siempre da revancha, y yo la tendría, años después, contra el Comercial.
Cumplida la etapa primaria, comencé el secundario en el colegio San José, un nuevo establecimiento en el que integré su primera camada de muchachos. Utilizábamos un guardapolvo celeste que todos los días volvía a casa sucio de tierra. Aunque el fútbol era el deporte que me apasionaba, en ese período también practiqué softball, pelota a paleta y básquet, por lo general en el colegio o en el club Bell.
Como estudiante, debo admitir que fui bastante flojito. Más que nada porque era muy vago para ponerme a hacer la tarea o leer los libros de texto. Soy muy dormilón, lo que más de una vez me trajo problemas también con el fútbol, porque llegué tarde a varios entrenamientos. La siesta me sale del alma, quizá por ser cordobés…
Al finalizar la cursada del primer año del colegio secundario me llevé siete materias a marzo. Me fue mal en todas las asignaturas, menos en Educación Física. Mi viejo, como castigo, me puso a laburar todo el verano para la carpintería. Uno de esos trabajos consistió en ayudar a colocar el piso de parqué de una cancha de básquet. En esos tiempos se utilizaban planchitas rectangulares de madera a las que se le hacían cuatro agujeritos redonditos, dos sobre cada uno de los lados más cortitos, que se ajustaban al suelo con tarugos. Primero, mi papá me encomendó hacer los orificios. Imagínense la cantidad de tablitas de madera que se necesitan para cubrir una cancha de básquet y su entorno: ¡Miles! A cada una de ellas tuve que hacerle los cuatro agujeros. Cuando finalizó esa etapa demoledora, trabajé en la colocación de las planchas, cada una con cuatro tarugos. ¿Cuántos tarugos martillé? ¡Miles de tablitas por cuatro! La tarea resultó tan devastadora que no volví a llevarme materias. O, mejor dicho, no volví a llevarme tantas materias de una sola vez. Las únicas medallas y distinciones que recibí a lo largo de la etapa de la escuela secundaria estuvieron relacionadas con el deporte, excepto en una oportunidad que, a fin de año, me eligieron como «el mejor compañero».
Comencé a conducir a los 14 años con el auto Ambassador de mi padre. Yo esperaba que mi viejo regresara de tomar su aperitivo en el club Bell y antes de que nos sentáramos a la mesa familiar para comer la pasta, él me dejaba dar una vuelta a la manzana con su vehículo, siempre sentado a mi lado en el asiento del acompañante. El arrancar era complicado, entre el freno, el embrague y el acelerador. Cuando lo hacía corcovear, ¡paf!, mi papá me lanzaba un cachetazo a la oreja. Las calles eran de tierra y en las esquinas había baches para que el agua pasara bastante profundos. Si agarraba uno de esos pozos, ¡pum!, otro cascotazo. Gracias a su metodología pedagógica, ¡aprendí enseguida! Mi viejo no era un tipo malo. Tenía un carácter muy fuerte que lo incitaba a hablar más con las manos que con los labios. Si bien a mi hermano Hugo y a mí no nos castigaba todos los días, nosotros nos cuidábamos mucho porque los bofetazos le salían con mayor facilidad que las palabras. Además, era así con nosotros, porque a la vieja jamás le levantó la mano.
Durante mi niñez y adolescencia solía escuchar los partidos de fútbol por la radio, ya que no se transmitían por televisión, al menos en Bell Ville. Recuerdo que la primera vez que supe que existía algo denominado «Copa del Mundo» fue en 1966. Con mi viejo, seguíamos las emisiones de los encuentros de la selección argentina mientras picábamos los ladrillos que servirían para la construcción de los cimientos de la casa de la calle Pío Angulo, 914, a donde nos mudamos meses más tarde. El terreno donde se levantó esa vivienda, que actualmente comparten mi madre y mi hermano Hugo, queda a la vuelta de la casa donde nací, la de la calle San Juan, incluso ambas propiedades comparten una pared medianera.
La posibilidad de jugar al fútbol «en serio» en un equipo afiliado a una liga «oficial» llegó recién cuando tenía catorce años. Un vecino llamado Osvaldo Mantelli, al que todos conocíamos como Cataca, tocó el timbre de casa para invitarme a integrar la cuarta división del Club Talleres, el mismo en el que yo había jugado en canchitas de baby improvisadas. Mantelli habló con mi padre y le propuso que yo vistiera la camiseta a bastones azules y rojos —como la de San Lorenzo o FC Barcelona— por dos meses, que interviniera en seis o siete encuentros de la Liga Bellvillense. Mi viejo accedió y me incorporé al equipo. ¿Como delantero, como 10 clásico? ¡No! Al igual que mi papá, cuando yo era chico jugaba de cinco, un batallador de la mitad de la cancha. Por mi cabeza no pasaba ser un goleador. Me gustaba arrancar desde atrás, recuperar la pelota y sumarme al ataque a toda velocidad. La verdad, hubiera actuado en cualquier puesto. En ese tiempo estaba convencido de que no importaba el número de la camiseta, sino jugar. Al fin y al cabo, todos los futbolistas, cualquiera que sea su posición, utilizan la misma pelota. ¿No?
