otra orilla, desde el cielo: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,49). La casa a la que se refería era demasiado grande, abarcaba a todo el mundo y a todos los hombres. Solo había pecadores; era el dominio de Satán. Las palabras de Jesús cayeron sobre los mármoles del pórtico de Salomón... ¿Quién las recogería? ¡Qué sentido tan grande! No había mente humana que las comprendiera.
María bajó los ojos al suelo, y solo vio un largo camino y recordó las palabras del viejo sacerdote Simeón, allí en el templo: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). Jesús estaba ahí a pocos pasos de ella, pero no le reconocía; el Padre estaba de por medio; el Padre se encontraba en todas partes; el templo estaba lleno de su fuerza. Se sentían como perdidos en una alborada que no conocían.
Ante la respuesta de Jesús, José estaba del todo marginado a pesar de la respuesta de María: «Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2,48b). Todos los que escuchaban se quedaron atónitos: ¿quién era su padre?, ¿por qué buscarlo?, ¿qué había sucedido?, ¿no eran una familia?, ¿no era este el hijo que habían estado cuidando, año tras año, como la niña de sus ojos?, ¿era a quien habían entregado su vida, su amor, su conocimiento de Dios, su sabiduría?, ¿por qué buscarlo?, ¿qué había sucedido para separarlo de ellos?
Ahora, miraban a José como a un ser extraño, quien sintió que todo se desplomaba alrededor de él: ¿su Padre? Es cierto, su padre es el Señor del cielo. José estaba en la entrada del aula, las últimas fuerzas le abandonaron y para no caerse, se apoyó en una de las columnas del pórtico. ‘Yo no soy su padre’. Esta verdad evidente nunca había sido dicha en público. Era verdad y había sido proclamada en este lugar sagrado. José se sintió totalmente solo y, de repente, viejo y sin fuerzas. A Jesús, lo había tenido como suyo desde la noche de Belén, lo había llevado por el desierto hasta Egipto, lo había alimentado con su trabajo de migrante pobre, le había transmitido lo mejor de sí en la casa, en sus faenas, en la sinagoga. Esta verdad yacía escondida en su corazón. Y no tenía derecho a ser proclamada a la luz del sol. Sin embargo, aquí en el Templo de Dios, se había clavado en el suelo como una piedra miliar, inamovible, eterna. Miró a María delante de sí y sintió que no era suya.
Ella sí era su verdadera madre, pero él –Jesús– tampoco le pertenecía a ella. Ella también había sido aislada, separada: tampoco tendría parte en el asunto, pues eran cosas del Padre. Los tres se mantenían cerca, a un brazo de distancia; a pesar de ello, en realidad, José, María y Jesús estaban tan lejos el uno del otro, ¡tan solos! Y Jesús, cautivado por esta extraña concurrencia. ¿Estaría su Padre con él? José entendió que su tarea de padre legal se haría cada día más difícil; y también comprendió que su función como esposo de María se desvanecía; el Espíritu Santo, su verdadero esposo, hacía sentir sus derechos absolutos.
Desde este día, José empezó a morir visiblemente, cada día un poco más. María recuperó a su hijo, solo por un tiempo, pero ya no era el mismo, ya no era totalmente suyo; había sido conquistado, sumergido por una ola de gente que le exigía, que lo buscaba y, que a la vez, amenazaba con adueñarse de él. Sin embargo, ella y José estuvieron satisfechos de que la energía de su presencia los envolviera. Empezaba una nueva etapa en su familia: Jesús entregado a su misión, y ellos, a volverse discípulos.
Tenían grabado en la mente que, en medio de los maestros, «todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2,47), pero más que todo por sus preguntas. Estas, ¿inducirían a una diferente visión de la fe?, ¿un calor de devoción más humano, un Dios más cercano, un padre dispuesto a perdonar y a salvar? Tales preguntas ya no pertenecían a la ley antigua, sino que miraban hacia el futuro. Por esto, «ellos no comprendieron la respuesta que les dio» (Lc 2,50). Todavía estaban amarrados al pasado: él era el futuro, como enseñará más tarde en el mismo templo: «mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7,16). Era la doctrina que subvertía el orden antiguo desde sus raíces: en la casa del Padre.
