doscientos kilómetros de extensión ingresó en varias ciudades y pueblos situados a la vera de la ruta nacional 9— estuvo detenido media hora en Villa María y yo no fui capaz de bajar, ni siquiera para comprarme una bebida, por miedo a perderme.
Al llegar a la terminal de la capital provincial, pasado el mediodía, descendí por fin del vehículo, un poco asustado: no conocía a nadie, ni siquiera al tipo con el que me tenía que encontrar. Empecé a mirar hacia todos lados, como buen provinciano. Por suerte, enseguida se me acercó un hombre y me preguntó si yo era Mario Kempes. Asentí con la cabeza y él se presentó: era el ingeniero Atilio Pedraglio, la misma persona que me había llamado a casa para convocarme a jugar. Me llevó a su domicilio, donde almorzamos milanesas con puré junto a su esposa y sus hijos y después, me tiré un rato a dormir la siesta. Luego de una merienda, partimos rumbo al estadio Juan Domingo Perón, también conocido como El Monumental de Alta Córdoba. En el camino, el dirigente me explicó que yo iba a figurar en la planilla del partido como «Carlos Aguilera». ¿Por qué? La idea de Pedraglio era mantener en secreto mi identidad para evitar que, después del debut, algún directivo o «cazatalentos» rival, en especial de Belgrano o Talleres, lograra ubicarme y «robarme» con la promesa de un mejor contrato. Llegué al vestuario y me encontré con un grupo de muchachos preparándose para el encuentro, entre los que estaban Osvaldo Ardiles —un nene flaquito, pura nariz era—, Alberto Beltrán y José Luis Saldaño. Pedraglio me presentó al técnico, Miguel Ponce. «Este es Carlos Aguilera, de Bell Ville», le dijo. Ponce me estrechó la mano.
—A mí me habían dicho que venía un tal Mario Kempes. ¿Lo conoce?
—No, no lo conozco —mentí.
Pedraglio no dijo nada. Vi que asentía como para aprobar mi actuación.
—¿Usted jugó alguna vez de 9? —me consultó Ponce.
—Siempre —volví a mentir. Nunca en la vida había jugado como centrodelantero.
Ponce me tiró la camiseta con el número 9 en la espalda y me mandó a calentar. Al rato, salí a jugar a una cancha desconocida, con compañeros desconocidos contra un rival desconocido. A pesar de todas esas dificultades, anduve realmente muy bien. Favorecido por mi energía física y la potencia de mi pierna izquierda, esa tarde metí todos los goles que cimentaron una amplia victoria albirroja por cuatro a cero. Instituto tenía muy buenos futbolistas que organizaban cada jugada para que yo la empujara. Eso sí: no pude cumplir con la promesa de Tossolini, porque la primera conquista, que anoté de cabeza, llegó a los 14 minutos, cuatro después del plazo garantizado a Pedraglio. De todos modos, tanto el técnico como el dirigente quedaron muy conformes: apenas terminó el partido con Argentino Central, me citaron para un amistoso más exigente el domingo siguiente ante Racing de Córdoba. Para ese match viajé con mis viejos y con mi primo Luis Margarit. Ellos me contaron luego que, al anunciarse las formaciones por los altoparlantes, les pareció extraño que no me nombraran. «¿Marito no juega hoy?», objetó mi madre. Un ratito después, me vieron aparecer en la cancha entre los titulares. Yo me había olvidado de avisarles que seguía siendo «Carlos Aguilera»…
Ese día perdimos tres a uno. Jugué los noventa minutos y no anoté. No obstante, el diario La Voz del Interior elogió mi trabajo. «El elemento más útil de la vanguardia (de Instituto) resultaba el joven piloto Aguilera, quien rotaba en continuo por el terreno (…) y buscaba con ahínco el camino para vulnerar a Herrera», el arquero albiceleste. «El nombrado delantero —agregó el matutino— fue el valor más peligroso de su equipo, a pesar de manejar con habilidad solamente su pierna izquierda. Habrá que verlo en otros cotejos».
Una semana después, el domingo 19, participé de otro encuentro preparatorio ante Huracán de Córdoba, un club del barrio La France. Ganamos seis a uno y yo contribuí en el marcador con dos conquistas. La Voz del Interior publicó que «Aguilera, el bisoño centrodelantero belvillense de Instituto, en una actuación en donde puso en evidencia (a pesar de las limitaciones rivales) algunas aptitudes que pueden ser bien aprovechadas en el futuro, se convirtió en el más alto valor del quinteto ofensivo dueño de casa».
