En aquella soledad, nada movía a los dos jóvenes a seguirlo... nada qué descubrir, excepto un vacío, unas rocas, un valle seco y polvoriento, y Jesús caminando hacia la montaña. Ambos evocaban la historia de antiguos profetas: Moisés viendo arder áridos matorrales en el desierto; Samuel oyendo la voz del Señor en la oscuridad; Elías extendiendo su manto al hombro de Eliseo mientras araba en el campo. Se preguntaban: ¿Qué hará Jesús con nosotros?... «Rabbí –que quiere decir Maestro– ¿dónde vives?» (Jn 1,38). La pregunta sonaba casi absurda en aquella inmensidad abandonada. ¿Qué podría haber allá, arriba de la montaña, además de una cueva excavada en la roca y un puñado de hierba seca para sentarse?
Sin dejar de caminar, Jesús hizo un gesto de amable acogida: «‘Venid y lo veréis’» (Jn 1,39). ¿Era una respuesta?, ¿una invitación?, ¿un mandato? En todo caso, tenía algo de definitivo; no cabía un paso atrás. Con una palabra, el Mesías se entregaba... todo entero y para siempre. Los discípulos –Andrés y Juan– se dieron cuenta de que ya pertenecían a la familia: no había un lugar encerrado, su casa era el mundo, con Él habitarían la tierra. De repente, se sintieron libres: quedaron atrás, en el sendero, todas sus cadenas. Ya no había compromisos ni amigos ni parientes ni casas ni patria; tampoco había camino que recorrer hacia adelante, pues habían alcanzado la meta, el fin, el centro. El centro era Él... y alrededor se encontraba todo el mundo. En el atardecer, las sombras estaban invadiendo el valle, mientras que el sol se ponía detrás de la cordillera de las rocas de la tentación.
El Jordán se había perdido en la niebla. Se asentaron en la plataforma de la cueva, bajo el alero, viendo hacia el oriente. Desde una rústica alcancía, Jesús trajo unos panes y algunos dátiles de las palmeras de Jericó. Comieron en silencio mientras contemplaban los espacios abiertos y la puesta del sol; la presencia del sol lo invadía todo, y daba a la escena esos colores increíblemente tiernos y transparentes del anochecer.
Luego Jesús empezó a hablar. Delante de los ojos de Juan y Andrés, desfilaban los dramáticos episodios de la historia de Israel, y corrían las aventuras del pueblo elegido, guiados paso tras paso por la mano del Padre de Jesús, el Dios Único. En esta historia de luchas entre el bien y el mal, entre la obediencia y la infidelidad, entre la santidad y el pecado, se trazaba un camino que terminaba en Jesús. La creación del mundo estaba a sus pies a través del desierto de Judea hasta el horizonte. El pecado del primer hombre tenía vigencia en las ciudades más lejanas que se perdían en la oscuridad. Los pueblos sufrían la angustia de una esperanza perdida que atravesaba los siglos, para terminar allí al pie de aquella montaña, en la que Jesús empezaba a recopilar su pequeña grey.
Revivían los grandes personajes del Génesis, desde los patriarcas descendientes de Adán: «También a Set le nació un hijo, al que puso por nombre Enós. Éste fue el primero en invocar el nombre de Yahvé» (Gn 4,26). Siguen: Quenan, Mahalalel, Yered y Henoc: «Henoc anduvo con Dios, y desapareció porque Dios se lo llevó» (Gn 5,24). Y se continúa hasta Matusalén y Lamec, quien engendró a Noé. Los paladines de la devoción a Dios, en la historia que narraba Jesús, iban discurriendo hacia la oscuridad, mientras la humanidad se alejaba de la verdad y el respeto hacia Él, al punto de provocar el hastío y la repulsa del Señor. La ira de Dios se volcó sobre el mundo: «Entonces dijo Yahvé: ‘no permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne; que sus días sean ciento veinte años’» (Gn 6,3).
Por eso, Dios decidió salvar al último justo, quien todavía profesaba el temor del Creador y creía en Él; así, volvería a empezar con una humanidad nueva, mientras condenaba al exterminio la totalidad de la estirpe:
Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los proyectos de su mente eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé de haber creado al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón (Gn 6,5-6).
