a Flaminio hasta poder unir sus fuerzas (Hoyos, 2015: 112). Esos eran los planes, pero la táctica de Aníbal los superará, envolviendo a Flaminio (Cassola, 1968: 294).
Livio lo muestra colérico, dando órdenes de movilización mientras se justifica: «Dejemos que Aníbal se nos escape de las manos y asole Italia, y arrasándolo y quemándolo todo, llegue hasta las murallas de Roma, y nosotros estémonos aquí sin movernos hasta que los senadores hagan venir desde Arrecio a Cayo Flaminio» (Liv. 22, 3, 10). A los argumentos de estrategia militar, cabe añadir pues, un móvil más, que sería decisivo para explicar la decisión de Flaminio. El general es, antes que nada, un político, y piensa como político que se debate ante dos frentes hostiles, Aníbal y el senado: debe actuar sin dilación, sin aguardar las lentas e incontrolables directrices senatoriales. Pero la versión que los escritores dejan para la historia es prosenatorial, un relato construido tras unos hechos aciagos dirigidos por un político popular que se mueve contra la voluntad de la curia… y de los dioses.
Los prodigios se suceden: el cónsul monta a caballo con decisión, de un salto, pero el caballo titubea en la marcha y despide a Flaminio por encima de la cabeza (Liv. 22, 3, 13; Val. Max. 1, 6, 6; Plut. Fabio 3); Cicerón precisa que esto ocurre ante una imagen de Júpiter, de modo que se trata de un indudable presagio adverso (De la adivinación 1, 77); además, un abanderado no logra desclavar el estandarte y cuando se informa al cónsul, este responde al mensajero: «¿Y no me traes además una carta del senado prohibiéndome entrar en acción?» (Liv. 22, 3, 13; Val. Max. 1, 6, 6; Cic. De la adivinación 1, 77). Y manda excavar, si fuera necesario, para extraer la enseña. Pero el trasfondo político aflora de nuevo. Flaminio actúa hostigado. Se encuentra en el frente, entre el enemigo militar y los rivales políticos, y movido además por el compromiso adquirido con el pueblo de Roma. Así, insta a sus consejeros «a tomar en consideración lo que habrían de decir las gentes de Roma, cuando contemplasen cómo, mientras la tierra era saqueada hasta las puertas de la misma patria, ellos permanecían en Etruria acampados a espaldas del enemigo» (Polib. 3, 82, 5).
Cuando la construcción del relato histórico topa con la mentalidad de un general, con una toma de decisiones, el narrador puede fácilmente crear un discurso parcial, como los que legó la literatura grecolatina al respecto. Por esto es necesario recordar que el cónsul respondía de la coherencia con sus compromisos adquiridos durante la campaña electoral. Frente a él, además de Aníbal, le obstruye la presión del senado… pero también los dioses, que se han dejado oír sin ser escuchados por el arrojado cónsul. El ejército se pone en marcha dividido: por un lado, «con unos oficiales atemorizados por el doble prodigio […] que se habían mostrado en desacuerdo con la decisión», y por otro lado, con «una tropa en general contenta con la arrogancia del general, más pendiente de la expectativa misma que de su fundamento» (Liv. 22, 3, 14). Las legiones, como el pueblo de Roma, están del lado de Flaminio. El relato de Livio es dual pero verosímil. Permite entender por qué se ha llegado a esa situación: Flaminio no confía en sus oficiales, que proceden del entorno senatorial. La tropa muestra afinidad de opiniones con un pueblo que ha depositado sus esperanzas en su líder.
Pero la versión oficial, la que se trasmitió por escrito, contaba con un respaldo supremo, divino. Cicerón no duda cuando presenta a Flaminio como ejemplo de la perseverancia en hacer oídos sordos a la voluntad divina, pues no solo desatiende el doble presagio adverso de la caída del caballo y del estandarte inmovilizado, sino que se resiste a reconocer los auspicios desfavorables de los augures a través del comportamiento de las aves al comer –el tripudio (Spinazzola, 2011: 45)–: «Cuando consultó los auspicios mediante el tripudio, el encargado de los pollos no dejaba de diferir el día de la entrada en combate. Entonces, Flaminio le preguntó qué estimaba que había de hacerse, en el caso de que los pollos tampoco tomaran alimento más tarde. Al responderle aquel que habría que mantener la calma, repuso Flaminio: “¡Pues brillantes auspicios, si puede darse batalla cuando están hambrientos unos pollos, y no se puede en modo alguno cuando están ahítos!”» (Cic. De la adivinación 1, 77). De hecho, Flaminio estaba siendo refrenado. En la versión oficial, Flaminio deviene un ejemplo de irreverencia ante los designios divinos, de falta de respeto a los protocolos establecidos, reo de una intolerable desobediencia a los auspicios conforme a lo que fija la tradición sacerdotal de los augures. Ni reconoce los prodigios, ni respeta los augurios. El desafío a los dioses violenta la pax deorum (Rasmussen, 2003: 161). Flaminio incurre en una neglegentia caerimoniarum y precipita el castigo de Roma (Meißner, 2000: 104). Su suerte, por tanto, y la de sus tropas leales, se explica dentro de su falta de respeto al orden religioso-institucional establecido.