Al año siguiente empecé a entrenarme con la Primera. Pero, no sé por qué, el técnico Pele Márquez no me tenía en cuenta. Yo estaba disgustado porque en los partidos de preparación, en los que jugaba con los suplentes, lo bordaba. Pero a la hora de confirmar el equipo titular, mi apellido nunca aparecía en la lista. Varios meses después de «actuar» en una sola posición, sentado en el banco de suplentes, a mi vieja se le hincharon los ganglios y fue a hablar con el entrenador Márquez. Lo encaró y le dijo: «O me lo ponés al nene, o me lo llevo para otro club». ¡Así nomás! La «tanada» no rindió frutos… en Talleres, porque después de sufrir todo el año 1970 sin jugar un solo partido, en 1971 pasé al Club Atlético y Biblioteca Bell, donde ya estaban mi primo Luis y varios amigos de nuestra pandilla. Aunque el técnico de Talleres no me consideraba valioso en su equipo, la institución de camiseta negra y blanca, idéntica a la de Juventus, debió pagar bastante por mi transferencia. La cesión no se saldó con dinero en efectivo, sino con materiales que sirvieron para construir un gimnasio. Los dirigentes me comentaron que, a pesar de no haber abonado con plata sino «en especies», como se acostumbra a decir, el valor de mi pase fue récord en la liga. El primero que rompería en este campo.
En esa época me enganché con el cigarrillo. Mi viejo tenía tres camiones y, ese verano, una de las parejas de choferes me invitó a acompañarlos a Jujuy, a recoger una carga que luego debía llevarse a Buenos Aires. Ni bien el vehículo se puso en marcha, el copiloto me dijo: «Tenés que fumar». Paramos a cargar combustible en la estación de servicio que estaba a las afueras de Bell Ville y ahí nomás compré mi primer paquete de cigarrillos. Caí como un tonto. No paré hasta el 2014, cuando me operaron para destaparme varias arterias coronarias. Al principio, fumaba uno o dos cigarrillos por semana a escondidas de mi padre. En esa época, lo más perjudicial, además de la tos horrible que me afectaba, hubiera sido un castañazo del viejo. Ese vicio me acompañó casi toda la vida. Durante mi etapa como futbolista profesional, a cada entrenador que tuve yo mismo le avisé que fumaba y le ofrecí que decidiera si durante las concentraciones podía prender un cigarrillo en la mesa, después de comer, o hacerlo en privado dentro de mi habitación.
Con 16 años, más estilizado tras haber pegado el primer «estirón», pasé a jugar de «diez», según la antigua disposición táctica 4-3-3, por sugerencia del técnico de Bell, Fidel Montemartín. En mi estreno en la máxima categoría de la Liga Bellvillense, el torneo de 1971 salimos campeones. Teníamos un equipazo coronado con un 9 muy particular: un veterano zaguero central, Eduardo Fernández, capitán del equipo, a quien el técnico Montemartín pasó al ataque porque se estaba haciendo veterano y le costaba cubrir las espaldas de sus compañeros, en especial las de los marcadores de punta.
Según los registros oficiales, en ese certamen metí 46 goles. ¡Una locura para un chiquilín que competía contra tipos de entre veinte y treinta años! Una tarde, al club Matienzo, del pueblo de Monte Buey, le ganamos por doce a cero. Yo concreté seis tantos, una marca que todavía no fue quebrada en la Liga Bellvillense.
Paralelamente al certamen de Primera que jugaba para Bell, con los chicos del Colegio San José intervine en un campeonato estudiantil denominado Challenger. En esa competición tuve mi revancha con los pibes del Comercial. Aunque habíamos armado un equipo con un promedio de edad inferior —los del Comercial estaban en quinto y sexto año, nosotros en cuarto y tercero, las camadas más «antiguas» de nuestro establecimiento educativo—, me pude desquitar con una victoria que cerró aquella ofensa humillante que, cuatro años antes, yo había sufrido con una goleada condimentada con burlas y piñas. En esta ocasión, me di el gusto de comandar una honorable victoria por dos a cero y hacer los dos goles. El segundo todavía se recuerda en los bares de Bell Ville: