Mario Kempes

Matador


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te espero! Cuando me enteré de que vos ibas a estudiar en la Universidad, vine a pedir trabajo para estar acá todos los días hasta conocerte.

      ¡No podía creer lo que escuchaba! El muchacho, hincha fanático de Instituto, había solicitado empleo con el único fin de verme personalmente. ¡De locos! Mario y yo conversamos con el pibe y, pasado un rato, le pregunté por las aulas donde se dictaban las clases. Me señaló un salón y nos metimos. Se trataba de un recinto grande, tipo un anfiteatro, con poca iluminación y un silencio sepulcral a pesar de estar repleta de estudiantes. Abajo, un profesor de aspecto muy serio hablaba de fórmulas y ecuaciones delante de un pizarrón cargado de números y signos. Traté de comprender qué decía, pero no pesqué nada. Pasados diez o quince minutos, le dije a Mario: «Vámonos, no entiendo un pedo. Mejor sigo jugando al fútbol». Salimos y nos fuimos a tomar un café a un bar que estaba enfrente. Ese fue mi paso por la universidad.

      En abril, mientras con Instituto competíamos en una nueva edición de la liga cordobesa, surgió la primera oportunidad de vestir la camiseta de mi país. El técnico del seleccionado juvenil argentino, Miguel Ignomiriello, me convocó para integrar el plantel que participaría en el Torneo Junior de Cannes destinado a futbolistas de hasta 18 años, un certamen que incluyó a cuatro selecciones (Argentina, Brasil, Francia y Holanda) y cuatro clubes europeos (Benfica de Portugal, Royal Standard Liège de Bélgica, Juventus de Italia y la escuadra local AS Cannes). ¡No lo podía creer! Yo, que solo había participado del campeonato cordobés y jamás había intervenido en un certamen organizado por la Asociación del Fútbol Argentino, tenía el enorme honor de representar a mi gente. Yo, que apenas había cruzado la frontera de mi patria una sola vez para probarme en Nacional de Montevideo, podía mostrar mi fútbol en Europa. Mi inmensa felicidad aumentó pocos días después, cuando la revista El Gráfico, la biblia futbolera que leíamos con mi viejo en nuestra casa de Bell Ville cada vez que lográbamos conseguir algún ejemplar, el único referente deportivo que exponía a las grandes figuras en toda la Argentina, me realizó la primera entrevista. ¡A mí, un pibito que nunca había jugado en Buenos Aires! La noticia —que incluyó los testimonios de mi técnico, Miguel Ponce, y del preparador físico Osvaldo Viara— me calificó como «un niño» que «rebasó la parcializada pasión de su casaca para convertirse en el jugador aplaudido por toda la ciudad». «Su rostro, su figura, su alma dejan trascender la armoniosa figura total con que vistió de gol y de clase las canchas cordobesas», remarcó el artículo de la prestigiosa publicación.

      Los jóvenes jugadores convocados por Ignomiriello pertenecían a River, Boca, San Lorenzo, Racing, Independiente, Estudiantes, Newell’s y Rosario Central. El único «extraño» que provenía de una institución no afiliada directamente a la Asociación del Fútbol Argentino, sino a una liga provincial, era yo. El viaje al sur de Francia resultó un martirio interminable: primero, nos comimos una extensa cadena de vuelos que empezó en Buenos Aires y sumó escalas en Montevideo, Dakar, Las Palmas y París. Luego, en la capital gala, subimos a un autobús que nos trasladó hasta Cannes, la atractiva ciudad situada a orillas del Mediterráneo. Tardamos más de un día, pero yo estaba loco de contento con la oportunidad de vestir la camiseta celeste y blanca. Nuestro estreno se produjo ante el club portugués Benfica la mañana del 21 de abril, en el estadio Pierre de Coubertin. Ganamos tres a cero y yo anoté un gol. Los otros los señalaron Daniel Bertoni —hábil y veloz delantero de Independiente con quien yo recorrería un largo y exitoso camino en la selección— y Juan Carlos Scola, un chico de San Lorenzo que no llegó a debutar en Primera y solo tuvo un breve paso por el ascenso con la camiseta de Tigre. Por la tarde, el mismo día, jugamos la semifinal ante Brasil, una escuadra que, desde el primer momento, se transformó en mi sombra, porque nunca la pude derrotar en toda mi carrera con la camiseta celeste y blanca.

