa la unión del Padre y del Hijo del Padre y del Espíritu Santo, que es el nexo de unión entre ellos.

      Esto es el monoteísmo trinitario, singularidad de la fe cristiana. Siempre existió, siempre existe y siempre existirá para siempre. Reverente, la inteligencia teológica se rinde al misterio, pues tiene conciencia de que Dios trinidad puede ser aquello que nuestra inteligencia apenas puede alcanzar.

      Si Dios trinidad es esencialmente relación, todo lo que él creó estará también en relación de todo con todo. Es un espejo de ese misterio innombrable pero amoroso.

      Por “teologúmeno” entendemos una hipótesis teológica que aún no es una doctrina oficial pero tiene una base de sustento teológico seria.

      Usamos un dicho muy divulgado entre los teólogos medievales, especialmente de índole franciscana: Deus potuit, decuit, ergo fecit, es decir: “Dios podía, era conveniente, por tanto lo hizo”.

      Como nadie puede imponer límites a Dios y él es un ser de absoluta autocomunicación —hacia dentro entre las tres divinas personas y hacia fuera para el universo y los seres humanos—, la anterior afirmación tiene sentido: “Dios podía, era conveniente y por tanto lo hizo”.

      Este teologúmeno sostiene una hipótesis: no solo el Hijo del Padre vino a nosotros y se encarnó en nuestra humanidad contradictoria y compleja, sino también el Espíritu Santo.

      Afirmar la encarnación del Hijo del Padre en la figura humana de Jesús pertenece a la esencia de la fe cristiana. Esto es aceptado por todos los cristianos sin discusión. Pero para que hubiera encarnación fue necesaria una mujer (Miriam de Nazareth) que acogiera en su seno como criatura suya al Hijo del Padre.

      En este momento sucedió algo a lo que la teología prácticamente no prestó atención. El evangelio de Lucas dice de forma explícita que “el Espíritu Santo vino sobre ella y montó su tienda en ella” (Lc 1,35). Se utiliza aquí el mismo verbo en griego (episkidsei, que viene de skené = tienda, morada permanente) que en el prólogo del evangelio de Juan, donde se describe la encarnación del Verbo (eskénosen, que también viene de skené). Dicho de otro modo, el Espíritu vino, no se fue, y estableció su morada permanente en María. Al pronunciar su fiat (Lc 1,38) fue elevada a la altura de lo divino. Por tanto se dice: “el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios” (Lc 1,35).

      De ello se deduce que la primera persona divina enviada al mundo no fue el Hijo del Padre, sino el Espíritu Santo, que se detuvo en María. Sin su consentimiento (fiat) no habría encarnación.

      Que el Espíritu haya venido a vivir en una mujer es lo adecuado, pues en todas las lenguas del Medio Oriente, y también en hebreo, el Espíritu es de género femenino. Así, hay una adecuación perfecta entre la mujer María y el Espíritu Santo. Es totalmente conveniente que el Espíritu viniera a “montar su tienda” (morada permanente) sobre María. Así como para el Hijo hablamos de encarnación, para esto podemos crear una palabra apropiada: una espiritualización de María. Esto es: María es habitada por el Espíritu Santo y de esta manera es espiritualizada.

      Con esa espiritualización lo femenino (anima), que está explícito en las mujeres e implícito en los hombres (animus), alcanza su más alta exaltación.

      En un determinado momento de la historia, el centro de todo está en esa humilde mujer del pueblo, Miriam de Nazareth. En su interior crece la santa humanidad del Hijo del Padre; en ella están las dos personas divinas, el Espíritu Santo y el Hijo del Padre. No sin razón en muchas representaciones —empezando por la Virgen-madre de Guadalupe, en México— aparece embarazada y es adorada por los fieles, que acuden por millones. Adoran al Hijo del Padre y al Espíritu Santo que está realizando su encarnación entre nosotros. Dios pudo, fue conveniente y por eso también lo hizo: elevó a Miriam de Nazareth a la altura de lo divino.

      ¿Y qué sucede con el Padre? Permanecerá distanciado de la humanidad? Sabemos que las tres divinas personas, debido al lazo de comunión eterna entre ellas, siempre actúan de manera conjunta, cada una a su manera. El Padre no quedó fuera; envió el Espíritu Santo y su Hijo al interior de la humanidad; dicho en términos cosmogénicos, al interior del proceso del universo en evolución. Este quedará eternamente marcado por la presencia de estas divinas personas.

      En el Padre el misterio se muestra como misterio radical. El Padre es inefable, pero es siempre el Padre del Hijo en la fuerza del Espíritu Santo. El Padre no habla. Quien habla es el Hijo, el verbo eterno, simplemente la palabra. El Padre trabaja de manera silenciosa (cf. Jn 5,17) y a él se atribuye la creación. Al Espíritu compete ordenarla (cf. Gen 1-2).

      José, trabajador, artesano y campesino mediterráneo, no habló nunca, solo tuvo sueños (cf. Mt 1,13.19.22). Ya dijimos antes que, desde el punto de vista psicoanalítico, el sueño es la manera de revelarse del misterio más profundo. Por tanto, hay adecuación entre José de Nazareth, trabajador, y el Padre-misterio, creador. Era conveniente que el Padre encontrara alguien adecuado a su naturaleza de misterio fontal: José de Nazareth. Él pudo, convenía y entonces hizo su entrada en nuestra historia.

      Ahora el Padre se unió a su Hijo y al Espíritu Santo y vino a habitar y santificar la humanidad y el universo entero. El Padre se personaliza en la figura histórica del anónimo viudo, esposo de Miriam de Nazareth, artesano y campesino José. Él posee las características de misterio como el Padre: nadie sabe quién era su padre —el evangelista Mateo dice que era Jacob (Mt 1,16), Lucas, Elí (Lc 1,3)— ni dónde nació ni murió. Es un misterio apto para personalizar el misterio del Padre.

      Así como hablamos de la espiritualización del Espíritu en María y de la encarnación del Hijo en Jesús de Nazareth, podemos hablar de la paternización del Padre en José. Ahora el Dios de la fe cristiana, la Trinidad (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) vive definitivamente entre nosotros y entra en el proceso cosmogénico, alineándose con la suprema realización cuando todo él, en palabras de Teilhard de Chardin, expandirá y explotará al interior del misterio trinitario.

      En un oscuro lugar de Palestina, en Nazareth —tan insignificante que no se cita nunca en las Escrituras, alejado de los centros de poder de la historia, de donde corren las noticias y hablan los cronistas— se produjo el mayor acontecimiento de la historia: la venida total y una de Dios trinidad entre nosotros.

      Ahora podemos descansar. Dios trinidad está siempre a nuestro lado, dentro de los procesos históricos y en el gran proceso universal de la cosmogénesis y antropogénesis. Solo a la luz de la fe podemos afirmar tales realidades pero, como teólogos, no debemos callar sino anunciar como buena nueva esa inefable y bienaventurada presencia de Dios-relación-comunión-amor en nuestra peregrinación terrena.

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