Pedro Ángel Fernández de la Vega

La Sombra de Anibal


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en la curia. Cuesta imaginar que solo unos meses después, Flaminio le volviera la espalda a sus apoyos senatoriales, pero esta es la información, y su trayectoria podría avalarlo: no había dudado en hacer frente al senado como tribuno de la plebe, se enfrentó a oposición demoledora como cónsul, y en ese momento, tras la censura, su carrera ya estaba culminada. Poco podría importarle ya airar a la cámara que le negó en su momento un triunfo que el pueblo sí le otorgó. Podrían haber prevalecido sus firmes convicciones, y quizá otros cálculos como que su capacidad de movilización popular le había bastado ya en anteriores comicios y se habría acrecentado con su gestión como censor. La pregunta más relevante es otra: ¿llegó su compromiso más lejos de apoyar la iniciativa? ¿Estuvo detrás de ella? ¿O apostaba fuerte el tribuno para hacer carrera y Flaminio simplemente le apoyó sin fisuras? Livio deja clara su plena implicación en la iniciativa legislativa y en su aprobación: «la cuestión, debatida con el mayor apasionamiento, le granjeó a Flaminio, ponente de la ley, la enemistad de la nobleza y la simpatía de la plebe» (Liv. 21, 63, 4). Flaminio como suasor legis, como orador en la asamblea, dejó expuestos a la nobilitas y sus intereses a los pies de una decisión popular, y la plebs aprobó la ley. Obviamente, había usado las reglas del juego político y, esta vez, la oligarquía y la clase política habían sucumbido.

      Lo cierto es que la ley, consideradas las circunstancias polémicas de su aprobación, no ofrece margen de dudas a la interpretación. Fijaba límites a los senadores: «nadie que fuese senador o cuyo padre lo hubiese sido, podría ser propietario de una nave de más de trescientas ánforas de cabida» (Liv. 21, 63, 3; también Plauto, Mercader 73-78; de Ligt, 2015: 375). A los senadores les correspondía llenar las ánforas y, a lo sumo, ser capaces de transportar las de su propia producción. Se restringía severamente su libertad de transporte y, por tanto, mercantil. Esta lex Claudia excluía el lucro y el negocio de transporte y comercialización como fuente de ingresos para el orden senatorial, solo le capacitaba para facturar, expedir y traficar la producción agraria propia. Dejaba en otras manos, no senatoriales, las iniciativas empresariales no vinculadas a la explotación de la tierra (Toynbee, 1965: 186 y ss.) y los contratos del Estado (Vishnia, 1996: 48). Las interpretaciones que se han dado a la medida hablan de móviles relacionados con concentrar las energías del senado en la guerra, morales en relación con un estilo de vida, de prevención de la corrupción, de erradicar la competencia de la clase senatorial, de mantener al orden senatorial ligado a la tierra, de orientarlo a mejorar la producción agraria… (Cassola, 1968: 216 y ss.). Si a alguien favoreció la iniciativa fue al orden ecuestre en el que se integra la clase empresarial, los publicanos y negotiatores cuya actividad y posibilidades de expansión marchaban de manera boyante desde el final de la primera guerra púnica en el 241 con el despegue de la dominación imperial fuera de la península itálica, en Sicilia y Cerdeña por el momento (Aubert, 2004: 166).

      NEGOCIOS, POLÍTICA Y DEMOCRACIA

      Parece evidente que la ley estaba vetando un sector de negocio a los senadores y a los descendientes de la generación senatorial anterior en favor de los negotiatores del orden ecuestre. Dado que el plebiscito favorecía a los agentes empresariales, se diría que Flaminio defendió sus intereses, y los de su electorado, en el que se integraba un proletariado urbano que tuvo que votar la ley sin ambages. No se trataría de manipulación electoral populista en favor de la plutocracia, sino de una convergencia de intereses económicos: negocio para los empresarios y trabajo para la plebe en detrimento de las expectativas de una clase senatorial latifundista y esclavista.

