Antonio Gallo Armosino S J

Señor Jesús: ¿Quién eres tú?


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uno a quien no conocéis que viene detrás de mí» (Jn 1,26-27). Isaías ya lo había profetizado: «Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo» (Jn 1,30).

      Entonces, surgía en los penitentes una espiritualidad, la esperanza de una renovación de Israel, el deseo de un Redentor, como lo habían anunciado Isaías, Daniel y Ezequías: la expectativa de un Salvador. En su humillación y pecado, encontraban consuelo y esperanza: «Una voz clama: ‘Abrid en el desierto un camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios’» (Is 40,3). Juan Bautista, el último de los profetas, despertaba en Israel y en todos los que acudían a él desde la diáspora, un deseo irrefrenable de purificación.

      Muy diferente era la misión de Jesús, quien sí perdonaría los pecados y rescataría el amor del Padre; pero su humillación era esencial: ser pecador entre pecadores. Por eso, Jesús fue a que Juan lo bautizara. Allí, sumergido en el agua sagrada del Jordán, Jesús fue uno más entre tantos culpables, un hombre entre hombres bajo el peso de la maldición del Génesis: «Comerás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gn 3,19). Por esta maldición, todo hombre se ha convertido en un expulsado, no solo del paraíso, sino del corazón de Dios.

      La recuperación será una tarea sobrehumana encomendada al Hijo. Desde el peldaño más bajo de la humillación, le costará sangre, sangre humana purificada por la persona del Hijo. Pero en ese momento, nadie lo podría distinguir de los demás pecadores de este pueblo protegido y rebelde. Solo su espíritu seguía en unión con el Padre. La perspectiva de la tarea salvadora no dejaba de agobiar su fuerza humana y su pensamiento: ¿Cómo encarar la arriesgada empresa del Mesías?

      «No has querido sacrificio ni oblación, pero me has abierto el oído; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: ‘Aquí he venido’» (Sal 40,7-8). La desproporción entre la naturaleza humana y la justicia divina era demasiado evidente e infinita la distancia. Desde el desorden absurdo del pecado, y la dominación de las pasiones y de Satanás sobre los pueblos de la tierra, la idea de un rescate aparecía a todas luces inconsistente: ¿Quién escucharía una llamada?, ¿quién entendería mi mensaje? Entonces brotaba, de lo más profundo del corazón asustado del hijo de María, una invocación: «Presta oído, Yahvé, respóndeme, que soy desventurado y pobre» (Sal 86,1).

      A pesar de todo, la confianza en el Padre no lo abandonaba: «Da fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu sierva. Concédeme una señal propicia: que mis adversarios vean, confundidos, que tú, Yahvé, me ayudas y consuelas» (Sal 86,16-17). San Lucas se refiere a esta inmensa tensión cuando anota: «bajó sobre él [Jesús] el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado’» (Lc 3,22).

      Desde aquí empieza Jesús su misión: desde lo último de la tierra –sepultado por el agua de las generaciones idólatras– hasta que esta misma agua sea convertida en río de salvación. Siempre, en la lengua de los profetas, esta misión de Jesús fue anunciada últimamente por la voluntad del Padre a Juan: «Y Juan dio testimonio diciendo: ‘He visto al Espíritu Santo que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él’» (Jn 1,32). El tiempo se detiene y el Jordán obedece a su dueño.

      En el esplendor de una tarde, la nube oculta la presencia del Señor que contempla los destinos de los hombres. A la humillación, el Padre responde con la exaltación: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco» (Mc 1,11). Jesús entró al agua como pecador y salió al mundo como el portador de la buena nueva, quien anunciará el reino. La voz retumbaba desde el cielo: «‘Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado’» (Lc 3,22). Los pecadores se estremecieron, Juan se sintió invadido por el Espíritu Santo. La última vez, Dios había hablado a Elías en el Monte Santo y lo había acariciado en su paso como una brisa suave; ahora, ha asumido la figura de un símbolo de paz.