Difícilmente, podría expresarse, de forma más amarga, la tristeza del corazón del Padre. No solo veía destruido su plan de santificación, sino tergiversada su inteligencia, y heridas su santidad infinita y la dignidad de su amor. Sin embargo, «(...) Noé halló gracia a los ojos de Yahvé. (...) Noé andaba con Dios» (Gn 6, 8-9). Obedeció a Dios en la construcción del arca y ofreció el primer sacrificio después del diluvio. Entonces, «dijo Dios a Noé y a sus hijos: ‘he pensado establecer mi alianza con vosotros y con vuestra futura descendencia’» (Gn 9,8-9).
En realidad, también la descendencia de Noé fue adulterando la fe en el Dios único. El símbolo de esta deserción está en la torre de Babel: un pueblo único, con una lengua única (Gn 11,9). De Babel, se dispersaron a lejanas regiones, hacia los cuatro puntos cardinales: no solo invadieron toda la tierra, sino que los idiomas se multiplicaron y se diferenciaron los alfabetos entre cuneiformes, fenicios y egipcios; asimismo, se multiplicaron los dioses y produjeron las más absurdas divinidades, protectoras de sus pasiones. Para resistir a esta degradación, la Biblia enumera a otros siete patriarcas, encargados de perpetuar la fe después del diluvio; todos ellos son enumerados en el Génesis (11,10-32). Así, de los descendientes de Sem, el hijo de Noé, se encuentran ahí: Arfacsad, Sélaj, Héber, Péleg, Reú, Serug, Najor y, por último, Téraj, el padre de Abraham. Este último emigró con la familia desde Ur de los caldeos para dirigirse a Canaán.
Dios consagró a Abraham para proclamar la pureza de la fe y ser responsable de una nueva alianza. Le exigió una fe absoluta y la entrega de su propio hijo, Isaac –cuyo sacrificio fue suspendido–, hasta que llegara la plenitud de los tiempos y la víctima designada por el mismo Señor Padre. Para ello, transcurrieron mil setecientos años. De la fe de Abram se generó toda la historia del pueblo de Israel, el cual fue liberado de la esclavitud de Egipto por el gran profeta Moisés, quien entró a la tierra prometida para proclamar en Jerusalén al verdadero Dios, en oposición a todos los pueblos paganos.
El Señor Yahvé suscitó en su pueblo nuevos profetas para corregir las desviaciones y las maldades de sus reyes. Ellos se encargaron de anunciar al prometido por el Padre para la salvación de los pecados; pero el anuncio de su palabra les costó la vida, y todos fueron finalmente asesinados. Isaías intuyó, en sublime visión, la figura del Mesías, el Salvador. El Ungido sufrirá persecuciones y tormentos, y será sacrificado como la víctima: el cordero de Dios. Jeremías cantó sus dolores y la remisión de los pecados; Zacarías y Malaquías penetraron en el misterio de la salvación, y Juan el Bautista, el último de los profetas, dio testimonio de su venida.
La palabra de Jesús se perdía en la inmensidad del cielo estrellado, que llenaba el silencio de la noche, y que abría el corazón a la oración dirigida al Creador del universo perfecto de los cuerpos celestes y de una humanidad pecadora. Iluminaba la mente de los primeros dos discípulos, a quienes hizo ingresar al plan infinito de Dios proyectado hacia la salvación eterna de su pueblo. Todo lo material se había esfumado alrededor de sus vidas, y la figura del Mesías llenaba todo el espacio y los tiempos desde antiguo: Él estaba en el centro del plan, el punto de unión entre tierra y cielo.
Cuando cesó la voz, salió espontáneamente de su corazón el grito del Salmo 85,5-12:
¡Restáuranos, Dios salvador nuestro,
cesa en tu irritación contra nosotros!
¿Estarás siempre airado con nosotros?
¿Prolongarás tu cólera de edad en edad?
¿No volverás a darnos vida
para que tu pueblo goce de ti?
¡Muéstranos tu amor, Yahvé,
danos tu salvación!
Escucharé lo que habla Dios.
Sí, Yahvé habla de futuro
para su pueblo y sus amigos,
que no recaerán en la torpeza.
Su salvación se acerca a sus adeptos,
y la Gloria morará en nuestra tierra.
Amor y Verdad se han dado cita,
Justicia y Paz se besan;
Verdad brota de la tierra,