Mario Kempes

Matador


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lo insoportable por nuestra camiseta, abandonados a nuestra propia suerte, un periodista se acercó a la sede de la Asociación del Fútbol Argentino, en la ciudad de Buenos Aires, y preguntó si había novedades de «la selección fantasma». Este calificativo apareció después en varios diarios y revistas y llegó a nuestros oídos por comentarios de nuestros familiares, con los que hablábamos por teléfono cada tanto porque no teníamos dinero para acceder a ese lujo de manera cotidiana. Al principio nos sentimos ofendidos. Pero luego, nosotros mismos empezamos a denominarnos «Los Fantasmas». Antes del último amistoso, el preparador físico Carlos Cancela —otro tipo fenomenal, que supo motivarnos para sobrellevar la angustiosa aventura— propuso que nos sacáramos una foto, todos juntos, con pasamontañas, y dejáramos así constancia de nuestra peripecia. Como no consiguió suficientes prendas, salió a comprar unas cartulinas blancas e hizo unos bonetes que nos cubrían toda la cabeza, con dos agujeritos para los ojos. La foto la tomó el reportero gráfico de un diario boliviano, pero no la publicó en su medio: se la vendió a una revista argentina.

      El día anterior al gran partido ante Bolivia, por la Eliminatoria, aparecieron por el hotel el técnico Sívori con cuatro de los futbolistas de la «selección mayor» que ya había derrotado a la propia Bolivia (cuatro a cero en Buenos Aires) y empatado en Asunción con Paraguay (1-1). Después del enorme sacrificio que habíamos hecho nosotros, nos cayó como una patada en las bolas. Sívori quitó al Pato Fillol para alinear a Daniel Carnevali, y a otros muchachos para que jugaran Ángel Bargas, Roberto Telch y Rubén Ayala. Esta decisión indignó a Ignomiriello, quien a lo largo de casi un mes se había comportado como un padre con todos los pibes. Miguel cortó relaciones con el entrenador principal y dejó de hablarle.

      El 23 de septiembre, por fin, enfrentamos a Bolivia en el estadio Hernando Siles. Siete de los titulares vestimos ese día, por primera vez, la camiseta albiceleste en un compromiso oficial: Osvaldo Cortés, Rubén Glaria, Rubén Galván, Daniel Tagliani, Oscar Fornari, Aldo Poy y yo. Luego ingresaron otros dos debutantes: Marcelo Trobbiani, por Telch, y Ricardo Bochini, por mí. A causa de la alimentación deficiente y la intensidad de los entrenamientos, muchos de nosotros llegamos a ese partido con ocho o nueve kilos por debajo de nuestro peso normal. De todos modos, pusimos una garra y un amor propio que nos permitió alcanzar el objetivo trazado: ganamos por uno a cero, con un gol en «plancha» de Fornari a los 18 minutos del primer tiempo.

      Gracias a esta victoria, Argentina se clasificó para el Mundial de Alemania Federal. Fue una experiencia nefasta que impulsaba a pensar: «no voy más a la Selección ni visto nunca más la camiseta albiceleste». Un martirio indeseable hasta para un enemigo. Años más tarde regresaría a Bolivia a dirigir varios equipos y comprobaría, una vez más, que la adaptación a la altura cuesta muchísimo. Pero lo más infausto no fue la localización de La Paz, sino la falta de respeto de los «popes» de la Asociación del Fútbol Argentino y del propio Sívori. Nosotros seguimos adelante, con huevos y la pujanza de los veinte años que te permite salir a comerte el mundo. No te detiene el hambre, tampoco el frío. Saltábamos, cabeceábamos y hacíamos goles. Si se nos cruzaba el Muro de Berlín, lo hacíamos mierda, unificábamos Alemania quince años antes de que finalmente sucediera. Mantuvimos en alto la bandera del fútbol argentino ante rivales de fuera y de dentro. A pesar de las adversidades, el comportamiento fue ejemplar. Cada tanto, en medio de la desesperanza, algún muchacho se ponía fastidioso, pero nadie se desquitó con ningún compañero. Al contrario: todos tiramos para el mismo lado.

      Al regresar, caí en una depresión que me costó superar. Pasé cuatro meses sin jugar bien, abatido anímicamente. Para mí, se habían cometido muchas injusticias. Cuando algunos meses más tarde me volvió a convocar la nueva conducción, el terceto conformado por José Varacka, Vladislao Cap y Víctor Rodríguez, que reemplazó al polémico Sívori, no tuve ganas de aceptar. Temía que se repitieran esas situaciones. Cambié de opinión porque me convenció mi viejo. Él me hizo ver cuál era el camino a seguir, y no se equivocó.