      El reglamento del certamen indicaba que, en caso de empate en el marcador al cabo de los ochenta minutos (los partidos se disputaban en dos tiempos de cuarenta), ganaba el equipo que hubiera conseguido la mayor cantidad de tiros de esquina. Si la igualdad se repetía en este punto, se declaraba vencedor al conjunto con menor promedio de edad de sus integrantes. El duelo sudamericano empezó muy bien para nosotros: a los seis minutos ya teníamos dos córners a favor después de perdernos varios goles. A los diez, llegó un tercer tiro de esquina: otro gran valor de Independiente, Ricardo Bochini, lanzó un centro perfecto para que yo abriera el marcador de cabeza, gracias a la cortina que me habían hecho dos de mis compañeros: Ángel Solía, de Estudiantes, y Pastor Barreiro, de Newell’s. Con un gol a cero y tres córners de ventaja, parecía difícil que se nos escapara el encuentro. Sin embargo, Brasil —que esa misma mañana había goleado a Juventus por cuatro a uno— nos acorraló y empató el marcador por medio de un puntero derecho llamado Mauro. En el segundo tiempo, el técnico «verdeamerelo», Antoninho, mandó a sus jugadores a fabricar tiros de esquina sin importar demasiado el arco que defendía Jorge Tripicchio, un pibe de San Lorenzo. Nosotros, quizá cansados por el partido matutino y el ímpetu del primer tiempo, aflojamos y permitimos que nuestros rivales también nos empataran en córners. Faltando pocos minutos para el pitazo final, se volvió a escapar el puntero Mauro: llegó hasta el banderín de la esquina y, en lugar de encarar hacia nuestro arco, se quedó esperando que lo alcanzara Barreiro. Nuestro defensa, ingenuo, se le tiró a los pies y el brasileño, vivo, hizo rebotar la pelota en su oponente para que saliera por la línea de fondo. ¡Lo queríamos matar! Sin darse cuenta, Barreiro había realizado un torpe despeje que equivalía casi a un gol en contra. En ese momento no se percató, pero cuando terminó el partido con una insólita victoria brasileña por cuatro córners a tres, el pobre muchacho de Newell’s se desmoronó. Salió de la cancha abrumado, con los ojos llenos de lágrimas y siguió llorando hasta que regresamos al hotel. Yo llegué al vestuario y me tiré sobre la camilla a digerir la rabia por el resultado y por no haber alcanzado con mi cabeza un centro que, en el último minuto, pudo haber cambiado la historia.

      Al día siguiente, en el encuentro por el tercer puesto, tuve una ligera revancha: metí los dos goles de la victoria ante Royal Standard Liège. Los cuatro tantos conseguidos en solo tres partidos despertaron el interés de un supuesto empresario francés que me pidió que le firmara un poder para negociar mi traspaso al fútbol europeo. Según me aseguró este hombre, directivos de dos clubes, OGC Nice y Royal Standard Liège, le habían solicitado que iniciara las negociaciones, interesados por contratarme. Yo le respondí que hablara con mi viejo, que era el que manejaba esos asuntos. Semanas después de mi regreso, mi padre y yo fuimos de Córdoba al aeropuerto internacional de Ezeiza donde, según esta persona, había dos pasajes pagados a nuestros nombres para viajar a París a resolver mi pase. Al llegar al mostrador de Air France, un empleado nos aseguró que no había ninguna reserva a nuestro nombre. Tiempo después, mi viejo se cruzó a este hombre en un estadio. El tipo le pidió perdón de rodillas, temeroso de que mi papá le pusiera una mano encima por ese viaje en vano, de algo más de setecientos kilómetros, que nos hizo hacer de Córdoba a Ezeiza.

      Por esos días, los diarios porteños informaron que el club Boca Juniors también estaba interesado en contratarme. Esta versión fue disipada por el propio presidente de la entidad de la ribera, Alberto Jacinto Armando. «En La Candela (el centro de entrenamiento «xeneize» de esa época) hay cien jugadores mejores que él», afirmó arrogante. El tiempo demostró que tuvo razón. ¿No?

      Capítulo 3

      El fantasma

      La llegada de un futbolista a la selección de su país suele estar acompañada de una frase muy simpática: «Hambre de gloria». Yo debo confesar que mi primera experiencia con la selección «mayor» tuvo mucho que ver con ese profundo anhelo de trascendencia. Pero, también, con un apetito más sencillo y traumático: el de comida. Hoy, los viajes y concentraciones de cualquier equipo nacional son sinónimo de cómodas butacas en primera clase, sábanas de lino en hoteles cinco (o más) estrellas, alimentos de lujo y muchos mimos. Mi debut albiceleste, en cambio, resultó un martirio a bordo de autobuses destartalados rodando al borde de precipicios, hospedajes precarios, comidas frugales y de una calidad que no se ofrece ni a los presos; y frío, mucho frío. Climático e institucional.

      El fracaso del seleccionado argentino en las eliminatorias para el Mundial de México 1970 —la primera y única serie preliminar