en los torneos «Metropolitanos» organizados por la Asociación del Fútbol Argentino. Por intermedio de un contacto que tenía un familiar de Luis que vivía en Buenos Aires, nos presentamos en una prueba del club Independiente, en un terreno del partido de Avellaneda. Pero el tipo que supuestamente nos iba a recomendar no apareció y ni siquiera nos dejaron cambiarnos. No pudimos intervenir en el partidito selectivo. Al día siguiente, cruzamos toda la capital hasta unas canchas del barrio de Saavedra, donde ambos intervinimos en una práctica del club Platense. Se formó un equipo entre los que éramos aspirantes y enfrentamos a la reserva: ¡los goleamos seis a uno! Finalizado ese encuentro, apareció el técnico de la Primera y nos preguntó si estábamos cansados. «No», aseguramos algo agrandados, por lo que nos propuso que enfrentáramos a su equipo titular. Aunque perdimos ese duelo uno a cero, Luis y yo jugamos realmente bien. Tanto que, terminado ese partido, un directivo nos ofreció un contrato. Era poca plata, insuficiente para que los dos nos mantuviéramos en la capital, pero no nos importaba. ¡Nos moríamos por jugar en Primera! Llamé a mi viejo y su respuesta fue categórica: «De ninguna manera, volvé a casa porque tenés que terminar el secundario». Mi malhumor se extendió a lo largo de los 500 kilómetros y pico que separan Buenos Aires y Bell Ville.
Unas semanas más tarde, en febrero, uno de los sacerdotes del colegio San José, el hermano Javier Aiello, quien era uruguayo, nos propuso a Luis y a mí que nos probáramos en el Club Nacional de Football de Montevideo, el equipo de sus amores, flamante ganador, por primera vez, de la Copa Libertadores y la Copa Intercontinental. Viajamos los tres a Córdoba y en la capital provincial, abordamos un autobús que nos trasladó hasta la metrópolis oriental. El hermano Javier nos alojó en un internado de la zona de Pocitos, donde nos acomodaron en uno de los claustros vacíos debido a que los estudiantes estaban de vacaciones. Por las noches, la puerta de la calle permanecía cerrada con llave. Eso no impidió que, los fines de semana, Luis y yo trepáramos por la enredadera adherida a uno de los muros para escaparnos a disfrutar de los famosos carnavales de la avenida 18 de Julio.
La primera práctica la hicimos en la cancha de Parque Central —uno de los escenarios del primer Mundial de fútbol: Uruguay 1930— junto a varios adolescentes locales que habían asistido con la misma ilusión que nosotros. Terminada la prueba, un entrenador nos convocó a mi primo y a mí a presentarnos al día siguiente en el complejo deportivo Los Céspedes, lugar de entrenamiento y concentración de los planteles de Nacional. Cuando llegamos, nos sorprendió la calidad de las canchas: todas estaban completamente cubiertas por un césped denso, prolijamente cortado. Ninguna de las de la Liga Bellvillense que nosotros habíamos pisado ofrecía una superficie semejante. Luego de practicar con la tercera del «Bolso» durante unos veinte días, un dirigente nos ofreció a Luis y a mí firmar un contrato que prometía una remuneración de cien pesos uruguayos mensuales a cada uno. La suma era pequeña, alcanzaba apenas para alquilar una habitación y alimentarnos de manera frugal. Muy entusiasmado, volví a llamar por teléfono a mi viejo y le conté la buena noticia. Él me quitó la ilusión con el mismo argumento que truncó la posibilidad de jugar en Platense: «Ya te lo dije, tenés que terminar el secundario. Todavía te queda un año. Volvete». Regresé a casa más cabreado que la vez anterior. Me había gustado el club montevideano. Nos habían tratado muy bien y nos habíamos ilusionado con la posibilidad de incorporarnos al campeón del mundo. Hoy, en la distancia y con la experiencia que brindan los años vividos, debo reconocer que mi padre tenía razón. Yo tuve la suerte de desarrollar una carrera muy exitosa en el fútbol. Sin embargo, en ese momento nadie podía prever lo que sucedería, y un título secundario en esos tiempos significaba contar con una base sólida para enfrentar la vida.
