• Números
PRIMERA PARTE:
EL ANUNCIO
CAPÍTULO 1
LA CASA DE MI PADRE
(Lc 2,48)
Jesús solo tenía doce años; sin embargo, en la sociedad de Israel ya era un adulto. Por eso, fue a Jerusalén a celebrar la Pascua. Para todo joven israelita, sentirse miembro del pueblo amado por Dios era un motivo de orgullo. No obstante, para Jesús fue diferente, ya que cuando entró en Jerusalén –la ciudad elegida por Dios para habitar, entre todas las ciudades de la tierra–, subió a la plataforma del templo y se sintió invadido por la presencia de Dios, traspasó el umbral de lo humano y del tiempo y entró a la esfera del poder divino, al lugar señalado por el rey David, construido por Salomón, reconstruido por Esdras y Nehemías y, al final, vuelto a construir por Herodes el Grande con el esplendor del estilo helenístico.
Fue entonces cuando Jesús cayó en la cuenta de que su padre estaba vigilando a su pueblo. A partir de ese momento, podía observar el mundo: Dios y la indiferencia humana; la santidad del Padre y la materialidad de las ciudades, pueblos y reinos; las escrituras sagradas y los profetas; el rito de los sacerdotes y el gobierno. Allí, en la sinagoga, tuvo la emoción de pasar por el patio de los paganos y entrar al recinto de los israelitas; contemplar la actividad de los sacerdotes asignados a alimentar la gran hoguera del sacrificio diario; ver elevarse el humo de las víctimas y del incienso; y entrar en oración, en comunicación con el Padre; revivió aquel momento durante el rito de la presentación de los primogénitos a Dios, cuando el viejo Simeón y la profetisa Ana hablaron a José y a la Virgen María.
Con la Virgen y José, aprendió todos los detalles de la conmemoración del Éxodo: desde la salida de Egipto hasta la caminata por el desierto y el cumplimiento de la promesa de la tierra. También, asistió a las ceremonias que se celebraron tanto en el templo como en la intimidad de los hogares; presenció, con estremecimiento, cuando degollaron al corderito que habían traído de su casa de Nazaret... vio brotar la sangre de la cría de la oveja y llenar con ella el guacalito que pronto el sacerdote elevaría para arrojarlo a la gran caldera de bronce, que recogía la sangre de todas las víctimas. Asimismo, en la vigilia sagrada, comió las hierbas amargas, el pan ázimo y la carne asada; y cantó el himno de liberación de Moisés. Todo terminaba siempre en el templo, en la sensación de la presencia del Padre.
Percibía que el sentimiento de amor hacia el Padre crecía en su alma e invadía su pecho, su cabeza y la totalidad de su ser, hasta transformarse en un solo destino: el Padre y yo; las víctimas, los novillos, los corderos y yo; los cantos, los salmos, las danzas, las arpas y yo; sentía crecer dentro de él la tarea de su misión: ser la voz del Padre... ¿no había dicho el ángel a su madre que sería el Emmanuel, el Dios con nosotros?
En este lugar sagrado, reina la presencia del Padre, porque Él ha escogido Jerusalén como lugar preferido, porque ha amado a Jerusalén de entre todas las ciudades de la tierra; de hecho, allí convergían peregrinos que llegaban desde las regiones más lejanas. Oyó a un joven hablar egipcio, y enseguida trabó amistad con él: su amistad le recordó su estancia en la patria del faraón, y aceptó la invitación a su tienda para conmemorar con esta familia la noche cuando las jambas de sus puertas fueron manchadas con la sangre del cordero. Oyó hablar griego, la lengua que había aprendido mientras trabajaba en la reconstrucción de Séforis. Y cuántas lenguas desconocidas lo transportaban a Atenas, a Roma, a Hispania, a las Galias, a Siria, a la tierra de los temidos partos... desde los cuatro puntos cardinales, el mundo convergía en el templo para ese encuentro con el Padre.
Todo el mundo gravitaba alrededor de este centro, pero los hombres andaban dispersos, cada pueblo con sus dioses, su ignorancia y sus pecados, sus crueldades y sus violencias. ¿No era Él, el Señor de todos?, ¿el Creador de todos los humanos?, ¿para qué servían las víctimas que se inmolaban cada día en su santuario, si los hombres seguían en la oscuridad?, ¿hasta dónde llegaba el poder de la sangre de sus víctimas? De repente, recordó el sacrificio de Isaac, allí mismo en el monte de Dios, en el Horeb: vio al muchacho, a quien por pura fidelidad al Padre, Abraham ofreció en holocausto... pero la mano del ángel detuvo el cuchillo del sacrificio, y la misericordia de Dios se convirtió en promesa. La víctima no fue sacrificada, y la humanidad siguió con sus crímenes. Desde la Antigüedad, ninguna víctima de corderos o bueyes podía lavar la mancha de una traición que hería la gloria del Padre.
Jesús se sintió íntimamente involucrado: el Padre quería una víctima de verdad, no solo un símbolo. Y pensó: ‘yo soy de verdad, yo soy su amor, daré hasta mi última gota: desde mi vida, mi pensamiento, mi palabra’. Recordó las jambas de las casas en Egipto, manchadas por la sangre del cordero pascual, signo de perdón y de salvación; recordó la serpiente de bronce que sanaba a los infectados por el veneno; recordó la roca transformada en río de salud para un pueblo sediento, y dijo: ‘Yo seré el cordero, la sangre que salva, el agua que transforma el desierto en pradera llena de flores para mi Padre’. Del alma le brotó el canto de Ezequiel:
Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36,25-26).
Esta será mi empresa digna del Padre: reconducir a este pueblo al corazón de Dios, lanzar la invitación al amor hacia toda la humanidad; así, vendrán a adorarlo desde los extremos de la tierra, los dispersos se integrarán en una fe y poseerán el único bien, la gracia que santifica: todos serán llamados. Y rezó con Jeremías: «Pues tú estás entre nosotros, Yahvé, y por tu Nombre se nos llama, ¡no te deshagas de nosotros!» (Jr 14,9).
Cuanto más su alma se unía al Padre, igualmente se alejaba de la materialidad de las cosas, del sacrificio, de los patios de la oración, de los amigos. Rezaba con el salmo 119: «Tus manos me han hecho y me han formado, instrúyeme para aprender tus mandamientos» (Sal 119,73). Y se unía al cántico de Habacuc: «Su majestad cubre los cielos, de su gloria está llena la tierra. Su fulgor es como la luz» (Ha 3,3-4). La iluminación celeste lo invadía y lo poseía y, a la vez, lo separaba: «Compañeros y amigos huyen de mi llaga, mis allegados se quedan a distancia» (Sal 38,12). Regresó a la tierra y buscó inspiración en los sabios, se unió a los grupos de estudiantes, a las oraciones colectivas y a las clases que impartían los doctores de la ley.
Fue entonces cuando vio entrar a la pareja, es decir, a su madre y a José. Era evidente el estado de agotamiento de ambos: cansados y polvorientos, sin dormir y sin comer después de haber tocado un centenar de puertas y no haber recibido respuesta. No pudieron callar una pregunta: «Cuando le vieron, quedaron sorprendidos y su madre le dijo: ‘Hijo, ¿por