logrando de esa manera forjar su extraordinario carácter, convirtiéndola no solo en una mujer con gran confianza en sí misma, sino también en una mujer con un enorme corazón.
Cuando conocí a Vivian, al instante me enamoré de ella y supe, en ese momento, que sería la mujer con la que pasaría el resto de mi vida. Sin embargo, debo confesar que jamás imaginé que llegaría a convertirse en la Vivian Pellas de hoy.
Es admirable cómo, aún con parte de su cuerpo en carne viva y con múltiples fracturas, balbuceó: “voy a construir una unidad para los niños quemados de Nicaragua”. Justo en ese preciso instante donde cualquiera solo estaría pensando en sanar su enorme dolor, ella ya estaba explorando su nueva razón de ser, pensaba en cómo aliviar el sufrimiento de otros. No se quejaba de Dios por lo que le sucedía, todo lo contrario, trataba de encontrar cuál era el plan divino que Él le tenía trazado.
En varias ocasiones Vivian estuvo entre la vida y la muerte. Estoy seguro que el amor por nuestros hijos y el temor de dejarlos solos, el apoyo de sus padres, familiares y amigos, el magnífico trabajo de los médicos y la enfermera que la cuidó, fueron factores que le ayudaron para sobrevivir a su precaria condición, pero, sin duda, el mayor factor de todos fue ¡su inquebrantable fe en Dios!
Vivian estaba convencida de que, detrás de toda esta tragedia que vivía, Dios tenía una misión para ella. Esta fe la llenó de fortaleza, le ayudó a soportar el enorme dolor de los tratamientos y, primordialmente, a volcar su vida a favor de una causa: crear un mundo más justo, compasivo e incluyente para los miles de niños de escasos recursos que se queman anualmente en nuestro país.
Después de ver lo que ha logrado a través de APROQUEN, la misión que Dios tenía para ella no puede ser más evidente: convertirla en el Ángel de la Guarda de los niños quemados en Nicaragua.
Sin duda, la historia de Vivian servirá de inspiración para muchos, para que trabajen en crear un mundo más tolerante, equitativo y solidario.
Nuestra historia consiste precisamente en eso… en renacer continuamente.
Madre Teresa de Calcuta
Vivian a los dos años de edad. La Habana, Cuba, 1956.
Llegué al mundo un 5 de marzo. Fui una niña alegre e inquieta. Nací en el antiguo hospital «Quinta La Covadonga» en La Habana. También allí nació mi hermano. Tuve un problema en el píloro: devolvía la leche cada vez que me alimentaban; de no ser por la oportuna opinión de un médico que identificó la causa de los síntomas como espasmo nervioso, habría necesitado una cirugía. Pero unas gotas de un medicamento antes del biberón, me sanaron totalmente. Lo cierto es que en los primeros meses lloré mucho, tanto, que no dejaba dormir a mamá. El paso de los días y el agua bautismal que el Padre roció por mi cabeza en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, aplacaron mi llanto. Me bautizaron como Vivian, porque cuando mamá estaba soltera la gente en la calle le preguntaba si era ella Vivian Leigh, la protagonista de la película Lo que el viento se llevó, para entonces muy de moda. Tanta insistencia con la pregunta la llevó a decidir que el día que tuviera una hija, ese sería su nombre; mi madre cumplió su sueño: me llamó Vivian.
Lydia García de Fernández, madre de Vivian. La Habana, Cuba, ca. 1935.
A los tres años ingresé al kínder; según mamá, aprendí muy rápido. Allí recibí las primeras clases de ballet. Esta fue mi primera aproximación a la danza, esa pasión que me acompañaría toda la vida y me rescataría en los momentos más difíciles de mi existencia.
En nuestra casa de Santa Ana, en el nuevo Vedado, en la Habana, crecí junto a mi hermano Alejandro, quien era dos años mayor que yo. Rodeada de la sencillez y el bienestar que nos proporcionaron nuestros padres y abuelos, además de la ternura y cariño que nunca nos faltaron, llevaba una vida inmensamente feliz.
En aquella época maravillosa de mi niñez no existían miedos. Sólo recuerdo lo mucho que me apasionaba montar en bicicleta, y viene a mi mente la escena mágica del momento en que la encontré escondida en el closet de mis abuelos, echando a perder la sorpresa que me tenían preparada mis padres para el día de los «Reyes Magos».
Abuela paterna de Vivian, doña Turiana de la Torre. La Habana, Cuba, 1954.
Mi abuelo Manuel, con su infinita bondad y desmesurada alegría, se convirtió en la persona más importante de mi infancia; era mi mejor aliado y mi mayor cómplice. Me motivaba siempre; su imagen era mi inspiración y modelo. Sentada en sus piernas no sólo me enseñó a llevar el timón del carro, también aprendí a colocar las fichas de dominó en las frescas noches de reunión con sus amigos, en el garaje de nuestra casa. Fue él quien me enseñó a montar en bicicleta y a saborear las frutas; y las horas compartidas con mi abuelo se quedaron como los recuerdos más entrañables de ese tiempo dorado. Por eso me dolió tanto dejar a mis abuelos cuando tuvimos que salir de Cuba. Allí se quedó parte de mi alma.
Cumplí cinco años cuando Cuba era estremecida por una conmoción política. El gobierno de Fulgencio Batista era fuertemente criticado por corrupto, lo que precipitó su derrocamiento, impulsado por la guerra de guerrillas. El primero de enero de 1959, a las 3:00 am, Batista huía en un avión, desde Cuba a Santo Domingo, ante el triunfo de la Revolución Cubana dirigida por Fidel Castro. Se exilió primero en República Dominicana, luego en la Isla de Madeira (Portugal), y por último en Marbella, España, hasta su muerte en 1973, a causa de un infarto.
Vivian y su mamá. La Habana, Cuba, 1955.
Sin conciencia de lo que pasaba, sentía vibrar en mí las angustias de mis abuelos y mis padres. La zozobra no era para menos. Las noticias de los vencedores proclamando su victoria y la venganza hacia sus derrotados enemigos, resultaban alarmantes. La palabra socialismo empezó a ser para algunos, sinónimo de caos, terror y muerte, y para otros, libertad y justicia. Las ilegales confiscaciones de los bienes privados de todos los ciudadanos fue el desengaño, que como bien dicen los cubanos, «le puso la tapa al pomo» y acabó con la esperanza. La vida y la libertad, como la conocíamos, quedaba confiscada. Comenzó el éxodo y la división de la familia cubana. Una absoluta pesadilla. De repente todo se perdía de un solo golpe. Los sueños que con tanto sacrificio y esfuerzo mis abuelos habían alcanzado, desaparecían de la noche a la mañana. Todos se preguntaban: ¿por qué? ¿Qué hicimos? ¿A quién o a quiénes perjudicamos?
Vivian en su primer cumpleaños, con su hermano Alejandro y sus padres. La Habana, Cuba, 1955.
Por esos días, mi mayor acto de independencia era poder montar en bicicleta por las calles próximas a casa, o cuando