de la noche y del día, en íntima comunión con el Padre.
CAPÍTULO 4
EL ESPÍRITU DEL SEÑOR
(Lc 4,18)
Nazaret fue el pueblo de Galilea que más hondamente se grabó en el corazón humano de Jesús, el lugar de su infancia y de su primera juventud. Regresar a Nazaret era como volver a vivir los días felices con María, José y los de la familia, descendientes del Rey David. Formaban una pequeña isla iluminada por el sol de la Gracia, guardando en silencio el gran secreto del rey que había unificado a Israel en un solo estado y una fe profesada radicalmente. Lucas nos relata ese regreso, que no fue una visita de cortesía: «Jesús volvió a Galilea, guiado por la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). Era un paso adelante en el camino de la Salvación, pues no era la primera vez que el Espíritu Santo soplaba con fuerza sobre Nazaret.
Su madre, María, vivía en comunión con Él desde el momento en que el Ángel le dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti (...)» (Lc 1,35); y la promesa se había vuelto una realidad cotidiana en el hijo. José, por su parte, se regía con el impulso de aquella noche en la que oyó: «(...) porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1,20). El gran secreto estaba siendo vigilado, en Nazaret, por el Espíritu Santo. Ese pequeño pueblo no tenía fama exterior: ahí nada sucedía. Estaba lejos de las conocidas rutas, no pasaban caravanas de grandes camellos ni patrullas a caballo.
No había leones como en el Négueb ni dromedarios salvajes, sino solamente coyotes famélicos amenazando a las ovejas. En sus estrechas calles de paredes de adobe sin ventanas, solo cabían esos minúsculos burritos, con un odre de vino o de agua, o cestas de hortalizas en la espalda. Bien lo califica Natanael: «‘¿De Nazaret puede haber cosa buena?’» (Jn 1,46). Para Jesús, era su tierra, el nido donde creció el amor.
Aún así, la gente sabía que la Sagrada Familia era diferente: su historia, su honradez excepcional, su observancia de la ley, un prototipo de Israel, el pueblo escogido. Entre ellos no había desacuerdos o peleas; siempre dispuestos a la compasión y a ayudar, a pesar de su pobreza. Pobres sí, pero no tan ignorantes: les reconocían una gran distinción, su frecuencia en la escuela de Biblia en la sinagoga, en la oración del sábado, de los salmos que se sabían de memoria.
Admiración mezclada con desprecio... quizá una sombra de envidia. ¿Para qué darse aires de grandeza por su estirpe, si son pobres como nosotros? Tampoco María, por ser de la ciudad de Séforis, había aportado algo para sacarlos de la miseria. Séforis, esperanza fallida de Galilea, sueño de los nacionalistas, quienes habían masacrado a la guarnición romana y, entre gritos de independencia, se habían apoderado del depósito de armas. Ciudad libre por un día. Los romanos de la Décima Legión de Siria no tardaron en llegar... iracundos y crueles. Séforis ardió en llamas: no quedó ni una casa, y los insurrectos, colgados por miles en cruces improvisadas.
Con los legionarios, se estableció el orden y la paz de los cementerios: el silencio. Se empezó a reconstruir la ciudad bajo sus órdenes y vigilancia, y todos los pueblos vecinos –habitados por albañiles y carpinteros– fueron invitados a trabajar en la reconstrucción. Ahí no morirían de hambre: también la cuadrilla de los descendientes de David acudió desde Nazaret. Ahí, José había encontrado a María: un amor entre ruinas, entregado al misterio. Esta historia –la de Séforis– venía de cerca de treinta años atrás, y Jesús bien la recordaba, porque se relataba en la noche entre comentarios amargos y suspiros de dolor y odio.
Jesús había dejado el pueblo algunos meses antes, y corría de boca en boca la murmuración de que se había asociado al profeta Juan, y que también bautizaba en el río Jordán. Hasta relataban ciertos enfrentamientos con los demonios, espíritus del mal. Nadie sabía lo cierto. Cuando los pobladores de Nazaret se enteraron de que Jesús mismo había regresado y estaría en la sinagoga el sábado, los ánimos se exaltaron. ¿Qué habría de verdad? ¡Si todo el mundo lo conocía!, pues había sido niño entres los niños, y joven entre los adultos... y tan pobre como todos, haciendo mandados, siendo ayudante de carpintero.... Y ahora, ¿qué?