      De esa experiencia de «la selección fantasma» aprendí que, cuando te llaman para representar a tu país, hay que mirar hacia adelante y entregar todo, absolutamente todo, con dignidad y amor por el país. También, que el éxito trasciende a los futbolistas y recae como un bálsamo sobre otras personas: los hinchas. Millones de compatriotas se desloman cada día por un salario que apenas alcanza para alimentar a sus familias. Ellos merecen una alegría que los estimule, que los ayude a seguir adelante, y un ejemplo de fortaleza ante la adversidad. En los últimos años he visto a varios pibitos que, sin jugar un solo partido con la Selección, quieren viajar en primera clase, alojarse en hoteles de lujo. Me parece que ese no es el camino. Nosotros nos clasificamos para un Mundial alimentados con hambre, frío y escasez. Ganamos los pasajes hacia la Copa del Mundo a pesar de haber quedado a la buena de Dios en un paraje extraño, exigente y hostil, y no gracias a haber dormido en una habitación cinco estrellas.

      Capítulo 4

      La gran vidriera

      El deporte de alta competencia exige la preparación integral del atleta. El masivo interés público, los contratos televisivos y publicitarios requieren que el futbolista de elite actual trabaje con entrenadores, preparadores físicos, fisioterapeutas, psicólogos y nutricionistas. Cuando yo tenía veinte años, la misión de dos de esos profesionales estaba a cargo de una sola persona: mi vieja. Sus suculentas milanesas con puré y sus pastas caseras obraron el milagro de reconstituirme en cuerpo y alma a mi regreso de la aventura boliviana, con la clasificación para el Mundial de Alemania Federal de 1974 bajo el brazo.

      Con algo de peso recuperado y de mejor ánimo, me reincorporé a Instituto. Por delante teníamos la disputa de una nueva edición de la Liga Cordobesa, aunque la cabeza estaba puesta en un objetivo mayor: el Torneo Nacional de 1973, cuyo comienzo estaba previsto para el 6 de octubre.

      Unos días antes del inicio de ese gran certamen, el martes 2 de octubre, se organizó en la ciudad de Córdoba una doble jornada con la excusa de inaugurar el nuevo sistema de iluminación del estadio de Belgrano, en el barrio Alberdi: Talleres enfrentó a Boca y el equipo local, a Huracán, el último campeón del torneo Metropolitano de la Asociación del Fútbol Argentino. Yo fui protagonista de ese inolvidable día porque la escuadra azul y blanca de Barrio Jardín se reforzó con tres valores de Instituto: Osvaldo Ardiles, Alberto Beltrán y yo. No solo fui «tallarín» por noventa minutos, sino que los hinchas de ese club se dieron el gusto de gritar un gol mío: lo marqué a los doce minutos del primer tiempo y fue el único tanto del encuentro. El equipo «xeneize» estuvo conformado por una mayoría de futbolistas titulares que se preparaban para el Nacional, como Alberto Tarantini, Roberto Mouzo, Vicente Pernía, Osvaldo Potente o Hugo Curioni, mi antecesor en Bell de Bell Ville e Instituto. Luego, Belgrano también celebró otro hito, porque derrotó, también por uno a cero, al famoso Huracán dirigido por César Menotti, que tampoco preservó a figuras como Jorge Carrascosa, Omar Larrosa o René Houseman.

      Para el Nacional de 1973, los equipos que participaban del torneo Metropolitano (los de la Capital y el Gran Buenos Aires, más dos platenses, dos rosarinos y uno santafesino) se complementaron con trece representantes de ciudades o provincias del «interior», como Córdoba, Mendoza, Chaco, San Juan, Tucumán, Río Negro y Mar del Plata. Los treinta conjuntos fueron divididos en dos grupos de quince participantes de los cuales, los dos primeros se clasificaban para las semifinales. A Instituto le correspondió la zona «A» junto a All Boys, Chacarita, Cipolletti, Colón de Santa Fe, Estudiantes de La Plata, Juventud Antoniana de Salta, Newell’s Old Boys, Racing, River Plate, San Lorenzo, San Lorenzo de Mar del Plata, San Martín de Mendoza, San Martín de Tucumán y Vélez. Se disputó una sola ronda, «todos contra todos», con un encuentro extra, un clásico con un club del otro grupo en el que nosotros perdimos contra Belgrano de Córdoba por uno a cero.

      La campaña arrancó con un traspié: caímos por uno a cero ante Newell’s en nuestro estadio. La revista El Gráfico calificó mi tarea con un «tres», un suspenso en la escala del uno al diez. Tres días más tarde, marqué mi primer gol en un campeonato oficial de la Asociación del Fútbol Argentino. Se lo anoté a River, de penal, en el Monumental. Esa noche, el arquero «millonario» fue José Perico Pérez, un especialista en detener remates desde los