realidad. Es el año de gracia, es el amanecer de la iluminación, pues el Reino de Dios empieza aquí, hoy, y Nazaret está en el centro de este milagro.
La palabra que Jesús anunció, hoy es la luz de la verdad, pues concede la libertad e indica el camino de la salvación; de aquí brillará hasta invadir el mundo entero, palabra de alivio, de gracia y de amor a los pobres. Delante de Él, buscándolo, corrían las multitudes humanas de todos los tiempos y lugares. Se sintió invadido por el Espíritu Santo y su corazón vibraba de amor; pero el anuncio cayó en el desierto, ya que no hubo reacción, no lo entendían. Sus preguntas iban por otro rumbo: ¿qué clase de anuncio?, ¿qué tiene que ver con nuestras vidas?, ¿quién es él, el que habla?, ¿no es uno de nosotros?, ¿por qué no actúa?, ¿no hace algún milagro?
Un anciano fariseo se puso de pie y le dijo: Todos los verdaderos profetas han hecho milagros con el poder de Dios... Por ejemplo, Moisés hizo brotar el agua de las rocas para todo el pueblo; Elías hizo bajar el fuego del cielo; Eliseo resucitó a un muerto... Y tú, ¿qué haces? La asamblea, al responder, le hizo eco: «¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?» (Mt 13,55-56). A esto, Jesús replicó: «habéis oído de las maravillas que se hicieron en Cafarnaúm, pero aquí no podré realizar signos, porque ustedes no tienen fe» (Lc 4,23-24). No creen en el Padre, mucho menos en el Hijo que Él envió al mundo, ni en el Espíritu Santo, quien habla a través de mí.
El anciano cometía un error; su criterio estaba formado según la antigua ley. La ley era el fruto de la alianza con Dios, pero él ignoraba que la ley tenía un recorrido: desde un principio, para recolectar al pueblo elegido al servicio del Dios único, hasta llegar a un destino, que era realizar el plan de Salvación a través de la presencia del Mesías. La ley era el ayer y el Mesías está presente hoy: la frase de Isaías era un anillo de conjunción entre la profecía de ayer y la realidad de hoy. En el presente no está solo Dios Padre: está el Padre con su Hijo y el Espíritu: un solo Dios, trinitario.
El Antiguo Testamento cobraba existencia desde la presencia de su Cristo hoy; la revelación de hoy iluminaba la antigua alianza. Ya pronto una nueva alianza sería sellada con sangre: con la sangre del Cordero; este Cordero era Dios hombre. Para el anciano solo existían los profetas del anuncio hacia un futuro, e ignoraba que Jesús no era un profeta, sino quien cumplía esas profecías y le daba vida al pasado y al futuro, desde hoy. El hoy y el pasado estaban muy envueltos en el misterio. Por esto, el anciano se refugió en las apariencias exteriores de los profetas sin conocer la realidad profunda. Pedía señales materiales, mientras la realidad interior estaba ante él. Por esto, Jesús se refiere a Cafarnaúm y a las maravillas.
Esta alusión a Cafarnaúm hirió el orgullo local e hizo enardecer los ánimos. ¿No somos mejores que ellos, que estos pescadores del lago?, ¿tú has venido para humillar a Nazaret? Somos el pueblo más pequeño de Galilea, el más despreciado, ignorado y marginado; no soportaremos que uno de nosotros, el hijo de un carpintero, nos insulte. La consciencia colectiva, con una llamarada de odio, se encendió como una hoguera. La identidad étnica agredida surgió como una ola y despertó la historia de los levantamientos: ¡quitémoslo de en medio! La masa se agitó y salieron de la sinagoga.
Empezaron a moverse hacia fuera, hacia el borde del precipicio y lo empujaban para despeñarlo. Adelante se desplegaba el gran valle de Nazaret y Galilea, hasta el occidente lejano. Desde allá arriba, desde la plataforma, caía el acantilado de varios centenares de metros, suficiente para hacer justicia. Un furor ciego se había apoderado de cada uno... se iban acercando al límite.
Jesús se volteó. Tenía enfrente a un hombre y le dijo: «Todavía no es mi hora». El hombre sintió su mirada como una espada que lo atravesaba y tuvo miedo, y se apartó. Jesús se echó a andar, nadie lo detuvo. Caminaba hacia las colinas, hacia el oriente, hacia el lago, hacia la casa de Pedro, de Juan y de Santiago. Al poco tiempo, había un pequeño grupo de hombres, mujeres y niños; se arrodillaron. Alguien dijo: Señor, nosotros creemos en ti, te amamos, y te seguiremos. Él los bendijo y continuó por el sendero que iba hacia otros pueblos.
Los rayos del sol se posaban sobre su espalda, anunciando ya el atardecer; pero más que el calor del sol, sentía el peso amargo de la desilusión. Jesús vio que sus lágrimas caían sobre la tierra. Y suspiró: «¡Nazaret, nunca regresaré a ti! Y me llamarán el Nazareno! ¡Qué ironía!, pues los nazarenos se han alejado de mí: con sus sentimientos de culpa y resentimiento; y su odio en los corazones. Los que fueron mis amigos, los que yo invité, no me escucharon».
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