dolor que le había provocado.
Mi pasión por la pelota probablemente tenga un origen genético. Mi papá fue futbolista en varios de los clubes que conforman la Liga Bellvillense, un campeonato que reúne equipos de ciudades y pueblos como Bell Ville, Leones, Marcos Juárez, Justiniano Posse, Morrison, Cintra, San Antonio de Litín, San Marcos Sur, Noetinger, General Ordóñez, General Roca y Monte Buey. Él competía los fines de semana y cobraba unos pocos pesos por partido jugado, una recompensa que se entregaba más en concepto de dietas que de salario. Mi viejo trabajaba durante toda la semana en la carpintería de la familia Tossolini, en Bell Ville, y los fines de semana se destacaba como número 5. Vistió las camisetas del Club Atlético Talleres y del Club y Biblioteca Bell, ambos de Bell Ville, y del Club Atlético Aeronáutico Biblioteca y Mutual Sarmiento de la ciudad de Leones. En Leones, precisamente, conoció a mi vieja. Se casaron el 24 de octubre de 1953 y se fueron a vivir a la casa de la calle San Juan, donde yo nací nueve meses más tarde, la que había construido mi abuelo Claudio. No me acuerdo de mi padre jugando al fútbol, aunque me han contado que, desde que era un bebé, lo acompañé a todas las canchas donde le tocó competir hasta su retiro, pocos años más tarde. Cuando empecé a caminar, él me hacía entrar con el equipo, como mascota. Después de que se tomara la tradicional fotografía del equipo formado, según mi madre, yo salía del terreno de juego y me iba a corretear detrás de alguna pelota con otros chicos, en algún espacio libre, en lugar de seguir las alternativas del encuentro de mi papá. De esa época infantil recuerdo que, ya siendo un poquito más grande, algunos domingos escuchaba con mi viejo los partidos de River que se transmitían por radio. Él era millonario, aunque no seguía los relatos con el fanatismo que mi abuelo Camilo exhibía por Boca.
A los cinco años, mis padres me mandaron a estudiar a la Escuela Normal de Bell Ville que, a pesar de su nombre, también funcionaba como institución primaria. Apenas conocí a mis compañeros, el patio embaldosado del establecimiento se convirtió en cancha; los recreos, en los «tiempos» que duraban los partidos; y cualquier elemento «pateable», en pelota. Como no nos permitían llevar balones de plástico o de goma ni improvisar uno con papel, jugábamos con los taquitos de madera que se utilizaban como trabas de las puertas, esos que tienen forma de triangulitos o cuadraditos. Los arcos eran dos desagües, uno a cada lado del patio. ¿Qué hacían las niñas mientras los varones nos adueñábamos del lugar para protagonizar duelos verdaderamente encarnizados? Se reunían en un costado, temerosas de que el taquito de madera pateado con fuerza se desviara hacia sus piernas. ¡Si te pegaba en la espinilla, te dejaba un moretón oscuro que dolía varias semanas!
Uno de los momentos de mi infancia que mi vieja atesora con más cariño fue el festejo del Día de la Madre que se realizó en la escuela, cuando yo cursaba el primer grado. La maestra nos había formado en el patio y repartido un clavel blanco a cada alumno para que se los entregáramos a nuestras mamás durante el acto. Comenzó la ceremonia: todos los chicos se acercaron a sus respectivas madres y les regalaron las flores. Bueno, todos no, porque mis viejos no habían llegado —luego me explicarían que mi papá se había demorado por un problema en el trabajo—. La cuestión fue que me puse a llorar desconsoladamente. La maestra trataba de calmarme diciéndome: «Ya van a venir»; pero era inútil: las lágrimas saltaban de mis ojos como una catarata. Cuando mi mamá apareció por la puerta de la escuela, mi carita se transformó y el llanto se volvió sonrisa. Me abalancé sobre ella, corriendo, y le entregué el clavel. Ella, emocionada, me llenó de besos. Aunque festejábamos el Día de la Madre, el regalo más lindo lo recibí yo.
En esos años, solía involucrarme en partiditos informales y desafíos que se armaban en terrenos baldíos o en la acera de mi casa. Durante mi infancia, el asfalto era prácticamente desconocido en Bell Ville. La calle San Juan, como todas las del barrio, era de tierra. Con los chicos de las viviendas vecinas jugábamos en una cancha improvisada con arcos delimitados por dos ladrillos, con balones de goma o trapos apretados dentro de una media. Apenas salía de la escuela, llegaba a casa, bebía un café con leche acompañado de una galleta o tostadas y, al ratito, al escucharse el repercutir de una pelota contra el suelo, nos juntábamos ocho o diez pibes de la cuadra a patear nuestro esférico objeto de deseo. Los duelos solo se detenían cuando debía pasar un auto y terminaban cuando la noche no nos dejaba ver nada. Todos los protagonistas quedábamos cubiertos de mugre, de pies a cabeza. A veces, los fines de semana, nos colábamos en el patio de la escuela primaria José María Paz, que estaba a una cuadra de casa, en la esquina de Mendoza y Pío Angulo, en cuyo patio embaldosado jugábamos durante horas.
