levantarlo en dos patas y agarrarme de su crin. Si me caía, inmediatamente me levantaba haciéndome la fuerte y sin llorar por el golpe. Solo me limpiaba las chinelas de hule y volvía a subir. No me daba tiempo de nada, ni de comer. Me encantaba bañar los caballos, a mi yegua «Criolla», con su mancha blanca en la frente; le daba afrecho y la peinaba. La vida empezó a ser linda. Recuerdo que don Silverio, el señor dueño de los caballos que también alquilábamos para montar, todas las mañanas nos vendía una pichinga1 de leche recién ordeñada de las vacas.
Me relacioné mucho con la gente que vivía cerca de nuestra casa, gente humilde, gente buena, gente de pueblo. Aprendí a manejar en un jeep, alrededor de las vacas subiendo y bajando en el monte. En lugar de jugar con muñecas prefería el béisbol. Jugaba con mi hermano y sus amigos y me fascinaba pichar y poncharlos. Siempre me gustaron los juegos emocionantes, los retos y las situaciones fuera de lo común. Trepaba a los árboles de chilamate que había en los alrededores. Me divertía jugando con la tiradora y las chibolas.2
Mamá insistía en vestirme como una niña, pero a mí me gustaban los pantalones cortos para montar bicicleta y a caballo, trepar árboles y saltar los cercos. «Me picaban los vestidos».
Vivian con su perro León. Managua, Nicaragua, 1962.
Los recuerdos de mis abuelos volvían reiteradamente a mi memoria. Los evocaba en mis sueños. Todo lo que soñaba lo escribía en cartas que les enviaba a Cuba, y ellos me contestaban. A través de sus misivas me sugirieron los nombres para nuestros caballos: el de Alejandro era «Furia», y el de mi yegua, «Criolla».
Las cartas a Cuba demoraban hasta seis largos meses. En realidad era el único medio de comunicación porque las llamadas telefónicas había que solicitarlas y el gobierno las daba hasta cuando ellos querían, podían transcurrir dos y tres meses para que la concedieran y solo podíamos hablar un minuto; las cortaban de repente. El aislamiento en aquella época era total; no sólo perdí a mis abuelos también a mis tíos, a mis primos y padrinos. No había internet, no había celulares, el mundo era otro. La revolución de Cuba fue peor que cualquiera que haya habido en Latinoamérica. Allí las familias se rompían y… yo me quedé sin familia.
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Las escuelas privadas de Nicaragua estaban a medio año escolar y no aceptaban alumnos nuevos. ¡Para mí eso fue la libertad total! En esa etapa maduré mucho, quizá porque nunca asimilé la separación de mis abuelos. Les escribía preguntando por qué no podíamos estar juntos y al mismo tiempo alimentaba su esperanza y la mía asegurando que, en un tiempo no muy lejano, nos volveríamos a encontrar.
Durante esa época hice mi primera comunión. Todo el tiempo de la ceremonia estuve muy seria. No sonreía en las fotos. Era una niña tímida, no me gustaba que me fotografiaran. Después de la misa, fuimos a un restaurante a desayunar con mis padres y algunos amigos. Tomaron las fotos de rigor y mi rostro fue siempre algo triste. Ese es el gran contraste con mi vida de hoy donde reír no cuesta nada.
Muy pronto entré a la escuela, pero este trascendental evento no me hizo cambiar mis costumbres y mi carácter. Salí de Cuba con el primer grado concluido, siendo la excelencia de la clase, como decíamos en Cuba, pero a pesar de eso, me volvieron a matricular en el kínder y primer grado del Colegio Americano en Managua, porque no hablaba inglés. Yo era muy buena alumna y mi caligrafía era lindísima, pero ¡no hablaba inglés! Las directoras quisieron adelantarme al cuarto grado solo que a mí me generaban miedo los cambios. Sin duda, esto fue parte del trauma de mi niñez el dejar a mis seres más queridos y mi casa para trasladarme a un nuevo país, sobre todo, de aquella manera tan violenta.
El Colegio Teresiano fue la solución para que las monjas me educaran con más disciplina. Por tercera vez y debido a los distintos sistemas de los tres colegios fue necesario cursar el primer grado; otro cambio, otra regresión, otra forma de ver la vida que llegó a afectar mi carácter. El estricto régimen me asfixió, mi necesidad de libertad chocaba con su severidad. Sin embargo, hoy pienso que fue la mejor educación que pude recibir. Me matricularon semi interna, tomando clases de 7:00 am a 5:00 pm y llegaba casi a las 7:00 pm a casa porque quedaba en las afueras de Managua; yo era la última en el recorrido escolar. ¡Durante el almuerzo me servían fríjoles con gorgojos! Obviamente los separaba para poder comer, pero muchas veces algunas monjas me obligaban a tragarlos. Yo los escondía en la bolsa de mi uniforme y se los enseñaba a mi mamá cuando llegaba a casa.
Vivian a los ocho años, con sus padres y hermano. Managua, Nicaragua, 1962.
Una de las clases la impartía la Madre Valeria. Ella decía que yo tenía un llamado de Dios para ser monja. Cuando daba la clase, se quedaba mirándome y levantaba la ceja. Mientras hacíamos la fila para ir al recreo, se dirigía a mí para preguntar si ya había sentido el llamado de Dios. ¡A mí se me erizaban los pelos! A esa edad cursaba el sexto grado. Yo no entendía la trascendencia de esa vocación, pero sentía la urgencia de la Madre Valeria para cumplir su misión de lograr más adeptas a su congregación. Tanto llegó a atemorizarme que sumó una presión y un nuevo miedo a mi vida. Tenía claro que yo no quería hacerme monja. Pero la Madre Valeria creía, que al igual que ella, yo «estaba sintiendo ese llamado divino».
Siempre he tenido una enorme fe. Mi isla y mi refugio ha sido Dios. La obsesión de la Madre Valeria me afectó. Bajé las notas. Esa presión me desconcertaba causándome mucha inseguridad.
Mamá se dedicó enteramente a nosotros. Siempre estaba contenta, nunca se quejaba de nada, todo lo que hacía estaba determinado para su felicidad y la de los demás. Lo único que la inquietaba era la soledad en la que habían quedado mis abuelos. Cada vez que llegaba una carta de Cuba era toda una celebración. Nos sentábamos a su alrededor para escucharla leer en voz alta. Las cartas traían noticias de esa tierra añorada; reíamos y llorábamos.
En 1968, mis abuelos Manuel e Isidora, salieron de Cuba, vía México, para residir con nosotros en Nicaragua. Papá viajó a Ciudad de México para recibirlos. Solo me faltaban mis abuelos Pachín y Turiana, y poder recuperar el tiempo que viví sin el cariño y la ternura que solamente unos seres tan especiales como los abuelos pueden dar. Los dejé a los 7 años y los volví a ver a los 14.
El recibimiento en el aeropuerto de Managua fue inolvidable. Los abrazaba, los besaba, me parecía imposible tenerlos allí; no paraban de hablar y reír. Ese encuentro revitalizó mi vida. Recuperé parte de mi familia. Vinieron a vivir a casa. Ellos eran inmensamente felices con nosotros, sin embargo, un día mamá me dijo: «Vivian, a las personas mayores es mejor no moverlas porque están acostumbradas a su vida».
Pronto nos enteramos de la muerte de mi abuelo Pachín en la isla.
Un año de soledad soportó mi abuela Turiana antes de viajar a Nicaragua, en 1969. Se instaló en nuestra casa cuando yo cumplí mis quince años.
Vivian el día de su primera comunión. Managua, Nicaragua, 1963.
Vivian a los once años. Managua, Nicaragua, 1965.
Nos trasladamos a Bolonia, un lugar más céntrico en la ciudad de Managua. Allí estuvimos hasta cuando construimos la casa, en el mismo reparto, donde vivimos durante cinco años.
A mis dieciséis años pedí a mis padres el cambio de colegio. Yo quería volver al Americano y ellos aceptaron. Fue una gran felicidad y una decisión acertada. Asistía a clases de siete a doce; iba en mi carro, hice otras amistades, personas de mente más abierta. Ahí conocí a Rogelia, mi gran amiga. Terminé de aprender inglés y me gradué. Papá había fundado su propia empresa: DIASA, Distribuidora Interamericana S.A., la más grande distribuidora de alimentos