Gracias a esos buenos desempeños, Instituto resolvió, por fin, contratarme. Mi viejo estuvo de acuerdo, pero puso como condición que yo terminara el colegio secundario. El club aceptó. Durante todo ese año viajé desde Bell Ville a Córdoba los martes y jueves en colectivo: salía a las doce del mediodía desde la terminal de mi ciudad, llegaba a la capital provincial a las dos y media, tres de la tarde. Nos entrenábamos de cuatro a seis y a las siete me tomaba el autobús de vuelta y entraba a casa pasadas las diez de la noche. Un sacrificio durísimo, pero a mí no me importaba: ya era un futbolista profesional. A pesar de que el que cobraba y administraba mi dinero era mi viejo, yo estaba feliz haciendo lo que más me gustaba.
Los sábados llegaba a Córdoba por la tarde y me alojaba en una de las habitaciones de un colegio de curas, el Instituto Jesuita Sagrada Familia, gracias a otra gestión del hermano Javier Aiello. Los domingos al mediodía, todos los muchachos del plantel nos juntábamos para almorzar en una cantina que se llamaba Doña Ana y desde ahí, nos íbamos juntos en un autobús al estadio donde nos tocara jugar. Terminados los partidos, retornaba a Bell Ville con mis viejos y el lunes continuaba la cursada en el colegio secundario.
El mozo que atendía las mesas de Doña Ana era un hombre al que todos conocíamos como el Negro Minué, con quien enseguida entablé una hermosa amistad. Minué era una maravilla de persona, un típico personaje cordobés, sencillo y campechano, fiel amigo, desinteresado y cariñoso. Durante mi etapa en Instituto, él me cuidaba mucho: solía visitarme en el departamento que luego me ofreció el club y quedarse a cenar los días previos a los partidos, un poco para hacerme compañía, otro poco para controlar que yo me fuera a dormir temprano. También se había hecho amigo de mi viejo. Acostumbraba a llamarlo por teléfono a Bell Ville y le decía: «Don Mario, vaya preparando el fuego». A las dos horas caía en la casa con un lechón o un cabrito. Luego de la comida y unos vinitos, se volvía a Córdoba. ¡Un tipazo!
La primera vez que almorcé en el restaurante, el Negro me preguntó qué quería beber.
—Un juguito —respondí.
Se quedó mirándome fijo.
—¿Un juguito? —insistió, torciendo la boca, como con asco.
—Sí —ratifiqué. En verdad, no me animaba a pedir una bebida alcohólica. Pasadas algunas semanas y la lógica inhibición del novato, al ver que la mayoría de mis compañeros acompañaba las comidas con una copa de vino, cambié el jugo por el tinto. Años más tarde, cada vez que con Minué compartimos un asado regado con vino, el desgraciado me echaba en cara aquel excepcional pedido. «Este borracho de mierda me quiso engañar pidiendo un jugo», se reía.
El sábado 25 de marzo de 1972, a Instituto le tocó enfrentar a Belgrano por la Copa Neder-Nicola, un cuadrangular que cada año organizaba el Círculo de Periodistas Deportivos de Córdoba como preámbulo de la liga local, que por lo general comenzaba una semana después. Paralelamente, Talleres se midió con Racing. El fixture se armó con la idea de que los dos equipos grandes de la provincia definieran el certamen, pero nosotros les arruinamos la fiesta.
Ese día ya no fui Aguilera. Con el contrato firmado (Instituto le pagó mi pase al club Bell con pelotas, equipos deportivos y lámparas para instalar el primer sistema de iluminación de su cancha), por fin figuré en la plantilla oficial como «Mario Alberto Kempes». Mi estreno con mis verdaderos nombres y apellido no pudo ser mejor: aplastamos a Belgrano por cuatro a cero. Los goles los marcamos Ricardo Cherini, Beltrán, Ardiles y yo. El periódico La Voz del Interior destacó que «el joven y veloz centrodelantero Mario Kempes —originariamente figuraba como Aguilera— en inteligente maniobra señaló el segundo». ¡El diario me facturó que yo había actuado hasta ese momento con un pseudónimo! De todos modos, el comentario fue muy elogioso con mi desempeño: «Kempes es un novel y eficiente valor para tener en cuenta en el futuro, de ratificar las aptitudes que revelara en la víspera frente a una zaga central que en determinadas circunstancias se pasó en intervenciones excesivamente vehementes». Esa zaga la conformaron Tomás Cuellar y Rubén Lupo, dos rústicos defensores que repartían patadas como caramelos. ¡Eran bravísimos! Con