Søren Kierkegaard

El libro sobre Adler


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      [96] Del mismo modo que la ocasión hace al ladrón, así funciona una fermentación insana. Igualmente ocurre cuando hablamos de dinero malo o escritores malos, pues el hecho de que nuestra época esté falta de una conclusión disimula la circunstancia de que los escritores no la tengan. La diferencia de grado entre los escritores de premisas, por lo que respecta a su talento y a cuestiones por el estilo, puede ser notable, pero todos comparten el hecho esencial de que no son escritores genuinos. En medio de la agitación es previsible que se pierdan algunas cabezas bien pensantes y, sin embargo, hasta la mente más insignificante puede llegar a convertirse en escritor con la simple aportación de una pequeña premisa a un periódico. De este modo se promociona a las cabezas más insignificantes y, por supuesto, como consecuencia de ello, el número de escritores se incrementa notablemente. Así que, debido a esta proliferación, ciertamente se podrían comparar con las cerillas que se venden por cajas. Cogemos a uno de estos escritores en cuya cabeza concurre un poco de fósforo (como el de las cerillas), que podría ser una propuesta para un proyecto o una simple alusión, lo agarramos por las piernas, lo frotamos contra un periódico y así obtenemos tres o cuatro columnas. Las premisas sin conclusión tienen un parecido sorprendente con el fósforo: son explosivas.

      El escritor de premisas es fácil de reconocer, fácil de interpretar, si pensamos que es justamente lo contrario del escritor genuino. Lo que para aquel es extroversión, para este último es introversión. Nos encontramos ante un problema social. El escritor de premisas no tiene la más remota idea sobre lo que hay que hacer, sobre cómo poner remedio a la presión. Su opinión es que «con dar la voz de alarma todo irá bien». Nos encontramos ante un problema político, ante un problema religioso. El escritor de premisas no tiene ni el tiempo ni la paciencia para reflexionar a fondo. Su opinión es que «si damos clamorosamente la voz de alarma para que se escuche por todo el país, para que todo el mundo esté informado, para que sea el único tema de conversación en todas las reuniones, todo irá bien». El escritor de premisas considera que dar la voz de alarma es como agitar una varita mágica (pero no se da cuenta de que todos han comenzado a dar la voz de alarma «uniendo sus fuerzas»).

      Su contribución consiste en desear lo único que puede ofrecer: propagar la voz de alarma al máximo. El escritor de premisas no se percata de que lo más sensato (especialmente en estos tiempos tan alarmistas que corren) sería pensar así: la voz de alarma ya está dada, así que será mejor que me abstenga [98] de propagarla y me dedique a una reflexión más concreta. Solemos sonreírnos cuando nos entregamos a la lectura de historias románticas de épocas pasadas sobre caballeros que se adentran en los bosques y matan dragones para liberar a princesas encantadas, etcétera, es decir, ese romanticismo que cree en bosques habitados por monstruos y princesas encantadas. Sin embargo, no es menos fantasioso que toda una generación crea en el poder de la voz de alarma para convocar fuerzas formidables. Es de suponer que quien da la voz de alarma confía en que algún fantástico batallón de refuerzo ande merodeando por ahí cerca, pues todas las personas de carne y hueso están gritando al mismo tiempo y, por tanto, no se puede esperar ninguna ayuda de su parte.

      En una situación de peligro, para ahuyentar a un ladrón, una persona ingeniosa puede tener la brillante idea de invocar muchos nombres como si todos esos discípulos de Satán anduvieran por ahí cerca. Ciertamente es ingenioso, pero quien goza de tal ingenio no cree en realidad que todos esos discípulos de Satán estén cerca, su ingenio solo le sirve para que el ladrón se aleje. Sin embargo, quien da la voz de alarma es más estúpido, pues sinceramente cree en lo que pregona, mientras que la persona ingeniosa solo pretende engañar al otro. La supuesta modestia de pretender limitarse a dar la voz de alarma, de querer simplemente «provocar una discusión», tampoco es muy loable, pues la experiencia nos advierte una y otra vez de la importancia de que o bien creamos que realmente vamos a recibir ayuda o, en caso contrario, nos abstengamos de seguir fomentando la confusión. Si los bomberos se dedicaran a dar la voz de alarma, ¿cómo apagarían el fuego? Si todos damos la voz de alarma, ¿quién va a responder a nuestra llamada para apagar el fuego? Puede que en otras épocas existieran escuadrones fantásticos de los que se creía que tenían el poder de hacerse cargo de toda la humanidad si así lo estimaban oportuno; pero la supuesta incursión de la modestia en lo fantástico (para simplemente provocar una discusión) resulta cuando menos ridícula. En ese caso, aunque hubiera una o varias personas sensatas dispuestas a prestar su ayuda, ¿sería conveniente lanzar la voz de alarma? Pues cuanto más se extiende la alarma y más se eleva el tono, más difícil resulta escuchar a quien debe llevar la voz de mando.

      El escritor de premisas es lo contrario que el escritor genuino. Este último posee su propia perspectiva. La confusión más desafortunada se produce necesariamente cuando las personas se detienen en el instante y, [99] llevadas por la superstición, depositan nuevamente toda su confianza en el instante, pues ¿qué es un instante en el instante posterior? El escritor genuino es constante en la producción que va dejando tras de sí; es ambicioso, pero dentro de una totalidad, no a la búsqueda de una totalidad; no genera nunca más dudas de las que pueda aclarar; su A nunca abarca más que su B; jamás echa mano de la incertidumbre. Tiene una concepción clara de la vida y del mundo y se mantiene fiel a ella, y en ese sentido va por delante de su propia producción, al igual que el todo siempre va por delante de la parte. En consonancia con lo mucho o poco que ha llegado a captar con dicha concepción hasta ese momento, solo explica lo que él mismo ha entendido; no espera supersticiosamente a que algo desde fuera de repente le haga comprender y súbitamente le muestre qué es lo que realmente quiere.