Lo que yo ignoraba, por otra parte, era que mi viejo tenía un as guardado en la manga y quería jugarlo en una situación propicia que satisfaciera mi hambre de trascender en el fútbol y su pretensión de que yo terminara el ciclo secundario. Uno de los primeros sábados desde mi regreso de Montevideo, el 4 de marzo de 1972, fui a jugar con mis amigos a uno de los campeonatos barriales que se desarrollaban en canchitas improvisadas en terrenos baldíos de la ciudad y se resolvían en un par de días, al cabo de jornadas maratónicas con varios partidos de eliminación directa. Por la tarde, al finalizar uno de los encuentros, me sorprendió que mi padre apareciera por el lugar y se me acercara. «¿Pasa algo?», pregunté, preocupado, aunque él exteriorizaba una actitud serena. «No —respondió—, vine para decirte que no te lesiones, que tenés que viajar a Córdoba y probarte en Instituto». ¿Córdoba? ¿Instituto? No entendía demasiado qué estaba pasando. Mareado por la noticia, noté que en el oeste el sol iniciaba su ocaso. Yo sentí que estaba apareciendo para iluminar mi destino.
Capítulo 2
Gloria y loor
El ingeniero Atilio Pedraglio no era un cliente más de la carpintería Tossolini. Cada vez que visitaba Bell Ville para efectuar un pedido de materiales destinado a alguna de las obras que realizaba en Córdoba, este influyente directivo del club Instituto Atlético Central Córdoba se enfrascaba en tórridas discusiones futboleras con uno de los dueños de la empresa maderera, Eduardo Tossolini —descendiente de Antonio Tossolini, quien, en 1931, había diseñado y patentado el primer balón «sin tiento» del mundo, junto a Romano Polo y Juan Valbonesi, invención que le otorgó a Bell Ville la distinción de «capital nacional de la pelota de fútbol»—. A mediados de febrero de 1972, en una de esas apasionadas charlas, Pedraglio comentó que, desde la partida del «bellvillense» Hugo Curioni a Boca Juniors, dos años antes, su equipo no había encontrado todavía un centrodelantero que conformara al club y a la hinchada de Alta Córdoba. Curioni, en realidad, había nacido en la ciudad de General Cabrera, situada a unos cien kilómetros al sudoeste de Bell Ville, pero su potencia goleadora había adquirido fama provincial en el Club Atlético y Biblioteca Bell, donde el Tula jugó antes de pasar a Instituto en 1969. Tossolini sonrió. «Yo tengo un “9” mejor que Curioni —le garantizó—. Es el hijo de un empleado mío, un crack fenomenal que se cansó de meter goles en el Bell el año pasado». El directivo de la institución rojiblanca sospechó que su proveedor exageraba. «¿No me creés? Hagamos una cosa: te lo ofrezco para que lo pruebes en algún amistoso y yo mismo me hago cargo de los gastos de su traslado. Si no marca un gol en los primeros diez minutos, te lo cedo gratis. Si no te gusta, me lo mandás de vuelta y acá no pasó nada, seguimos siendo amigos. ¿Qué te parece?». El dirigente de La Gloria, un tipo pragmático, curtido en el mundo del fútbol, aceptó la oferta. ¿Qué podía perder?
Cuando regresamos a casa, aquel sábado que me fue a buscar a la canchita, mi viejo me explicó que, al día siguiente, mi madre, mi hermano y él iban a viajar muy temprano a Leones para pasar ese domingo junto a unos familiares y que yo me tenía que quedar solo en la casa, a la espera de una llamada desde Córdoba. Sin mayores detalles, mi padre me comentó la conversación que habían mantenido Tossolini y Pedraglio y que existía la posibilidad de una prueba en Instituto. «¿Instituto? ¿Pero vos no querías que yo terminara la escuela antes de jugar en un equipo profesional?», pregunté desorientado, luego de las desilusiones sufridas con Platense de Buenos Aires y Nacional de Montevideo. «Si quedás en Instituto, eso lo puedo arreglar. Ya veremos. Primero, andá a la prueba».
Al día siguiente, mis viejos y mi hermano se fueron apenas salió el sol y yo me quedé solito, junto al teléfono. Un rato después, el aparato sonó: era Pedraglio. Me convocó para un partido amistoso que, esa misma tarde a las 6, en la cancha de Alta Córdoba, estaba previsto ante Argentino Central, un club que participaba de la segunda división de la liga cordobesa. Instituto comenzaba a prepararse con vistas al torneo provincial que clasificaba al ganador para el campeonato «Nacional» del año siguiente. Ese certamen, organizado por la Asociación del Fútbol Argentino, reunía a los equipos que competían en el «Metropolitano» (clubes de Buenos Aires, el conurbano bonaerense, Rosario y Santa Fe) con los mejores de las distintas ligas provinciales o regionales del resto del país.
Salí corriendo de casa, llegué a la estación de autobuses y compré un billete para el primer coche de la empresa ABLO que pasara rumbo a la ciudad de Córdoba. Viajé bastante asustado, lo admito. Aunque ya era un muchachote, nunca había estado solo en la capital provincial. Había visitado esa «gran ciudad» con mis viejos una vez, cuando era pibe. Recuerdo haber subido a los coches de choque del Parque