Pedro Ángel Fernández de la Vega

La Sombra de Anibal


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apaga. El ejercicio de una política de raíz democrática, pero de entramado oligárquico, devora a sus hijos después de exigirles arriesgadas empresas militares y de someterlos a los resortes de un poder fundado sobre arcanos rituales. El mantenimiento de la paz de los dioses y los designios de los colegios sacerdotales, integrados por los mismos políticos, velan como una especie de jefatura de Estado por encima de los resultados electorales. Los prodigios y los auspicios se toman en consideración, de modo que la política se preña de religiosidad y las garantías constitucionales encuentran una fundamentación suprema. Cuando el peligro cede, el ejercicio político de ritmo anual recupera su pulso normal.

      Magistraturas electas cada año y colegiadas, sin cargos unipersonales, garantizaban un fluido ejercicio de la política siguiendo unas carreras preestablecidas y codificadas de honores. Así se canalizaban las ambiciones de poder y se aliviaban las tensiones aristocráticas. Cuando fue preciso recurrir a hombres experimentados, se abrió la posibilidad de la iteración, de permitir repetir como cónsules o como imperatores a los políticos más destacados. El pragmatismo romano previó un mecanismo excepcional para una situación de emergencia. De este modo emergieron líderes de singular talla apoyados sobre sólidos triunfos electorales con una amplia movilización de voto popular.

      Este libro encierra las semblanzas de seis cónsules memorables y una catarsis, al tiempo que recorre la historia política de la segunda guerra púnica y su posguerra. Se trata de seis formas de llegar al liderazgo político, emergiendo, entre decenas de dinastas preclaros o centenares de cónsules, para definir seis figuras históricas prácticamente sincrónicas. Sus méritos y sus interacciones –con alianzas, férreas rivalidades y enemistades declaradas– pudieron fraguarse en una coyuntura desacostumbrada: Aníbal y la expansión mediterránea, en Hispania y Oriente, crearon ocasiones para que algunos nobles romanos –patricios y plebeyos– alcanzaran memoria imperecedera. No se trata de hazañas. Fueron servicios a la República. Y no estuvieron exentos de carga ideológica: populistas, conservadores, filohelenos, cesaristas, adalides de la lucha contra la corrupción lideraron Roma y permiten observar cómo funcionó orgánicamente, y cómo sobrevivió, la República Clásica.

      PRIMERA PARTE

      LA SOMBRA AMENAZANTE.

      UNA OFENSIVA VICTORIOSA PERO INCONCLUSA

      «El cíclope dando un salto, sus manos echó sobre dos de mis hombres,

      los cogió, como si fueran cachorros, les dio contra el suelo

      y corrieron vertidos los sesos mojando la tierra.

      En pedazos cortando sus cuerpos dispuso su cena:

      Devoraba igual que un león que ha crecido en los montes.»

      Homero, Odisea, canto IX, 287-291

      Esta es la historia de un cíclope, un gigante de los que «no temen o esquivan a los dioses», pero con un punto débil: solo poseen un ojo. Aníbal, perdió uno de los suyos cuando apenas llevaba unos meses en Italia, por una oftalmia contraída mientras cruzaba la zona pantanosa de la desembocadura del Arno, para presentar batalla en Trasimeno. El estigma del general tuerto se antoja una alegoría de la trayectoria vital de Aníbal. Vence, pero está marcado.

      Como el cíclope Polifemo que cierra su cueva con sus rebaños y con los griegos y Ulises dentro, Aníbal entra en Italia desde el norte y atrapa dentro de la península a los romanos y todos sus aliados, confiando en que sus victorias desarbolarán la confederación de itálicos y rendirán a Roma. En la batalla de Trasimeno los dioses demostrarán estar enojados con Roma, y en Cannas, que la han dejado desguarnecida. La paz de los dioses se ha quebrado y los romanos han sido abandonados a su suerte.

