porque un enorme carro blanco salía de una de aquellas mansiones y mi sorpresa fue ver que los ocupantes eran el Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Me quedé observándolos atemorizada y, justo en ese instante, ellos me devolvieron una mirada intimidante. Los dos eran imponentes. Como ya eran famosos los reconocí de inmediato; Camilo Cienfuegos me atraía mucho. Reaccioné y salí volando en mi bicicleta, del miedo que me produjo ese encuentro.
Vivian en su fiesta de cumpleaños, con familia y amigos. La Habana, Cuba, 1959.
Para ese momento ya había entrado la revolución en Cuba. Poco tiempo después de este episodio «desaparecieron» a Camilo Cienfuegos.
Mi papá, y muchos cubanos, se resistían a creer lo que veían con sus propios ojos. Junto a un grupo de amigos, con pleno conocimiento de sus principios de libertad, emprendieron una lucha para protestar por los atropellos, uniéndose al Movimiento Revolucionario 30 de noviembre, creado en 1960. Este fue el único movimiento al que papá perteneció durante toda su vida. Su participación se redujo a acciones políticas de protesta. Manifestaba que siempre fue un gran individualista con miedo total a la colectividad.
El espíritu emprendedor de papá lo heredó de mi abuelo Manuel, quien por su gran capacidad y visión pasó de vendedor en el Café Pilón a jefe de ventas, hasta convertirse en vicepresidente de la compañía y luego en socio.
Vivian a los cinco años, en su fiesta de cumpleaños. La Habana, Cuba, 1959.
Vivian a los cinco años. La Habana, Cuba, 1959.
El Café Pilón llegó a ser el café más famoso en Cuba y los EE.UU. Se exportaba desde La Habana hacia Miami. Su eslogan publicitario lo recuerdan miles de cubanos.
Mi abuelo era experto en pregonar este pegajoso comercial que cantaba Celia Cruz, realizado en el fulgor de la televisión cubana: «Café Pilón sabroso hasta el último buchito».
Lo cierto es que la Cuba que conocimos, aquella que mis abuelos creyeron la tierra prometida y a donde llegaron desde Gijón y Bilbao, España, cargados de ilusiones, cambiaría para siempre.
Lo que vivíamos apenas era el comienzo; lo peor aún estaba por venir.
José Fernández de la Torre, padre de Vivian, Lydia García, madre de Vivian, y Carlos Hüeck, en el Tropicana. La Habana, Cuba, ca. 1957.
En ese lejano y doloroso mes de abril de 1961, el silencio sepulcral de las dos de la mañana fue interrumpido por la violenta llegada a nuestro hogar del G2, un grupo de inteligencia militar. Hombres fuertemente armados irrumpieron con violencia, tirando a patadas la puerta; iban derribando todo a su paso. Los gritos e insultos que proferían también despertaron a los vecinos.
Yo dormía en una habitación con Alejandro. Tenía siete años y mi hermano nueve. Mamá salió despavorida a buscarnos, pero se tropezó en nuestro cuarto con los milicianos armados de fusiles y pistolas. La empujaron fuera de la habitación. Hurgaron en la cocina y cargaron con todo lo comestible. En la otra habitación hallaron a mi papá. Temerosa, los seguí con la mirada. Vi cómo lo apresaban cuando intentaba ponerse lo primero que encontró, al escuchar el estruendo de los golpes y puñetazos que tiraban hacia todos lados. Mamá, desconcertada y sin poder contener el llanto, hacía preguntas a los intrusos, pidiéndoles que la llevaran a ella también, obteniendo como respuesta miradas de odio de esos hombres que eran como fieras amenazantes y que le provocaron más lágrimas, angustia e impotencia. Fueron momentos de terror.
Padres de Vivian con su hermano Alejandro. La Habana, Cuba, 1952.
Mis abuelos, absortos, no comprendían tanta violencia. Alejandro y yo vimos cómo esposaban a papá y lo tiraban a empujones para subirlo al camión que lo llevaría con rumbo incierto.
Al amanecer, la búsqueda de mi papá se convirtió en una peregrinación permanente por todas las cárceles de La Habana. Y así sucedió durante semanas en las que mi mamá deambuló por las calles con ropa y comida que dejaba a su nombre, aunque él nunca recibió nada. Ella, así como tantos hombres y mujeres que indagaban por sus familiares, sin sospechar que todos los cines, teatros y estadios los habían convertido en cárceles que albergaban a miles y miles de cubanos, proseguía sin desfallecer su interminable pesquisa durante varios días. Yo la veía salir y me quedaba en silencio. Mis abuelos nos protegían con gran esmero. Esto ocurrió a lo largo de varios meses.
Finalmente lo encontró en el famoso Teatro Blanquita (ahora Carlos Marx), después de terminar con la piel quemada, debido al inclemente sol que la azotaba día a día tras la fatigante e infructuosa peregrinación. Yo estaba agarrada de la mano de mamá y lo vi desde la calle, cuando sacaba con dificultad la cabeza por una ventanita. La ironía más grande de la vida es que el teatro al que antes asistían como espectadores, se había convertido en la cárcel de papá. Llamado por su mismo fundador ––el más grande teatro del mundo–– el entonces Senador de la República, Alfredo Hornedo Suárez, lo hizo construir con ese nombre en honor a su esposa Blanquita.
Ahora, la función era brindada por cientos de milicianos que, desde el enorme escenario, apuntaban con sus fusiles a los más de diez mil presos, entre hombres y mujeres, en las bellas butacas o de pie sobre las esplendorosas alfombras. Estos observaban estupefactos a los nuevos actores de la Revolución, sosteniendo a su lado enormes perros rabiosos que complementaban la custodia. Mamá jamás lo pudo ver durante los sesenta días que permaneció encerrado en el teatro. Hambrientos, apretujados, claustrofóbicos y enloquecidos por el calor y la sed, protestaban por un mejor trato, por la liberación de mujeres embarazadas que parían a sus hijos en cualquier silla, y para que abrieran los baños, pues les permitían usar solo uno para todos los presos. En una acción desesperada, hombres y mujeres, se quitaron las camisas y se fueron encima contra los milicianos para hacer cumplir sus peticiones, pero no lo lograron. A cambio, lo único que recibieron fueron disparos provocando la muerte de muchos de ellos, y que abrieran unas ventanitas en lo alto del teatro para permitirles respirar.
Vivian con su mamá y sus primos, en el Malecón. La Habana, Cubana, ca. 1961.
La casa se inundó de soledad y tristeza. Esta tragedia marcó a toda la familia y de manera significativa impactó mi infancia; a pesar de ello, nadie desfalleció. Creo que el amor nos mantenía unidos y fortalecidos. Gracias a Dios que en ese momento no se llevaron a mamá. Papá cayó preso después de la invasión de Bahía de Cochinos. Esta fue, sin lugar a duda, la primera experiencia traumática de mi vida.
Hoy lo recuerdo todo con absoluta claridad. Mi memoria insiste en evocarlo. Años después visitaría la isla de Cuba. Iría al reparto en que nací. Sentiría la música vibrar en mí de otra manera, acrecentando la fuerza de estas raíces. Algo de esa gente, de esa tierra, de ese mar, me complementaban.
Transcurridos unos meses, un buen día papá apareció en la puerta de la casa. Regresó pálido, demacrado, muy delgado y con la barba crecida, casi irreconocible. La felicidad fue total.