Se ve que en esos duelos barriales ya me destacaba, porque enseguida llegaron ofertas para participar en campeonatos de verano de fútbol 5, con un equipito que se llamaba Platense. Los torneos —de tipo «relámpago», que duraban un día o un fin de semana— se disputaban en la cancha de Talleres, que estaba a dos cuadras de casa. El campo de juego de once se dividía y se formaban varias canchitas para los chicos. A la hora de la cena, mi vieja salía a la vereda, ponía las manos junto a la boca formando una bocina, pegaba el grito que me convocaba a la mesa y yo la escuchaba desde el club. También vestí la camiseta de Chacarita, que distinguió a un equipo del barrio que se llamaba San Martín, creado por dos hermanos de apellido Heimsath. Por lo general, participaba de certámenes de siete contra siete que se organizaban en terrenos baldíos, con arquitos que se construían con ramas y palos, anudados con sogas en los ángulos.
En mi ciudad natal, mis amigos de toda la vida me conocen por dos apodos que hoy, por lo menos, resultan curiosos: Panzón y Tronco. El primer mote surgió cuando yo tenía 8 o 9 años, durante unas vacaciones que pasamos en una cabaña de Villa Giardino, en las sierras cordobesas de la zona de Punilla, cerca de la ciudad de La Falda. La casa pertenecía a la familia Tossolini, la propietaria de la carpintería, que generosamente solía ofrecérsela a sus empleados para salir de pesca, cazar o disfrutar de unos días de descanso junto a sus esposas e hijos. Aquel verano compartimos el lugar con otras familias. Mi viejo nos llevó en el coche a mi mamá, a mi hermano Hugo —nacido cuando yo tenía cinco años— y a mí y, pasado el fin de semana, se volvió a Bell Ville a trabajar. Nosotros nos quedamos junto a otras mujeres y sus chicos. Allí, sin una canchita donde correr detrás de la pelota, me pasaba todo el día comiendo las delicias que preparaban las madres. Con poco ejercicio —el calor, además, obligaba a realizar pasatiempos más pasivos como pescar o jugar a las cartas—, yo, que era bajito, me ensanché. Al volver a casa, los amigos del barrio empezaron a llamarme Panzón, apodo que todavía muchos utilizan, aunque hace décadas que no estoy excedido de peso. Lo de Tronco surgió en esa época, por ser retacón y gordito como los trozos de leña serrados para hacer un asado o prender el fuego de las chimeneas. Ese sobrenombre no tenía que ver con ser duro y bruto con la pelota de fútbol, «de madera», como suelen gritar los hinchas a algunos jugadores desde la tribuna. Años más tarde, durante un partido entre Belgrano e Instituto en el que no podía sacarme de encima la durísima marca del zaguero celeste Tomás Cuellar, mi primo Luis Margarit, quien había viajado a la ciudad de Córdoba para verme actuar con la camiseta albirroja, se acercó al alambrado y me gritó: «Tronco, jugá adentro del área, que si te toca es penal». Los hinchas de «La Gloria» que estaban en ese sector del Gigante de Alberdi escucharon el apelativo y se enojaron con Luisito, convencidos de que me estaba insultando. Por suerte, mi primo alcanzó a explicarles quién era y que así me decían desde chico en Bell Ville… ¡antes de que le dieran una paliza!
Los rollitos empezaron a reducirse a partir de los diez u once años, cuando me fui metiendo con mayor entusiasmo y «seriedad» en los campeonatos infantiles de la Liga Bellvillense. También participaba en torneos intercolegiales. Cuando todavía estaba en la etapa primaria del Normal, en el último año, los pibes de cuarto y quinto del secundario del mismo establecimiento me convocaron para integrar el seleccionado de la escuela. ¡Me fueron a buscar a mí, un niño gordito de doce años, para competir con adolescentes de 16 y 17 que estaban a unos meses de terminar la cursada y pasar a la universidad! Yo jamás le dije que no a jugar al fútbol, así que acepté orgulloso. En ese certamen, que se realizaba en la cancha de once del club Bell, un día enfrentamos al colegio Comercial, que tenía un equipazo. Nos ganaron diez o doce a cero, con un baile terrible. Pero lo peor no fue el aplastante marcador, sino que, encima de golearnos, se mofaron de nosotros. A mí no me dolían las burlas, pero a mis compañeros sí, de modo que del fútbol pasamos al boxeo: