Los romanos que habían reconquistado y destruido Nazaret, ahora se dedicaban a edificarla nuevamente para coronarla como el centro administrativo de toda Galilea. Ahí, José conocería a la joven María, hija de una familia sacerdotal, quien además era de su mismo linaje.
A través del sentido tradicional de los judíos, conscientes de ser pueblo de Dios, Jesús, el punto cero de referencia, no es un nombre suspendido en un sueño, sino que es el nuevo rey de Israel, quien de David recupera la santidad, la inspiración poética y la protección incondicional del Padre Dios; asimismo, revive su espiritualidad y la autoridad para rescatar a su pueblo de la infidelidad mediante el perdón de sus culpas. Es, al mismo tiempo, rey y pastor, guía y maestro, profeta y víctima, taumaturgo y hermano. Su realidad queda establecida: cuerpo y sangre, «nacido de mujer» (Ga 4,4), adorado en la cuna, venerado como profeta, sitiado por las masas, mortal y triunfante sobre la muerte.
El anuncio de la conciencia histórica de Israel es dado por Zacarías en su inspirado resumen: «Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo» (Lc 1,68-69). David es el modelo ejemplar con quien se reza en los Salmos, a quien Dios aseguró su amor: «como había prometido desde antiguo, por boca de sus santos profetas (...) recordando su santa alianza, el juramento que juró a Abrahán nuestro padre» (Lc 1,70-73a). Por él se sitúa la Encarnación en el centro de la historia sagrada, en la esperanza: «(…) de concedernos que, libres de manos enemigas, podamos servirle sin temor en santidad y justicia en su presencia todos nuestros días» (Lc 1,73b-75). Con José, simple obrero, se acentúa la decadencia en la pobreza, pero en una familia de parientes ilustres que no olvida su origen. Así, surge de la noche este personaje misterioso que toma su lugar al lado de María, esperando el nacimiento de ese niño que se llamará «¡Dios salva!».
Todos los personajes siguientes presentan a Jesús como una explosión de júbilo: el ángel habla a Zacarías, «será para ti gozo y alegría» (Lc 1,14a); el ángel saluda a María, «Alégrate» (Lc 1,28); Isabel exclama, «saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44b); la Virgen a Isabel, «(...) y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,47-48); el ángel a José, «hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer» (Mt 1,20); el ángel a los pastores, «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo (...) Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, tal como se les había dicho» (Lc 2,10-20); y los magos, «al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10).
¿Qué significan tal exaltación y el optimismo? Son la luz que se ha prendido desde la eternidad donde habita Dios, y que ha iluminado el pasmoso espectáculo de una humanidad condenada por sus pecados y sometida al imperio del mal. Solo nos quedaba una verdad: la de sentirnos culpables ante Dios. Al respecto, el profeta Ezequiel tiene una visión digna; no hay representación más parecida a la humanidad pecadora:
La mano de Yahvé fue sobre mí y, por su espíritu, Yahvé me sacó y me puso en medio de la vega, que estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: «Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?». Yo dije: «Señor Yahvé, tú lo sabes». Entonces me dijo: «Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra de Yahvé. Así dice el Señor Yahvé a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé». Yo profeticé como se me había ordenado, y mientras yo profetizaba se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos. Él me dijo: «Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así dice el Señor Yahvé: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan». Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies: era un enorme, inmenso ejército (Ez 37,1-10).
La luz era la palabra con el poder de Dios: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció» (Jn 1,10). El mundo estaba lleno de huesos de muertos; la Palabra era Jesús, el hijo de María: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Y esta luz llevaba un mensaje: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo. (...) Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1,9-12). Los muertos eran la humanidad entera, y la Palabra era Cristo, Jesús, Dios que salva. El centro se ha extendido y cubre esta humanidad, y ofrece la salvación a todo el que crea en la Palabra, la oiga y diga con Isaías: «aquí estoy señor para hacer tu voluntad».
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