TRASIMENO. EL FINAL
En la visión literaria de los acontecimientos el desastre es fruto de la soberbia de Flaminio: es arrastrado a una emboscada en las riberas del lago Trasimeno, donde las legiones marchan en columna, obligadas por el terreno, hacia donde les espera el ejército de Aníbal. Flaminio, sin explorar el terreno previamente, no advierte que, tras los collados de los flancos, aguardan ocultas las tropas auxiliares y la caballería. Estas caen desde lo alto sobre las legiones romanas que se ven atenazadas entre el enemigo y el lago, mientras avanzan envueltas en la densa niebla de una mañana de junio del año 217 (Polib. 3, 83).
La batalla se prolonga durante casi tres horas de manera encarnizada (Cic. De la adivinación 77; Liv. 22, 6, 1). Servilio Gémino, su colega cónsul, no llega a tiempo de socorrerlo y la derrota supone 15.000 bajas de legionarios y aliados, proporcionando una gran victoria a Aníbal (Liv. 22, 7, 2; Polib. 3, 84; Zimmerman, 2011: 285). Si se consideran los prisioneros y los caídos apenas seis meses antes, en diciembre del año 218 en Trebia, se pueden estimar en más de 55.000 el contingente de soldados perdidos por Roma en medio año (Hoyos, 2015: 112).
El episodio, de la mayor gravedad humana, adquiere el tono de la hýbris que desencadenaba la tragedia en la escena griega, y que, más allá del topos literario, encierra una justificación divina para los grandes dramas de los mortales. La desmesura, no exenta de soberbia irreflexiva, con que Flaminio se ha comportado ignorando las señales de los dioses, explica la catástrofe como un castigo divino.
El relato del final de Flaminio sin embargo, no se ve privado de un cariz en cierto modo heroico, casi épico, pues a pesar de toda la animadversión manifiesta hacia su proceder en la toma de decisiones, Plutarco recuerda que Flaminio cayó «dando con sus hechos muchas pruebas de valor y de fuerza» (Fabio 3, 3) y Livio lo ratifica indicando cómo, al ver a los suyos en apuros, el cónsul «acudía en su apoyo con denuedo». En su relato, el final de Flaminio fue obra de un jinete de los insubres, Ducario. De repente en la batalla reconoció al que «destruyó nuestras legiones y arrasó nuestros campos y nuestra ciudad». Carga contra él y lo atraviesa con la lanza, aunque no logra su objetivo de llevarse el cadáver porque acuden los triarios y lo defienden con sus escudos (Liv. 22, 6, 3-5). Polibio indica también que Flaminio muere a manos de los celtas (3, 84). En el imaginario romano, los galos celtas se cobraron la venganza contra su conquistador, el general que los había derrotado seis años antes.
Este fue el fin de la batalla, pues se inicia la huida desordenada de las tropas. Aníbal, dueño después del campo de batalla, «buscó con gran detenimiento el cadáver de Flaminio para tributarle honras fúnebres, pero no lo encontró» (Liv. 22, 7, 5). Se desconoce cómo desapareció (Plut. Fabio 3, 3).
El tono ominoso de todo lo ocurrido, con los invencibles designios divinos como trasfondo, queda subrayado por algo más que ocurrió mientras se libraba la batalla: «hubo un terremoto por el que fueron destruidas ciudades, desviadas de su curso las corrientes de los ríos y removida la base de los precipicios», sin que los soldados, sumidos en el fragor de la batalla, lo acusaran (Plut. Fabio 3, 2). Cicerón ratifica estos prodigios y añade que la magnitud del seísmo se percibió entre «los ligures, en la Galia, en muy gran cantidad de islas y en Italia entera» (De la adivinación 78).
Las fuerzas de la naturaleza se expresaban simultáneamente. La catástrofe militar se veía enmarcada por un cataclismo. Hasta el último momento Flaminio se debatió contra los designios divinos reconocibles en los prodigios. Su memoria quedará lastrada por el mantra de una impiedad desacostumbrada, que no ha cumplido con los rituales protocolizados en el ejercicio de las magistraturas, que ha ignorado los presagios adversos y los auspicios de los augures. Y, sin embargo, Flaminio ejecutó