CAPÍTULO 2
TODA JUSTICIA
(Mt 3,15)
Jesús abandona Nazaret y se desplaza hacia el río Jordán, donde San Juan Bautista estaba bautizando y predicando la penitencia. Es el encuentro entre los dos mensajeros de Dios: el Precursor y el Mesías, ambos cumpliendo un preciso mandato de Dios. Sin embargo, no dejan de ser humanos ni de razonar con su mente humana. Juan se niega a bautizar a Jesús, porque lo reconoce como al verdadero salvador; pero él ignora el misterio de Jesús en el nuevo orden puesto por Dios, ya que su hijo está destinado al sacrificio y su humildad rebasa todas las categorías: Jesús es quien va a sufrir.
El diálogo de Juan Bautista es correcto desde el punto de vista humano: ‘Tú eres mi Señor, el santo; yo soy el pecador. ¿Cómo puedo bautizarte a ti, el inocente?’.
La respuesta de Jesús llega desde el punto de vista del Salvador: mi tarea es la humillación... la víctima carga con los pecados de la humanidad entera; cumplir toda justicia es identificarme con todos los pecados. Juan acepta la justicia de Él. Esto es algo más que predicar a los pecadores: es entrar al mundo de Él, la inocente víctima. Ya no se extrañará si algo extraordinario sucede; Juan realiza su humilde tarea, pero el Padre Dios interviene desde el cielo.
La respuesta de Jesús se entiende desde la encarnación del Hijo. Se ha rebajado, anonadado y situado en la categoría de los pecadores. Cumplir toda justicia es identificarse con su propia misión. Las dos misiones son complementarias, pero esencialmente diferentes.
La de San Juan es suscitar la conciencia de los pecados, personales y colectivos; por ello, asume la fogosidad de Elías, el profeta que hizo bajar el fuego del cielo, y tuvo la autoridad para masacrar a los cuatrocientos profetas de Baal. Con esto, demostró el error de Israel. Al ver que la víctima era consumida por el fuego, ese pueblo reconoció el error de su idolatría y el poder del Dios del cielo; este reconocimiento incluía el horror por este poder desbordante: el pueblo de Dios se reconoció pecador, merecedor de castigo. Los que escuchaban a Juan el Bautista estaban presos por el mismo horror: miraban dentro de sí, y allí encontraban el dominio del mal, su idolatría. Juan predicaba el arrepentimiento y descubría el pecado que moraba dentro de cada uno. Él bautizaba, pero no tenía autoridad para perdonar los pecados; su tarea consistía en hacer ver los pecados. Bautizaba en penitencia para hacer brillar, en la conciencia, una luz sobre la gravedad del pecado, la podredumbre del vicio, la vergüenza de la traición y de la infidelidad. La conciencia del penitente se enfrentaba directamente con su culpa y le provocaba dolor; no había absolución.
Lo mismo le había sucedido al rey David, cuando el profeta Natán le espetó en voz alta su pecado, y lo obligó a reconocerlo; hasta entonces, lo había ocultado con la técnica del silencio, una extraña nube de polvo en el desierto que impedía ver... ¡Que nadie me lo recuerde!, pero el profeta proclamó el pecado de David a grito pelado. Ya no podría apelar al silencio ni esconder su vergüenza. La lujuria que lo arrastró al ver a una mujer bella, desnuda e indefensa, lo cegó; y aumentó su ceguera con el delito que cometió: cobardemente expuso al marido de ella ante la muerte. Desde ahora ya no sería su querida amante, sino una pecadora por culpa de él, el presunto amigo del Dios altísimo. Lo que tenía oculto, explotó con un grito: «He pecado contra Yahvé» (2 S 12, 13). Quien en los salmos cantaba el amor de Dios y la devoción incondicional a Dios, ahora se reconocía como su enemigo, uno más de los traidores.
Por esta confesión, Dios le perdonó la vida, pero no fue perdonado su pecado; Dios se cobró su parte de muerte. El delito de David era demasiado grande para seguir medio escondido en la niebla del desierto: ahora estará a la vista de todos, porque el hijo nacido de Betsabé morirá. David se castigó con ayunos y tomó una actitud de duelo, hasta que el hijo engendrado en el pecado sucumbió a la enfermedad; entonces, recuperó su tranquilidad. Pero sus relaciones con la mujer de Urías ya no serían las mismas, pues ya no sería la bella amante raptada. La escritura asegura que David arrastraba en sí su culpa, y consoló a su mujer, la cubrió de dones y, al nacer Salomón, le prometió que este sería su heredero, y no dejó de educarlo en la sabiduría. Sin embargo, el pecado seguía entre ellos y los dividía.
No