Jorge Del Rosal

El vuelo de Bacardí


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1844, una tienda de géneros y abarrotes. Esa empresa fue registrada de manera oficial como Facundo Bacardí y Compañía.

      Y así, para mediados del siglo XIX, los cuatro hermanos Bacardí Massó —hijos de un comerciante de vinos de la antigua Sitges, en España— habían echado raíces y se estaban abriendo paso en el Nuevo Mundo.

      UN PEQUEÑO ALAMBIQUE, UN RON MÁS CLARO Y UNA MARCA REGISTRADA

      Mientras operaba su tienda de abarrotes y otras mercancías, Facundo conoció a un inmigrante jamaiquino llamado John Nuñes.

      Unos cuantos años antes, Nuñes había adquirido un alambique —pequeño aparato de metal para destilar— y, con derivados de la caña de azúcar de Cuba, había comenzado a fabricar un ron simple y tosco en cantidades pequeñas.

      Los licores similares al ron se produjeron por primera vez en el sureste asiático y en India hace miles de años, y más adelante en Turquía y el Medio Oriente. Colón llevó la caña de azúcar al Caribe en 1494, durante su segundo viaje a las Américas. En el año 1600 ya se sabía que los esclavos de las plantaciones caribeñas fermentaban la melaza, un derivado que se producía en abundancia del proceso de refinación del azúcar, para convertirla en alcohol.

      Este aguardiente era inferior a los licores europeos y los cubanos parecían usarlo más como un líquido limpiador y antiséptico que como bebida para adultos.

      Con el tiempo, se emplearon varias técnicas de destilación para concentrar el alcohol y eliminar las impurezas y, para la década de 1620, ya habían surgido en Barbados y Brasil formas primitivas de lo que hoy conocemos como ron.

      En sus primeras encarnaciones, el ron era bebida de bucaneros salvajes y greñudos: oscuro, denso y abrumadoramente fuerte. Se le conocía como «matarratas» y «matadiablo», y la Marina británica lo mezclaba con agua para crear el legendario grog.

      El cuerpo del vicealmirante Nelson fue preservado en una barrica de ron a bordo del navío HMS Victory para poder llevarlo de vuelta a Inglaterra, tras su muerte en combate en la batalla de Trafalgar, cerca de Gibraltar, en 1805.

      El ron que Nuñes compartió con Facundo fue un licor casero estilo jamaiquino, es decir, un aguardiante tosco. La caña de azúcar de Cuba tenía niveles particularmente altos de sacarosa, por lo que se fermentaba rápido, generaba calor en intensidad significativa y producía un alcohol con sabores y aromas desagradables y raros.

      En algún momento alrededor de 1840, Facundo debió iniciar una relación comercial con Nuñes, y comenzó a vender el ron en su tienda. Sus vecinos lo llamaban «el ron de Bacardí», por el joven vendedor.

      Mientras tanto, la colonia de exiliados franceses en Santiago continuaba creciendo gracias a la afluencia de migrantes de Nueva Orleans y bonapartistas que huían de Francia.

      Entre los residentes francocaribeños de la ciudad se encontraba la hermosa y encantadora Amalia Lucía Victoria Moreau, quien era la hija huérfana de un acaudalado francohaitiano propietario de una finca cafetalera y descendiente de Jean Victor Marie Moreau, un famoso general de las guerras napoleónicas.

      Los registros muestran que Amalia, de 20 años, se casó con Facundo Bacardí Massó en la catedral de Santiago en 1842.

      Su primer hijo, Emilio Bacardí Moreau, bisabuelo del autor, nació el 5 de junio de 1844. Tuvieron otros cinco hijos a lo largo de los siguientes quince años: Juan, Facundo, María, José y Amalia.

      La economía de Santiago era sólida y la tienda de abarrotes de Facundo prosperaba. En un reporte de aquel momento sobre la economía de la ciudad se afirmaba: «Con un aumento notable en la construcción, la perspectiva de un mayor crecimiento es muy buena».

      TODO SE DERRUMBÓ

      Y entonces, un cálido día de verano en 1852, todo cambió.

      La mañana del 20 de agosto, un fuerte terremoto de magnitud 7.5 azotó Santiago de Cuba y destruyó casi toda la ciudad en cuestión de segundos.