      Pero Aníbal no marcha contra Roma, sino que, tras atravesar Italia, avanza por el sur de Italia tomando posiciones y animando a la defección de las ciudades. Su sombra se proyecta con ominosa presencia sobre la Urbe. Viudas y madres de caídos en batalla, las matronas salen a las calles, y en el foro y en el Campo de Marte las asambleas se agitan aclamando a cónsules experimentados, hombres que ya habían triunfado y agotado sus carreras políticas, y que se tornan en la última esperanza para torcer un destino aciago.

      Uno de ellos Cayo Flaminio, líder popular, corre al encuentro de Aníbal con todo el brío y el empuje que otorga el favor del pueblo. Otro, Quinto Fabio Máximo, planteará una estrategia distinta: el desgaste, la dilación ante la certeza de que el tiempo corre en contra de Aníbal y los cartagineses.

      I. CAYO FLAMINIO NEPOTE, EL ADVENEDIZO POPULISTA

      El año 217 a.C. se inicia con prodigios desfavorables: un niño de seis meses al que se oye gritando «¡Victoria!» en pleno mercado de las verduras, y, allí mismo, un rayo que alcanza el templo de la Esperanza; además se tiene noticia de presagios adversos también en Lanuvio, donde un cuervo desciende y se posa sobre un cojín sagrado en el templo, y donde se estremece de manera escalofriante la víctima de un sacrificio; y en Piceno, donde llueven piedras; y en la Galia, donde un lobo roba la espada a un centinela extrayéndola de su vaina misma (Liv. 21, 62, 1-5; Rasmussen, 2003). Todo invita a creer a los más supersticiosos que la pax deorum se ha roto, que los dioses mandan señales de su descontento a Roma. Están airados.

      El prodigio más aparatoso ocurre en el mercado de ganado vacuno –el Foro Boario–, donde un buey sube hasta un tercer piso y, «espantado por el alboroto de los vecinos, se arroja al vacío». Un populoso barrio de Roma, una ciudad de unos 200.000 habitantes, donde ya pueden verse bloques de vecinos, asiste al sobrecogedor espectáculo del animal que se inmola tiñendo de sangre el suelo no pavimentado.

      La ciudad se sumerge en una atmósfera de purificación religiosa, de lustraciones, novenarios, ofrendas votivas, lectisternios en forma de banquetes sagrados con los dioses como convidados, un sacrificio de más de cinco mil reses mayores, y votos renovados comprometiendo ofrendas similares para los próximos diez años. El cariz de la situación resulta verdaderamente inquietante. De hecho, estas expiaciones han sido prescritas por una consulta a los Libros Sibilinos, los Libros del Destino, custodiados en el principal templo de Roma, el de Júpiter en el Capitolio. Se trata de libros de condición profética que se reservan para dilucidar cómo hacer frente a emergencias en las que la seguridad del Estado, de la Urbe, se tambalea. Solo después de esta vorágine religiosa en la que la ciudadanía de Roma honra con generosidad inusitada a sus dioses «se alivian en gran medida los espíritus de escrúpulos religiosos» (Liv. 21, 62, 11; Orlin, 2002: 77; Caerols, 2011).

      El momento es horrible. Roma afronta de manera incesante prodigios adversos que inspiran funestos presagios, pero Tito Livio, los asocia a otro hecho no menos inquietante según una lectura, políticamente tergiversada, de toda esta situación: la toma de posesión el 15 de marzo del 217 del cónsul Cayo Flaminio a quien tienen «ojeriza los senadores» (21, 63, 3). Y por si hubiera dudas, el historiador insiste, indicando que el alto magistrado, uno de los dos jefes políticos y militares del nuevo año consular, cuenta «con la enemistad de la nobleza y la simpatía de la plebe», por lo que, a pesar de todo, el apoyo popular le granjea «como consecuencia, su segundo consulado» (21, 63, 4). De un lado, del de la nobilitas, la clase política de Roma en la que se integran tanto patricios como plebeyos que han hecho carrera política, regida por los senadores –los patres–, Flaminio es objeto de invidiam. Del otro, Flaminio cuenta con el favor de la plebs, la masa en la que se integran tanto los ciudadanos votantes –el populus– como el contingente social