      Quizá la clave para interpretar la iniciativa deba sin embargo ponerse en contexto. Cabe plantearse por qué se promueve esta ley el mismo año en que la segunda guerra púnica se ha iniciado, y si existe relación al respecto. Los debates en el senado respecto a la declaración de guerra se habían entablado a lo largo del año anterior cuando, en la primavera del año 219, Aníbal había establecido el asedio de Sagunto (Hoyos, 2015: 92). Las razones por las que se desató la guerra son extremadamente complejas, diversas y objeto de debate (Beck, 2005). Entre otros factores, no se han dejado de valorar los intereses empresariales en el trasfondo de la decisión senatorial que condujo a plantear un ultimátum a Cartago en relación con Sagunto y, en última instancia, a declarar la guerra (Cassola, 1968: 233) siguiendo la iniciativa de una facción política capitaneada por los Emilios y los Escipiones (Scullard, 1973: 39). Tal vez la ley buscara distanciar a la clase política de los intereses empresariales, procurar garantías de independencia en la toma de decisiones, alejar la expectativa de lucro a la hora de la tomar decisiones de alcance tan grave en la curia. Se trató de establecer una incompatibilidad práctica entre política y negocios (Fernández Vega, 2015: 413). Las constataciones de lo que ocurrirá en los años venideros, de grave coyuntura bélica, evidencia que la clase de los negotiatores se iba a hacer cargo de los contratos y adjudicaciones para la venta y transporte de suministros militares. La guerra abría un formidable sector de negocio en ultramar y el senado se vería forzado a aprobar el endeudamiento del erario público. El choque entre la decisión de la plebe y los intereses de la nobilitas estalló en ese momento, quizá como trasfondo del inicio de la guerra. El pueblo que votó en asamblea, como era preceptivo, la guerra (Liv. 21, 17, 4), votó en el mismo año político a favor de una norma preventiva que distanciaba a la elite rectora de las expectativas de lucro. No parece haber sintonía con la aristocracia que creó un casus belli sobre la fidelidad de Sagunto, a pesar de estar en un territorio que, por el tratado del Ebro, se le había reconocido como área de influencia a Cartago: se trata de la misma elite social que pensó librar la guerra en Hispania (Polib. 3, 15), y quizá en Sicilia y África, pero que no contaba con la invasión anibálica del territorio itálico. La nueva guerra se libraría en ultramar. Era allí a donde habrían de dirigirse esos barcos cargados de ánforas cuya expedición ha quedado limitada a los senadores por la ley Claudia. En esos primeros momentos de la contienda, en los dos primeros años, hay más indicios de contestación plebeya y malestar social sobre la gestión de la guerra por la clase política, la nobilitas.

      En una situación de guerra, con Anibal ya en Italia, tras las dos batallas perdidas por los ejércitos de Roma, en Tesino primero y en Trebia en diciembre de ese mismo año 218 en que se aprueba la ley, de inmediato, a inicios del año 217 los nuevos comicios otorgan un segundo consulado a Flaminio. Y para Livio no hubo dudas de por qué fue elegido: la causa fue «el apasionamiento», el debate suscitado con motivo del plebiscito de la ley Claudia, que hizo subir el clima político, y «le granjeó a Flaminio, ponente de la ley, la enemistad de la nobleza y la simpatía de la plebe y supuso, como consecuencia, un segundo consulado» (21, 63, 4).

      Flaminio lograba así una meta quimérica en la carrera política: la iteración, un segundo consulado, sin esperar a los diez años que había estipulaba desde el año 342 la ley Genucia. La grave amenaza cartaginesa estaba abriendo una etapa en la que algo inusual se iba a tornar menos infrecuente. Los candidatos experimentados, senadores consulares, que ya habían sido cónsules, se iban a poder postular como opciones políticas recomendables ante una coyuntura crítica para Roma y, de hecho, tan solo unos meses después en ese año 217 se iba a aprobar un plebiscito para permitir esas iteraciones o repeticiones consulares (Liv. 27, 6, 1-8). La situación es grave y así lo aconseja: se acaban de perder en el norte los territorios que Marcelo y Flaminio habían conquistado pocos años antes entre los años 223 y 222 (Cassola, 1968: 295).

      El segundo consulado de Flaminio invalida la visión negativa que ofrecía Polibio acerca de su victoria contra los galos durante el primer consulado, y que no se concilia con el hecho de que el pueblo votó concederle unos honores triunfales que el senado le había negado. El pueblo de Roma en los comicios y la plebe en su asamblea renovaron sus apoyos una y otra vez a Flaminio, cuando este ya había perdido todo apoyo senatorial, si es que alguna vez lo tuvo, después de la desobediencia cuando fue cónsul y después de votar una ley plenamente adversa contra los intereses de la clase política. En distintos momentos a lo largo de los años siguientes, el clima electoral iba a alejar a la masa de electores de los derroteros por los que era conducida habitualmente por parte de la nobilitas en las consultas electorales. Pero lo ocurrido con Flaminio es especialmente relevante a la hora de debatir la calidad democrática de la República romana. Los resortes de la oligarquía para orquestar cada año unas candidaturas homologadas dentro de unas adecuadas expectativas políticas, moderadas, fueron quebrados por Flaminio de manera reiterada. Era elegido con