      El terremoto tuvo 26 réplicas fuertes y los daños fueron extensos. El hospital se derrumbó y el edificio del gobierno, la aduana, la catedral y otras ocho iglesias quedaron parcialmente destruidas.

      Pronto llegó el hambre. Los registros muestran que las autoridades locales llamaron a Facundo para que ayudara a organizar la ayuda alimentaria. La iglesia, negocios locales y organizaciones de beneficencia establecieron comedores populares en los que miles de sobrevivientes, confundidos y llenos de polvo, hacían fila para alimentarse. Hay testimonios de que Facundo servía sopa todas las tardes en la plaza Santo Tomás.

      Mientras tanto, con una ciudad devastada que luchaba por recuperarse, el negocio de Facundo se vio perjudicado. Pasaron muchos días en que la tienda no registró ni una sola venta; sin embargo, le dio crédito a sus clientes, amigos y vecinos afectados y otorgó pequeños préstamos para ayudar a las personas a estabilizarse. Su generosidad no tenía límites.

      La situación llegó a un punto desolador cuando, tan solo dos semanas después, un segundo desastre azotó Santiago de Cuba: esta vez se trató de un agresivo brote de cólera.

      Con los sistemas de saneamiento y agua potable destruidos por el sismo, la enfermedad sumamente contagiosa se propagó con rapidez.

      Hubo tal cantidad de muertos que un gran número de cadáveres permanecieron sin entierro durante días, lo que alimentó aún más la epidemia. Llegó un momento en que llegaron a morir alrededor de cien personas al día, en una ciudad de por sí ya devastada por el terremoto.

      BUSCANDO REFUGIO EN SITGES

      Trágicamente, la enfermedad segó las vidas de dos hijos de Facundo y Amalia: Juan, de 6 años de edad, y la pequeña María.

      Desconsolados y aterrados, y estando el este de Cuba bajo la tiranía de la hambruna y la enfermedad, decidieron llevarse a la familia a la relativa seguridad de España.

      Se embarcaron en diciembre de 1852 y tocaron tierra en Cataluña alrededor de un mes y medio más tarde. Se refugiaron con los familiares de Facundo en Sitges.

      El mayor de los niños Bacardí Moreau, Emilio, tenía ocho años en ese momento. Era un chico silencioso y reflexivo, con inclinación por la lectura y el dibujo.

      Cuando la familia llegó a España, el pequeño Emilio conoció a su padrino Daniel Costa. El elegante y culto Costa, amante de la literatura y las artes, simpatizó con el voraz lector Emilio y decidió que el niño debía convertirse en pintor.

      Facundo, el abarrotero colonial cuya forma de sustento se había desvanecido, no creía que eso fuera una decisión práctica. Sin embargo, como el futuro de la joven familia era incierto, aceptó.

      A los pocos meses de haber regresado a España, estaba muy inquieto, así que a principios de 1853 —a pocos días de cumplir 40— se preparó para zarpar de nuevo a Cuba con todos, menos el pequeño Emilio.

      Ante la incertidumbre que ofrecía la golpeada ciudad de Santiago de Cuba y todavía en duelo por la muerte de dos de sus hijos, accedieron a dejar al precoz Emilio en España bajo la tutela de su padrino. Emilio vivió en la cosmopolita Barcelona y aprendió a pintar. Seguiría pintando el resto de su vida.

      Costa, su sofisticado padrino, murió de forma inesperada en 1857, y Emilio, ya de 13 años, regresó con su familia a Cuba, para lo que tuvo que viajar solo durante más de un mes.

      Más tarde recordaría que cuando se bajó del barco en Santiago, tras varios años de ausencia, logró divisar a su padre y a su hermano Facundo en el muelle, pero le extrañó no ver a su madre.

      Ahí se enteró de que su madre estaba en casa amamantando al recién nacido José Bacardí Moreau. Su hermana Amalia nacería dos años después.

      FRACASO… Y UN NUEVO COMIENZO

      Facundo regresó a Santiago en el invierno de 1853. Había pasado menos de un año del terremoto y la epidemia de cólera, y la comunidad todavía estaba tratando de recuperarse.

      Su tienda había sido saqueada