      Un vuelo blanco y ligero como el de la paloma que anunció a Noé el final de la ira, y el arcoíris de la reconciliación. Su misión será llevar paz a los corazones. El gesto de humildad ha sido aceptado y la autoridad del Padre es transmitida al Hijo. Con esta voz, el Mesías ha sido proclamado el Hijo entre el Padre y el Espíritu Santo, es decir, en unión con la Santísima Trinidad. El Bautista añadirá su testimonio: «‘Yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que Él sea manifestado a Israel’» (Jn 1,31).

      El mediador entre el hombre y el Padre es el Espíritu Santo, y Juan da testimonio de haberlo visto: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él» (Jn 1,32). No dice que vio una paloma, ni que la paloma estaba sobre Él, sino que vio al Espíritu Santo y que este permaneció sobre Él. Esa era la prueba: «...ése es el que bautiza con Espíritu Santo» (Jn 1,33). En Isaías estaba dicho en nombre de Dios: «Éste es mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien me complazco. He puesto mi Espíritu sobre él para que dicte el derecho a las naciones» (Is 42,1).

      Y como si esto no fuera suficiente, añade los secretos íntimos de su relación: «Yo, Yahvé, te he llamado en nombre de la justicia; te tengo asido de la mano, te formé y te he destinado a ser alianza de un pueblo, a ser luz de las naciones» (Is 42,6). Y como juramento final, Dios pone su nombre: «Yo, Yahvé –ése es mi nombre–, no cedo a otro mi gloria» (Is 42,8). Entonces, el profeta exaltado compone un poema:

      Haré andar a los ciegos por un camino que no conocían, los encaminaré por senderos que antes no conocían. Trocaré a su paso la tiniebla en luz, convertiré lo tortuoso en llano. Estas cosas haré sin omitir nada. Retrocederán, confusos de vergüenza, todos los que confían en los ídolos, los que dicen a las estatuas fundidas: ‘Vosotros sois nuestros dioses’ (Is 42,16-17).

      Y, por último, así lo define Juan: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Esta definición de Juan abarca toda su universalidad: por un lado Cristo, el santo, el Espíritu de Dios, el cordero; y por el otro, el mundo con todos sus pecados.

      Este momento marca el inicio de una nueva era, la del plan de Dios para rescatar el amor de la humanidad hacia su creador: ocurrió en el mismo Jordán, el río que vio detenerse a los sacerdotes con el arca de la alianza, mientras que el pueblo de Israel entraba, a pie enjuto, a tomar posesión de la tierra, la que había sido prometida a Abraham mil años antes. En aquel tiempo antiguo, era la tierra que Dios les daba para salvarlos de los enemigos; ahora, Dios les da al Mesías, su hijo, quien los salva del mal y del pecado.

      Como asegura Pablo a los romanos, solo hay un plan establecido por Dios, para rescatar la humanidad condenada, y ustedes los que han sido incorporados a Cristo por el bautismo también son «hijos de la promesa de Abrahán» (Romanos 9,8). «Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa» (Ga 3,29). Más tarde, esta conexión quedará establecida con la respuesta que Jesús dará a los discípulos de Juan, cuando le preguntan si Él es el Mesías o si deben esperar a otro: «Yo voy a enviar un ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te conduzca al lugar que te he preparado» (Ex 23,20). Y da la prueba de su realidad mesiánica: «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,5); ya lo había anunciado Isaías (Is 35,5-8). El futuro ya está en el presente: el poder del Padre, quien le envió, está incorporado en sus acciones. Todas la obras, que él anuncia y realiza, son actos de amor del Padre y de Él.

      CAPÍTULO 3

      (Jn 1,39)

      Juan y Andrés eran discípulos del Bautista, y habían sido bautizados a pesar de ser buenos israelitas. Vieron a Jesús pasar de largo, y oyeron la exclamación de su maestro: «¡He ahí el Cordero de Dios!» (Jn 1,36). A Juan, el hombre duro, no le importó que sus discípulos le abandonaran, con tal de que se fueran con Él. Les dirá más tarde: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Los primeros en acompañarlo fueron ellos dos.

      Viendo que lo seguían, Jesús fue el primero en hablar: «‘¿Qué buscáis?’» (Jn 1,38). En realidad, esta pregunta era como un decir: ¿hay