Jesús llegaba a su tierra con toda la alegría de su juventud, recordando sus pequeños amigos de un tiempo, las calles, los tugurios; reviviendo cada rincón de la aldea: las cosechas de los olivos, las laderas cubiertas por los campos dorados de trigo y el vino generoso. Nazaret, villa escondida, estaba ubicada en una garganta verde que engullía las torrentadas de los chubascos y la tempestades del verano. En la hendidura del valle brotaba la fuente de la que todos se surtían. Los más afortunados habían edificado cerca del agua. No lejos estaba también la casita de José, el taller donde Él se había ejercitado en tomar medidas, clavar clavos, componer y ensamblar puertas y ventanas. ¡Qué emoción volverse a encontrar con María y José!; estar un tiempo juntos, rodeados por los demás parientes en su vieja habitación, en la paz de las horas nocturnas y de la oración. Sería la despedida final de algo que le pertenece a uno por haberlo vivido, trabajado, recorrido, hecho parte de sí con toda su geografía de patios y portales.
Las casitas se multiplicaron desde lo hondo hasta el monte; las más atrevidas, sobre la explanada arriba del collado, sobre el acantilado que ceñía como una barrera, y un abrazo a toda la región. A Jesús le encantaba imaginar esta breve cadena que protegía el valle de los vientos del norte, con su corte vertical en el frente como un derrumbe. Y en lo alto de la plataforma, se destacaba la sinagoga, casi en la orilla, con su modesta sala, las aulas de estudio y la escuela bíblica. Cuantas oraciones al Padre Celestial, cantos, horas de estudio de los profetas y de la ley. Hasta allá arriba había que subir para las fiestas, para la oración del sábado. Este punto era como el centro del mundo. Desde allá se divisaba toda Galilea y se podía imaginar el universo... ¡Qué lugar ideal para lanzar al mundo la idea del Reino!, precisamente ahora que la voluntad del Padre empujaba a Jesús a iniciar su misión entre el pueblo: el discurso glorioso del Reino de Dios.
Él había escogido este punto, así como el púlpito, ambos a la vista de todos, para anunciar la buena nueva. Ofrecer a ellos las primicias de su anuncio, entregarles la nueva visión de Israel y la nueva esperanza: Israel perdonado, rescatado, iluminado por una fe nueva y una alianza universal; y extenderlas a todos los pueblos de la tierra. Con este entusiasmo en el alma, Jesús trepó la cuesta hasta arriba, al mirador de la sinagoga, acompañado con saludos y abrazos de familiares y amigos de antes. El sabía que sería el día del gran anuncio, a Nazaret la humilde, pero también la fiel y la primera, en Israel y en el mundo, en recibir la revelación; el cumplimiento de una profecía de Isaías, de quinientos años atrás, hecha realidad entre ellos. De allí se irradiaría el mensaje de salvación a todos los hombres, a todos los pueblos. Con este sueño en el alma entró a la asamblea.
Jesús recibió el rollo de las escrituras, desenrolló el papiro y buscó en Isaías (Is 61,1-2). Se hizo un gran silencio y la asamblea vibró como por angustia. De repente, sonó su voz; no era la de Isaías, sino Él quien hablaba de sí: «El Espíritu del Señor me acompaña, por cuanto que me ha ungido Yahvé» (Is 61,1; Lc 4,18). Un suspiro de maravilla corrió por todos los rostros; todo el mundo entendió que hablaba de sí mismo. Al instante, la asamblea se partió en dos: la gran mayoría, extrañados y escépticos; unos pocos, admirados, sorprendidos y dudosos... se estremecieron.
Corrió la indignación: lo querían oír de su boca, pues era como una blasfemia. Los bandos estaban formados: los de las piedras, en contra de la presunción; los de la humildad, reprimidos y buscando una fe. Jesús percibió la frialdad y el desprecio, así como la cara del maligno. ¿Dónde estaba su público? No encontraba caras de amigos; tenían los ojos cerrados. El encanto ya se había roto, su imaginación del pasado se disipó. Se abrió delante de Él un mundo nuevo, extraño y desconocido: un pueblo sin fe, sin amor, sin relación con el Padre; su pueblo elegido se había dispersado, como ovejas sin pastor sobre las colinas y por las hondonadas: No habría que buscar fe donde solo había confusión y desengaño.
La lectura de Isaías (61,1-2) continuaba: «(...) Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres». Ahora, en la mente de los oyentes se representaba a Jesús como ungido a la par de los reyes y profetas, pero rechazaban lo del espíritu. Él seguía hablando: «(...) a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos